Presos y exilados, allí y aquí
Si hay referencias útiles ahora para calibrar el significado de la cárcel y del exilio no son las que pertenecen a un pasado, el nuestro, con frecuencia idealizado
Mirar hacia atrás es paralizante, como nos enseña la historia bíblica de la mujer de Lot. Es en el presente, y no en lo que hemos dejado atrás, donde están las referencias útiles. Nos arriesgamos, en caso contrario, a quedarnos convertidos en estatuas de sal, como le pasó a Edith cuando desobedeció la orden de Yahvé y volvió la cabeza para contemplar como Sodoma ardía bajo el fuego celestial en castigo por sus pecados.
Si hay referencias útiles ahora para calibrar el significado de la cárcel y del exilio no son las que pertenecen a un pasado, el nuestro, con frecuencia idealizado, sino las contemporáneas que nos llegan de los escenarios más próximos que tanto nos afectan como europeos. Están en Ucrania y en Rusia, naturalmente, donde los combates por la libertad, la democracia y la independencia se juegan entre la vida y la muerte, la tortura y la cárcel, el exilio y el frente de combate.
Bastan tres nombres, los más determinantes y conocidos, para fijar bien la referencia comparativa. Son los de dos rusos, Alexei Navalny y Vladímir Kara-Murza, y un ucranio, Volodimir Zelensky, todos ellos hombres jóvenes, valientes y responsables que se han visto de pronto ante el dilema trágico de optar entre un cómodo exilio y la libertad amenazada por una segura detención, la probable tortura, el arbitrario y quizás secreto juicio e incluso la muerte.
Los dos rusos han sobrevivido a sendos intentos de envenenamiento a cargo de los servicios secretos a las órdenes de Putin. Pudieron vivir tranquilamente en Londres o en Nueva York pero optaron por regresar a Moscú, para seguir criticando y combatiendo al Kremlin, su corrupción, sus crímenes y su guerra, con la certeza de que serían juzgados y luego maltratados en el chupadero de las cárceles que componen el renacido gulag putinista.
El presidente ucranio también pudo huir de Kyiv y refugiarse en territorio amigo cuando empezó la invasión, tal como le sugirieron sus poderosos aliados, pero quiso quedarse para encabezar la defensa, visitar las ciudades bombardeadas, dar ánimos a los soldados y reclamar la ayuda internacional, aun a riesgo de morir en un bombardeo o en alguno de los atentados preparados por los servicios especiales rusos, empezando por el que pretendían realizar contra su vida justo en los primeros días del ataque directo a la capital.
Aquí y allí, ¡qué diferencia, qué distancia! La comparación es aleccionadora, y si hay algo odioso en ella es el uso de las mismas palabras —el exilio, la cárcel— para situaciones contemporáneas tan dispares. Su uso persistente incrementa el sentimiento de vergüenza, solo equilibrado por el efecto de la exageración, que convierte en insignificante lo que se pretende defender. A ver cuando olvidamos de una vez esas estatuas de sal que pretenden influir todavía desde sus falsos exilios en nuestra vida política.
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