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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Más incertidumbre de la que podemos gestionar

Tras la covid, nos golpea ahora una guerra en el corazón de Europa y contenemos el aliento con alguien como Putin en la sala de mandos donde se encuentra el botón nuclear

Una mujer muestra su desconsuelo después de que la finca donde vivía en Kiev fuera bombardeada.
Una mujer muestra su desconsuelo después de que la finca donde vivía en Kiev fuera bombardeada.
Milagros Pérez Oliva

Y cuando empezábamos a salir de la pandemia, vino la guerra. Tras dos años de emergencia, conforme las curvas del coronavirus caían, los indicadores de la recuperación subían. Estábamos remontando con algunos nubarrones en el horizonte como el precio de la energía y la crisis climática, cuando una guerra absurda e inesperada nos dejó clavados. Las ciudades destrozadas de Ucrania y el éxodo de refugiados borraron la pandemia de los telediarios. Y en menos de quince días, ya no es solo una guerra en Europa. Es una amenaza nuclear. Nuestra capacidad de asimilación es limitada y cada una de estas crisis ha ido minando nuestras seguridades interiores. Hemos pasado de un mundo previsible, lleno de optimismo y confianza en el futuro, a un mundo imprevisible, en el que se suceden los sustos y las amenazas.

La crisis financiera de 2008 nos hizo ver el error de pensar que los ciclos económicos eran cosa del pasado. Que el dominio de la macroeconomía podía modular el mundo a conveniencia. Muy pocos economistas vaticinaron el desastre y los pocos que lo hicieron quedaron sepultados abajo el aplastante dominio del pensamiento dominante. Pronto vimos que aquello era mucho más que una crisis financiera y que las herramientas con las que se gestionaba no hacían sino agravar sus consecuencias. Con esa crisis cayó también el mito de la invulnerabilidad de ciertas posiciones. La educación ya no era una coraza. Había arquitectos en las colas de Cáritas. El ejecutivo más exitoso podía verse de repente en la calle por una decisión tomada a miles de kilómetros. Si ellos estaban así, qué no sería de los de abajo.

El coronavirus nos hizo ver que las amenazas pueden venir de donde menos te esperas: un virus capaz de dar la vuelta al mundo y paralizar la economía en menos de dos meses. Y pueden ser tan rápidas, que nos dejan sin capacidad de reacción salvo encerrarnos en casa. Cinco millones de muertos. 100.000 en España. En esta nueva crisis aprendimos que el esquema del sálvese quien pueda aplicado en la crisis de 2008 no era la respuesta adecuada, y que la solidaridad y la cooperación eran mejor que la ley de la selva. Pero solo fuimos capaces de aplicarlo a medias. Intramuros. Las vacunas todavía no han llegado a los países pobres.

Ahora nos golpea una guerra en el corazón de Europa y todos contenemos el aliento ante el peligro que representa tener a alguien como Vladimir Putin en la sala de mandos donde se encuentra el botón nuclear. Una invasión con los esquemas del siglo XIX y la tecnología del XXI. Y el peligro de una escalada cuyas consecuencias no nos atrevemos a imaginar. La guerra de Siria nos pareció lejana, hasta que el cuerpo del pequeño Aylan ahogado en una playa nos hizo caer en la cuenta de que podía ser nuestro hijo. Con las imágenes que llegan de Kiev no es posible hacerse el avestruz. Podría ser Barcelona. O Madrid. O Milán. Acumulamos más incertidumbre de la que creemos que podemos gestionar. Pero no olvidemos aquel viejo aforismo: “Que Dios no te de todo lo que puedes llegar a soportar”.


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