Brines y el crepúsculo
No hay modo más bello de echar el cierre que disolverse y a la vez constituirse en ese fogonazo concluyente que precede a la oscuridad
Francisco Brines ya forma parte de los trazos enrojecidos del crepúsculo. No hay modo más bello de echar el cierre que disolverse y a la vez constituirse en ese fogonazo concluyente que cada tarde deja obsoletos a Monet y Max Ernst, que desluce los demonios de Vasari y solo se sonrosa frente a Van Gogh. El poeta adquirió conciencia de crepúsculo a principios de 2003, cuando sobrevivió a un infarto. Se sabía en esa fase declinante cuya contrapartida era la belleza. Consideraba que esas eran las horas más bellas del día y desde que percibió que podía dejar de vivir sabía que lo que estaba viviendo era un crepúsculo. Solo exigía a los crepúsculos que fueran bellos y no se alterasen, que fueran un puente placentero hacia la oscuridad.
“Eres consciente de que estás en un momento de ocaso, y entonces gustas especialmente de ello. Cuando uno muere es como si no hubiera nacido porque desaparece la conciencia. Es inexistencia absoluta”. Recuerdo estas palabras que pronunció en el atardecer del lejano verano de 2003, al inicio de su etapa crepuscular, en su útero de buganvillas, galanes de noche, palmeras y naranjos. Sin embargo, esa “inexistencia absoluta”, en la que se supone que acaba de ingresar lleva en su reverso la presencia categórica de su obra literaria y de su calidad humana. Una presencia expresiva que alcanza la plasticidad de los ocasos y esboza una simetría entre la materia que nos deja y la descomposición cromática que precede a las tinieblas.
Brines consideraba que lo maravilloso de la poesía es que sitúa al lector ante el hombre más allá del tiempo. La tecnología y los acontecimientos pueden haber convulsionado y dejado irreconocible el mundo, pero el hombre que la escribió “sigue siendo el mismo ser maravilloso y desvalido que ha sido siempre”. “Lees a un poeta griego”, decía en aquel atardecer, “y te emociona profundamente. Estás tocando a un hombre que ya no existe y ni siquiera es un fantasma, pero que está ahí y te enseña. Es un cuerpo de épocas, geografías y lenguas”. Antes de que en su horizonte el Sol llegase a la cota cero Brines ya era también todo eso. Ahora, además, ilumina con su delicadeza lírica todos los crepúsculos. Con la misma solvencia que acreditó en sus poemas y le valió el Premio Cervantes.
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