Barcelona no sabe cuidar de sus festivales
Nos hemos acostumbrado a qué en vez de mimar estos certámenes muchos han tenido que sobrevivir sino a la contra sí en paralelo a nuestras instituciones
Los jardines del Palacio Real de Pedralbes existían, los barceloneses probablemente lo sabían pero quedaban bastante a trasmano del murmullo ciudadano como para tenerlos en cuenta. Es decir como si no existieran a pesar de incluir un par de pequeñas curiosidades de Gaudí y alguna fuente de Buigas. Incluso durante una época el anodino edificio real albergó un par de museos pero su tirón era mínimo y desplazarse exclusivamente, aun viviendo en la ciudad, era un esfuerzo que pocos se permitían.
De repente, hace exactamente una década, los jardines cobraron una nueva vida gracias a la música. Primero fue el descubrimiento, una auténtica sorpresa para muchos, e, inmediatamente después con total naturalidad, (re)aprendimos a disfrutar de ellos. Así, previa entrada pisando la alfombra roja (esa de los grandes acontecimientos) que atravesaba la Diagonal, podíamos sumergirnos en un “nuevo” espacio ciudadano. Los matices del disfrute habían variado, el palacio seguía siendo un edificio soso pero sus arboledas, sus charcas y hasta su cañaveral eran un remanso de paz, solo rota por el canto de las cigarras o el murmullo oscilante del agua de sus fuentes. Un oasis en plena jungla por el que pasear copa en mano o tumbarse a la bartola en una de sus múltiples y codiciadas tumbonas antes (o después) al disfrute musical que nos había llevado hasta allí.
El cambio radical en nuestra apreciación de aquel entorno lo provocó la aparición como por arte de birlibirloque del Festival Jardins de Pedralbes. Un certamen con un cartel musical muy amplio que trascendía estilos para dirigirse a públicos muy diferentes.
A lo largo de diez años el festival trajo grandes figuras a Barcelona, muchos conciertos para el recuerdo, pero la impresión imborrable era el “todo” de una oferta en la que tanto gancho tenía la música del escenario principal como el ambiente que se creaba en el denominado Village que, con sus puestos de comida y bebida y sus conciertos íntimos, ocupaba una gran extensión de los jardines. Una alegría contagiosa solía impregnar el Village independientemente del tipo de público que lo llenaba. Tal era así que durante varios años una parte de los asistentes acudían sólo para pasearse o cenar prescindiendo de las actuaciones del escenario principal (se vendían entradas mucho más económicas sólo para el Village).
Todo esto ya es historia porque, una vez más, se ha demostrado que Barcelona no sabe cuidar de sus festivales, como mínimo de algunos. Nos hemos acostumbrado a qué en vez de mimarlos cuando funcionan, aparentemente sería lo lógico, muchos han tenido que sobrevivir sino a la contra sí en paralelo a nuestras instituciones. Recordemos cuando los fastos olímpicos absorbieron al Festival Internacional de Música, de grato recuerdo, e intentaron hacer lo mismo con el Festival de Jazz (en este caso una mente clarividente municipal lo impidió y desde entonces el certamen ha vivido en manos privadas). Otros festivales han ido apareciendo y desapareciendo ante la indiferencia de nuestros mandatarios culturales, del Festival de Músiques del Món al Summercase junto a propuestas más globales como la temporada estable de la recordada Orquestra de Cambra Teatre Lliure o los ciclos de la Fundació Miró. Cada desaparición tiene su explicación, lo curioso es que en el caso de Pedralbes haya sido la realización del festival sobre suelo institucional, lo que, en vez de ser una ventaja, ha acabado convirtiéndose en el problema que ha acabado de forma brusca y a destiempo con una brillante etapa.
El Festival Jardins de Pedralbes quedará como un grato recuerdo y otros festivales ocuparán su lugar, incluso en el mismo emplazamiento. Serán mejores, esperemos, o peores, crucemos los dedos, pero indiscutiblemente serán diferentes, imposible que no lo sean. Nos quedará el recuerdo de un abanico de noches bajo las estrellas y la duda razonable de si era necesario destruir algo que funcionaba (artística, social y económicamente) en aras a nuevas propuestas que todavía no sabemos lo que nos depararán. ¿No hay sitio para todos en una urbe como Barcelona?
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