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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La tiranía de los plazos

Por culpa de los tiempos autoimpuestos, la mesa de diálogo, la primera que ejemplifica el reconocimiento del conflicto político por parte del Estado, va a discurrir como una secuencia de una película de Hitchcock

Manel Lucas Giralt

Uno de los elementos que contribuyó de manera decisiva a la precipitación y posterior estallido del procés entre 2015 y 2017 fue la condición temporal, el plazo mítico de los 18 meses para hacer efectiva la independencia. Anunciado con la prosopopeya y solemnidad marca de la casa, fue una soga al cuello que espoleó aún más las desconfianzas de todas las partes: cualquier duda o indecisión era sospechosa porque dificultaba el cumplimiento del plazo de entrega del Estado nuevo.

Hoy lo admiten muchos de los implicados, la amenaza permanente de la cuenta atrás impidió la reflexión serena. Y no sólo eso, el plazo de los 18 meses dejó en la memoria de una parte importante de la población ilusionada con el procés la idea de que la independencia es cuestión de corto plazo, que todo se resuelve en un santiamén, desintonizando Antena3 y sentándose todos en la E-15 a la altura de Ulldecona.

La amenaza de la cuenta atrás de los 18 meses para alcanzar la república catalana impidió la reflexión serena
La amenaza de la cuenta atrás de los 18 meses para alcanzar la república catalana impidió la reflexión serena

Se diría que aquellos dirigentes que vieron las consecuencias catastróficas de marcarse un deadline aprendieron la lección. Pero no. El president de la Generalitat Pere Aragonès sigue empeñado en apelar continuamente a los plazos. En su primera entrevista tras las vacaciones, en TV3, insinuó que antes del 2030 Cataluña podría ser independiente. Lo dijo medio improvisadamente, para esquivar una pregunta incómoda sobre los Juegos de Invierno (cualquier pregunta sobre ese proyecto es, necesariamente, incómoda). Pero acudió a los plazos, algo que sólo puede pasar factura y no aporta nada. Si imponer un plazo ya suele ser una trampa cuando la tiende el rival, ponerse uno mismo el temporizador en marcha es una estrategia terrible. En este caso, da argumentos tanto al españolismo rancio —”¡antes de nueve años!”— como al independentismo centrifugado —”¡nueve años aún!”.

Bueno, el proyecto olímpico depende de tantos factores, incluida la poco probable designación internacional, que el desliz puede resultar intrascendente. No así, en cambio, el otro plazo al que Aragonès aceptó someterse para lograr el apoyo de la CUP: esos dos años para hacer balance de la mesa de diálogo. Es probable que ERC aceptara la cláusula como una especie de patada hacia adelante, pero una vez firmada es como el reloj de las partidas de ajedrez, imponente e impuesto desde fuera.

Junts per Catalunya ya ha afirmado que no cree en los plazos. Tampoco cree en la mesa. Aunque va a participar. Se reserva el papel de aquel al que invitan a una cena y entra advirtiendo, “yo no tengo mucha hambre”. Si come, nadie se lo reprochará, y si no come y critica la comida, dirá que ya había avisado de antemano. Los líderes del partido puigdemontista han pasado el verano cuestionando el diálogo, desde Laura Borràs a Elsa Artadi, que este mismo lunes no le daba a la mesa de gobiernos más de una reunión de vida. El vicepresidente del Govern, Jordi Puigneró, tampoco se frena con su escepticismo. Apeló incluso a la carta de la unilateralidad como último recurso, algo que el independentismo más combativo suele aplaudir. Pero que lo diga Puigneró, que va a estar sentado en la mesa, es como si una vicepresidenta española recordara que, si las cosas no avanzan, siempre queda la opción de un nuevo 155. Es retórico, por supuesto, pero no ayuda. Sobre todo, porque da carnaza a los que miran desde el palco esperando el fracaso de la función, como aquellos vejetes de los Muppets.

Apelar a la unilateralidad es como si un político español recordara que siempre queda la opción de un nuevo 155
Apelar a la unilateralidad es como si un político español recordara que siempre queda la opción de un nuevo 155

“Hay tanta gente que quiere que la mesa fracase…”, dijo en la entrevista Pere Aragonès, y añadió, “nos hemos sentido un poco solos”. Está claro que las reuniones que arrancan a partir del 13 de septiembre son, hoy, una apuesta sobre todo de ERC, aunque también de Podemos y los comunes y, mucho menos, del PSOE. Pero cualquier diálogo o negociación siempre ha de contar con el ruido de los impacientes, los escépticos y los que tienen más a ganar con el fracaso que con el éxito. Que los avances parecerán poco a algunos y un exceso a otros y que va a costar convencer a una parte de la población de que esto es un duelo de impotencias en el que uno no podrá imponer el 100 % de su agenda ni el otro anularla completamente, precisamente a esa población a la que en su día se le dijo que esto era cosa de 18 meses.

Por culpa de la tiranía de los plazos autoimpuestos, la mesa de diálogo entre la Generalitat y el Gobierno central, la primera que ejemplifica el reconocimiento del conflicto político por parte del Estado, va a discurrir como una secuencia de una película de Alfred Hitchcock, en la vemos al protagonista corriendo hacia un objetivo, mientras el director interrumpe de vez en cuando el recorrido para mostrarnos el plano de un reloj, reforzando el audio del tic tac para multiplicar la sensación de premura e introducirnos la angustia en el cuerpo. Pero el diálogo político no es una película.


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