La ineludible renovación democrática
Estamos en transición sin que los herederos de los protagonistas de entonces quieran reconocerlo, a pesar de que las señales se multiplican: la política no ha sido capaz de canalizar la cuestión catalana
La inercia política y social tiene una gran potencia de erosión y si las instituciones no se renuevan, los sistemas políticos se deterioran. Una de las absurdas herencias de la transición es el tabú de la reforma, como si, en el fondo, en los dos grandes partidos de antaño, el PSOE y el PP, hubiera la convicción de que todavía quedan fantasmas del pasado escondidos en las estructuras de poder y que es mejor no tocar nada. Por lo que pudiera pasar. Con lo cual, solo pueden conseguir que ciertos vicios se hagan crónicos. Esta actitud conservadora tiene como consecuencia que en un mundo acelerado vivimos con las mismas estructuras surgidas, hace cuarenta años, de los delicados equilibrios que se tuvieron que hacer para gestar una democracia desde una dictadura. Y los cambios aplazados más allá de lo razonable pasan factura.
Aunque PP y PSOE todavía se resistan a creerlo, el bipartidismo ya no existe. Por lo menos desde 2014 la lógica del régimen está ya en otra parte, porque lo que no se quiere modificar acaba transformándose igualmente. Desde aquel año, estamos en transición sin que los herederos de los protagonistas de entonces quieran reconocerlo, a pesar de que las señales de advertencia se multiplican: la política no ha sido capaz de canalizar la cuestión catalana; un presidente de gobierno, Mariano Rajoy, cayó por una moción de censura; Pedro Sánchez, un outsider, llegó al poder después de desafiar a los que se consideraban propietarios de su partido y de tumbar al último gobierno del bipartidismo; los actores con plaza en el parlamento se multiplican; demasiado a menudo dónde no llega la política llega el gobierno de las togas; y la monarquía vive horas lúgubres en un régimen marcado por la doble legitimidad: la aristocrática de la monarquía y la democrática de la presidencia del Gobierno. Si los gobernantes no se anticipan, es la realidad la que marca el camino.
Ahora mismo, mientras la izquierda ensaya con lógicas dificultades el primer gobierno de coalición (algo que es usual en la mayoría de las democracias pero que parece un sacrilegio por estas tierras), la derecha afronta una crisis que pueda cambiar por completo las relaciones de fuerzas en su interior y no precisamente para bien. El PP se creyó intocable e inmutable (enchufado en la cultura de un régimen a dos en que todos los demás eran satélites insignificantes) y de pronto se encuentra al borde del abismo. Se habla incluso ya de refundación: de cambio de siglas y de sede, convertida la actual de la calle Génova en símbolo de la corrupción estructural.
¿De qué es víctima el PP? De la prepotencia de los que consideran que tienen el monopolio del poder y todo les está permitido y de la incapacidad de renovarse. Cuando se descubrieron las tramas que habían podrido las estructuras por dentro, nadie quiso asumir la responsabilidad. Y por esa razón cayó Rajoy. El partido encumbró a Casado que ahora se encuentra atrapado entre el carrusel judicial de la corrupción y un alarmante desplazamiento del electorado conservador hacia la extrema derecha. La reacción de Casado sigue siendo la de los viejos tiempos: no va con él. Y, sin embargo, creció en aquel medio, contó con padrinazgos y complicidades y fue un sector del viejo PP, el de Dolores de Cospedal, el que le aupó. Y no puede desentenderse de lo que heredó. Por eso es casi obsceno que de pronto critique la actuación del gobierno Rajoy en Cataluña el 1-0, ¿por qué no lo hizo entonces?, o que intente poner cortafuegos entre él y la dirección anterior, como si hubiese caído del cielo. Instalándose en la cultura de la irresponsabilidad él mismo se está inhabilitando para liderar una metamorfosis del partido.
El mapa social ha cambiado, los dirigentes políticos no han querido darse cuenta y las mutaciones que surgen de la realidad les están pillando. Hoy he puesto el ejemplo del PP. Pero no es el único, a la izquierda se le están escapando sectores de las clases populares a los que no ha sabido atender y que creen que pueden encontrar protección en los delirios de la extrema derecha. Ante la debacle de la derecha, el gobierno reformista actual tiene una oportunidad. En vez de perderse en debates sobre homologaciones abstractas de calidad democrática, actuar, y no sólo prometer, en el terreno de las reformas imprescindibles que el régimen necesita. El conservadurismo constitucional ya no da más de sí: nos lleva al atolladero.
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