En la burbuja
Así nos han mantenido durante un largo año, en el que se consiguió evitar la propagación de la covid más allá de lo lejos que igualmente llegó. Y así ha sido como la imagen ha quedado grabada en nuestro subconsciente
La pandemia nos familiarizó con las burbujas. Sabíamos de su existencia, claro. Por cultura, tradición, juegos y vivencias. Observación y aprendizaje. Por sus múltiples acepciones y sus populares aplicaciones. Desde las económicas, generalmente dañinas cuando explotan, como la inmobiliaria, a las simpáticas vinculadas a algunas bebidas carbónicas o alcohólicas. Las de Freixenet nos mostraron su esplendor comercial durante muchas Navidades.
De vez en cuando nos llegaban noticias de niños burbuja o pacientes aislados por la gravedad de su afectación que no podían estar en contacto con nadie para evitarles contagios que les comportarían riesgos inasumibles por su precaria salud. Y se les instalaba en lo asimilado clínicamente como burbuja. Pero nunca nadie nos advirtió que nos considerarían a todos miembros de una de ellas y dividirían las sociedades en una gran cantidad de burbujas a partir de nuestros respectivos núcleos familiares. Y pasaríamos a movernos a semejanza de aquellas que se desplazan por una copa de cava sin rozarse, que tendrían como finalidad no permitir relacionarnos y que si así sucediera, cuidado porque la colisión podría acarrear desaparición.
Así nos han mantenido durante un largo año, en el que se consiguió evitar la propagación de la pandemia mucho más allá de lo lejos que igualmente llegó. Y así ha sido como la imagen ha quedado grabada en nuestro subconsciente sin atender al simbolismo que conlleva ni a la metáfora que representa. En la medida que quien estuviera fuera suponía el contagio y entrañaba el peligro, la tendencia seguida a rajatabla pasaba por alejarnos de nuestros contactos presenciales substituyéndolos por los telemáticos. En lógica, la falta de tacto, de relación y de intercambio de miradas entrañaba pérdida humana, vacío psicológico y empobrecimiento social.
La tendencia seguida a rajatabla pasaba por sustituir los contactos presenciales por los telemáticosLa tendencia seguida a rajatabla pasaba por sustituir los contactos presenciales por los telemáticos
Hacía tiempo que la segregación que han provocado las redes iba haciendo mella agrupando a colectivos por gustos y afinidades. Los algoritmos se añadieron para automatizarlo y las opiniones se fueron concentrando progresivamente entre quienes las compartían mientras rechazaban las discrepantes. Solo desde esta óptica se puede entender la facilidad con la que se ha ido despreciando al diferente, apartando al incómodo y alejando al contrario. Es así como se consiguen amplios movimientos compactos de protesta, plataformas reivindicativas que nunca antes hubieran sido atendidas e incluso tendenciosas selecciones laborales que acaban siendo víctimas de mensajes personales difundidos desde una sinceridad que supera el atrevimiento y alcanza la desfachatez. Ya vivíamos en burbujas elegidas cuando nos impusieron hacerlo en otras de condicionadas. Y si es cierto que su éxito pasa por la capacidad de movilización y su rápida atención pública, también lo es que su fracaso es la incomunicación entre opuestos excepto para insultarse o ridiculizarse. Si la razón está dentro de nuestra burbuja retroalimentada concluimos altivamente que no puede estar en la contraria.
Sobran ejemplos en todos los estratos sociales, económicos e ideológicos. Desde los vecinos que se niegan a aceptar una medida si la consideran impuesta y no consensuada, como pasa con los del barrio de Sant Andreu y la recogida selectiva de la basura puerta a puerta, a los colectivos de ciudadanos más amplios y transversales que se oponen a un indulto. Y entre ellos, aunque coincidan en el repudio, también les separan las pompas de sus razones según pertenezcan a la intolerancia vengativa o a la resistente. La división de la que se está recuperando Estados Unidos sería otro paradigma multitudinario y lamentable referente global en el que quedan seducidos los aspirantes a émulos europeos.
Advierte el presidente de Colombia que la revuelta que está sacudiendo a su país se va a extender a otros lugares del mundo. Es lo que tiene el efecto globalización, también en lo que a las protestas se refiere. Sucedió con las árabes hace diez años. Aunque los chilenos podrán replicarle que ellos fueron primero. Y si allí el detonante fue el aumento de las tarifas de transporte público, Atlántico arriba lo ha sido por la reforma fiscal. Es la economía, estúpido, clamaría el asesor de Bill Clinton. Medidas que repercuten en los bolsillos ciudadanos y se toman sin los consensos necesarios, que es lo que ahora admite Iván Duque cuando decía desde estas mismas páginas que lo buscaría más amplio.
Y todo esto nos lleva a una conclusión también reiterada hasta la saciedad retóricamente pero no a la práctica. La falta de debates a pesar de reclamarlos. Y confundir su demanda con la incapacidad de activarlos adecuadamente. Promoviendo, hablando, escuchando, interpelando, replicando, contrastando, cediendo, consensuando y pactando. En definitiva, convirtiendo el diálogo largamente reivindicado en lo que realmente es: la base del encuentro. No la suma de monólogos aislacionistas, que es lo que suele practicarse con esmero desde hace algunos años. Los mismos en los que nos íbamos adentrando en nuestras burbujas respectivas. Allí donde nuestras ideas viven a salvo de injerencias de quienes tienen otras.
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