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El reto de mantener la residencia de ancianos de Hilaria sin virus y con la moral alta

El aislamiento en un centro de mayores de Buitrago del Lozoya se combate a través de las videoconferencias con sus familiares

Hilaria González, de 86 años, en la residencia de mayores de Buitrago del Lozoya en la que vive
Hilaria González, de 86 años, en la residencia de mayores de Buitrago del Lozoya en la que viveLuis De Vega Hernández

La crisis del coronavirus le ha pillado a Hilaria González, de 86 años, como siempre: preocupada por sus vástagos. Porque una es madre siempre, pase lo que pase. “Llamo todos los días a mi hijo para saber cómo está”, explica con sus guantes, mascarilla y gafas de sol puestas. Vive preocupada porque hace tres años Carlos sufrió un ictus y lleva uno ingresado en el hospital porque “a veces se le va la cabeza”. Así que ella, católica de toda la vida, se encomienda cada día a la estampa de Santa Teresa de Jesús que tiene en la mesita de noche y le reza por su hijo, de 63 años, “que está pachucho”, y por sus dos hijas, Marisa y Feli, con las que habla un día sí y otro no. También pide por sus nietos, cinco en total, que no es porque sean suyos pero es que “más guapos no pueden ser”. Preocupada por la familia pasa las horas de confinamiento Hilaria en la residencia municipal de ancianos Miralrío, en Buitrago del Lozoya, un tesoro en mitad de la naturaleza que tiene un privilegio inusual en estos tiempos: no hay ningún positivo por Covid19, ni de residentes ni de trabajadores. Todos ellos tocan madera. Y alguno hasta se santigua.

La suerte lo ha querido así, por ahora. Ese “por ahora” lo repiten incesantemente Ernesto Rivas, de 57 años, director de la residencia, y Maria José Padrino, 47, concejala de Asuntos sociales de este municipio de la sierra norte de Madrid. Le tienen pánico a los números que llegan a diario. Este miércoles, el viceprensidente de la Comunidad, Ignacio Aguado, confirmó que durante el último mes han fallecido 4.750 personas procedentes de residencias de la tercera edad, 3.479 con sintomatología de coronavirus pero sin confirmar la enfermedad. El número encierra otro horror: hay 5.586 muertos en total, por lo tanto, el núcleo principal son ellos, los mayores, que suman casi el 90% de los fallecidos.

Pero Miralrío parece inmune a la tragedia de momento. Los 40 residentes, muchos de ellos no dependientes, como Hilaria, mantienen la salud, con los achaques típicos de su edad, pero cuidados entre algodones. Tienen a su disposición a 25 trabajadores, un incansable grupo de personas que llevan a rajatabla las normas que impuso Ernesto en cuanto empezó a ver los primeros casos, los de Valdemoro.

El 5 de marzo anunció que se acababan las visitas de familiares hasta nueva orden. “Algunos se me rebelaron”, explica el director. Con el paso de los días los familiares han ido entendiendo que esas restricciones han tenido su razón de ser. Desde entonces, si quieren entregar algo a los residentes lo hacen desde la calle y antes de que el envío llegue a su destinatario todo es desinfectado. De aquellas dudas iniciales, los familiares han pasado a suponer un “refuerzo” a la situación, ya que les explican por teléfono la importancia de cumplir las normas. También deben permanecer en sus habitaciones, acompañados solo de su televisión. La salud, en estos momentos, prima ante cualquier circunstancia.

Ernesto Rivas, director de la residencia; la terapeuta Sandra Rodríguez y la concejal de Servicios Sociales, María José Padrino
Ernesto Rivas, director de la residencia; la terapeuta Sandra Rodríguez y la concejal de Servicios Sociales, María José PadrinoLuis De Vega Hernández

Hilaria lo entiende, aunque reconoce que se aburre. “Lo están haciendo muy bien”, concede con una sonrisa pícara. Pero claro, ella, que cuando vivió en Murcia formaba parte de un grupo de baile -“me lo he recorrido todo”- y que cuando trabajaba en Madrid cocinaba en el hospital Puerta del Hierro para 400 personas, echa de menos algo más de marcha. Por eso no le cuesta nada unirse a una conversación y contar lo que haga falta.

