Visiten el MNAC
De noche, los focos del museo y la fuente mágica de Carles Buïgas redimen la atormentada montaña de Montjuïc. Se han convertido en uno de los pocos atractivos auténticamente populares de Barcelona
El acrónimo MNAC (por Museu Nacional d’Art de Catalunya) es infelizmente malo de pronunciar. Luego el edificio, en la montaña de Montjuïc, es un horror, algo que ya se atrevió a decir Robert Hughes, crítico de arte y autor de Barcelona, uno de los libros más lúcidos sobre esta ciudad que se han escrito en el último medio siglo, aunque no sé si yo debería haber callado ahora mi deplorada opinión, quizás es que para hablar claro todavía hay que ser extranjero. Pero esa construcción es Remordimiento Español puro, genuino, insuperado. Además, subiendo, se ve mal, pues tiene delante las Quatre Columnes jónicas del arquitecto Puig i Cadafalch, alzadas en 1919, derribadas por la dictadura de Primo de Rivera en 1928 y restituidas más arriba en 2010 en homenaje a los patriotas catalanes. Ni se me ocurre pedir que las vuelvan a echar abajo, más bien sugeriría que las coronaran con las cuatro victorias aladas originariamente ideadas y nunca esculpidas. Puestos a hacer, acabemos aquello que un día empezamos en lugar de ir a vueltas y revueltas con nuestra Historia malherida por tanto derribo histórico. De noche, los focos del museo y la fuente mágica de Carles Buïgas redimen la atormentada montaña y se han convertido en uno de los pocos atractivos auténticamente populares de Barcelona.
Los avatares del museo en este último siglo incluyen la adquisición de la colección del industrial Lluís Plandiura, su inauguración oficial en noviembre de 1934, un mes largo después del desastre del Seis de Octubre, su división en dos museos después de la Guerra Civil, el legado de Cambó en 1949 y la reunificación de las colecciones y del museo mismo en los años noventa del siglo pasado. Sigue recibiendo donaciones y legados, como el de Antonio Gallardo hace cinco años, en 2016.
Es nuestra historia: visiten el museo, merece la pena, no se arredren por los casi doscientos escalones, que hay escaleras mecánicas. Luego la vista de la ciudad es espléndida en un día soleado de otoño.
El MNAC reúne una colección de frescos románicos única en el mundo. Fueron arrancados de sus, a veces muy modestas, iglesias pirenaicas hará un siglo, cuando los próceres locales quisieron acabar con la sangría que el tiempo y la venta de algunos de ellos a coleccionistas y museos extranjeros estaban produciendo.
Hoy, la Historia vuelve a oscilar y algunos ayuntamientos reclaman su devolución, que, dicen, pueden cuidarlos de sobra, pero no tengo opinión definida al respecto, probablemente también porque no soy extranjero, sino barcelonés, parte interesada al fin. Sin embargo, conviene conservar alguna ecuanimidad. El Museu conserva los restos de las pinturas de la Sala Capitular del Real Monasterio de Santa María de Sigena (Huesca). Ardieron en el verano de guerra de 1936 y la Generalitat rescató los restos, a instancias del arquitecto y arqueólogo Josep Gudiol. El incendio, una tragedia más de la Guerra Civil, fue causado por una columna miliciana anarquista procedente de Barcelona, acaso con la complicidad de gente de Sigena misma, ha dejado rescoldos en las relaciones entre Aragón y Catalunya y un rosario de pleitos sobre la propiedad de bastantes bienes histórico-artísticos procedentes del monasterio (por ejemplo, Sentencia del Pleno de la Sala Primera del Tribunal Supremo, 1/2021, de 13 de enero). Cómo resolver estas cuestiones ilustra bien la vieja verdad de que los museos enseñan más los ensueños de sus creadores y conservadores, la imagen congelada de su presente histórico que la preservación del pasado exhibido, de las obras de arte que atesoran. Mientras tanto, el visitante atónito ante las pinturas de los ábsides de Sant Climent y de Santa Maria de Taüll no puede dejar de pensar que, un siglo después de su traída a Barcelona, quizás puedan regresar allí algún día, eso también, agradecidas de la custodia secular por este buen museo bien gestionado y siempre cambiante.
Dicen que 20 es el número mágico del galerista de arte que ha de decidir colgar cuadros para su exhibición y venta en una exposición, ni muchos más, ni algunos menos. Este no es lugar para ofrecerles una lista, pero valgan tres recomendaciones: el Retorno del Bucentauro el Día de la Ascensión, de Antonio Canal, Canaletto, La Catedral de los Pobres, de Joaquim Mir y, ya por último, en la Sala de Grabados, podrán encontrar un ejemplar de la Gran Ola de Kanagawa, de Hokusai. Vayan, visiten el MNAC, o vuelvan a él y fórmense su propia idea de las colecciones. Sus propuestas valdrán más que las mías.
Pablo Salvador Coderch es catedrático emérito de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra
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