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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Clase dirigente

ERC ha entregado la presidencia del Parlament a Laura Borràs y ha facilitado una mayoría de la Mesa en la que cinco de los siete miembros son independentistas

Paola Lo Cascio
Salvador Illa (izq.) y Pere Aragonès el 12 de marzo durante la sesión constitutiva del Parlament.
Salvador Illa (izq.) y Pere Aragonès el 12 de marzo durante la sesión constitutiva del Parlament.Quique García (EFE)

Ya ha pasado más de un mes desde las elecciones catalanas y todavía poco se sabe de cómo será el próximo Gobierno. A todas luces —y si no hay cambios de última hora—, solo parece saberse una cosa importante: seguirá habiendo un Ejecutivo votado únicamente por los partidos independentistas, probablemente presidido por ERC.

El intento llevado a cabo por los Comunes en los días sucesivos a las elecciones de proponer una fórmula viable para que hubiera una mayoría de izquierdas transversal a los bloques que entorpecen y envenenan la política catalana —con Pere Aragonés de presidente y el apoyo externo del PSC—, al menos de momento, no se ha podido materializar, básicamente por una opción consciente de ERC, que decidió, a pesar de la evidencia de la inoperancia y conflictividad de su relación con Junts, repetir la dinámica de pactos de la pasada legislatura.

Un acuerdo de izquierdas habría priorizado políticas de redistribución equitativas y habría marcado un antes y un después en las relaciones con Madrid

El acuerdo de izquierdas tenía varias virtudes: priorizaba las políticas de redistribución y desarrollo equitativo en un momento en el que hay que afrontar la crisis generada por la pandemia y acometer cambios decisivos en el tejido productivo; habría marcado un antes y un después en las relaciones institucionales entre la Generalitat y el Gobierno central, después de años de desencuentro; habría transmitido a la ciudadanía —profundamente hastiada por la situación política, como ha demostrado la alta abstención— que se estaba entrando en otra fase. Que tuviera motivos poderosos a favor, no quiere decir que fuera fácil. Tenía costes importantes tanto para los socialistas —que darían la presidencia a un partido independentista, habiendo ganado ellos las elecciones— como para los republicanos, que serían objeto (aún más) de toda clase de acusación de traición patriótica.

En conversaciones informales, tanto socialistas como republicanos admiten que sería bueno que hubiera colaboración entre las dos fuerzas —de la misma manera que está sucediendo en el Ayuntamiento de Barcelona y en el Congreso—, pero que de momento es demasiado pronto. Ojalá hubiera habido más valentía, especialmente por parte de Esquerra Republicana, que en definitiva era quien tenía margen de maniobra al respecto. Y ojalá la haya en el futuro.

Sin embargo, la construcción de la mayoría de Gobierno no es la única tarea importante después de unas elecciones. En una situación como la de Cataluña en estos momentos, ni siquiera parece la más importante.

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El ciclo empezado ahora hace casi 10 años, que tuvo su punto álgido en el octubre de 2017 y que literalmente ha malvivido desde entonces, ha llegado objetivamente a su fin. Se había cerrado incluso antes de que la pandemia hiciera sus estragos sanitarios y económicos e impusiera una agenda que ahora parece incuestionable. Como se vio, ello no quiere decir que el independentismo haya desparecido, pero sí que sus actores han diversificado sus propuestas. Una parte de ellos ha optado por mantener la confrontación, aunque con acentos diferentes, que va del irredentismo trumpista de Junts, a la movilización en la calle y en las instituciones de la CUP. En este escenario, ERC ha querido jugar la carta de la responsabilidad en la gestión y del diálogo como forma de responder al desasosiego de la ciudadanía —también de la independentista—, ante la polarización política e identitaria que ha degradado de forma muy significativa las instituciones catalanas. Electoralmente le fue bien, consolidándose por primera vez —aunque fuera por poco—, como la primera fuerza independentista y aspirando explícitamente a transformarse en la clase dirigente del país en la nueva fase.

Pactar con el PSC habría supuesto para Esquerra ser objeto (todavía más) de tota clase de acusación de traición patriótica

Y, sin embargo, parece ahora haber perdido la ocasión decisiva para consolidar esa senda. Los republicanos podían optar por una mayoría transversal en la elección de la presidencia del Parlament, para la cual había nombres y acuerdos posibles. Hubiera sido la señal de que las instituciones de autogobierno catalanas —más allá del legítimo programa de un gobierno— pueden volver a representar al conjunto de la ciudadanía. Al contrario, ERC ha entregado el cargo a Laura Borrás —que, además de tener pendiente un procedimiento por corrupción, ha hecho de la polarización su bandera— y ha facilitado una mayoría de la mesa en que cinco de los siete miembros son independentistas.

En Italia, en plena Guerra Fría, cuando la hegemonía democratacristiana era indiscutida y a los comunistas se les vetaba el acceso al Gobierno por imperativos de política internacional, desde los años 70 y durante más de dos décadas la presidencia de la cámara de los diputados recayó en diputados del PCI, desde Pietro Ingrao a Nilde Jotti. Ello hablaba de la fuerza de los comunistas italianos, sin duda. Pero, sobre todo, de la capacidad de la DC de ser clase dirigente.

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