Que no haya ni mayores ni trabajadores contagiados es un tesoro que hay que cuidar. Por la mañana, los empleados municipales desinfectan el edificio concienzudamente. Los residentes más dependientes, que no entienden de pandemias y confinamientos, pueden abandonar sus habitaciones solo en salidas controladas. Aunque alguno trata de hacer una escapada atraído por el anzuelo que supone el sol luciendo sobre un cuidado jardín que rodea la residencia y que mira al cauce del río Lozoya.

“Somos un peligro aquí”

Pero el miedo atenaza a los guardianes de esa bendición. “Nosotros somos ahora mismo el peligro aquí”, reconoce Ernesto, que además de director es uno de los dos trabajadores de la residencia que no vive en Buitrago o alrededores. “Vengo todos los días desde Alcorcón”, explica. Cuando entran todos en el edificio, se colocan el material de protección. Aunque reconoce que hay algo que no pueden controlar y que ahora teme más que a nada: que un anciano tenga que visitar el hospital por imperativo de la salud, aunque la causa no tenga nada que ver con el coronavirus. Les ha pasado ya un par de veces. “Y cuando ocurre te echas a temblar. Cuando el residente vuelve aquí, el peligro aumenta, por lo que le tratamos como a un positivo. Es nuestro protocolo. Da igual que no haya desarrollado la enfermedad”.

La buena suerte de la que disfrutan, por ahora, no les exime de una tensión que pesa cada vez más. Ernesto, un antiguo abogado que decidió cambiar el rumbo de su vida hace unos años, siente sobre sus hombros la responsabilidad y el miedo. “A veces me entran ganas de coger el coche, conducir y no parar. Es muy duro”. El martes tuvo uno de esos días y Maria José le subió el ánimo al otro lado del teléfono. Desde que esto comenzó hablan todos los días. “Más que con la familia”, se ríe él.

BUITRAGO DEL LOZOYA (MADRID). 8-4-2020. Un empleado municipal desinfecta la residencia de mayores municipal de Buitrago. Foto: LUIS DE VEGA
BUITRAGO DEL LOZOYA (MADRID). 8-4-2020. Un empleado municipal desinfecta la residencia de mayores municipal de Buitrago. Foto: LUIS DE VEGALuis De Vega Hernández

Ella vio venir al bicho y lo temió antes que nadie. Madre de tres hijos, es además auxiliar de enfermería en el hospital Gregorio Marañón, donde trabaja en turno de noche. Lleva 24 años a pie de urgencias. “Y en todo ese tiempo nunca he vivido algo como esto”, lamenta. Ha batallado durante semanas contra el virus en Madrid, con personas que entraban a urgencias explicando qué les pasaba y que en cuestión de horas estaban sujetas a un respirador. En Buitrago, reconoce, llevan unos días de ventaja, aunque no se relaja. “No tenemos casos aquí pero el miedo existe”.

Y ese miedo se combate, también, con una criptonita. Sandra Rodríguez, de 24 años, la terapeuta del centro, organiza una vez por semana una videoconferencia con los familiares de cada uno de ellos, aunque más de la mitad de los residentes no dispone de móvil propio. “Es un momento de una emoción increíble en el que despliegan todo su lenguaje no verbal”, cuenta. “Se les cristalizan los ojos y a veces tienen que dejar de hablar. El 70% acaba llorando”. A uno de ellos, de hecho, la tristeza le asalta de tal forma que prefiere que esa videoconferencia no tenga lugar. En Miralrío, las penas tienen un amplio rango. Pero ya cuentan un día más sin el virus.

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