Operación Navidad en Villa Clavellina
Los familiares copan el horario de visitas y la residencia, en Barcelona, organiza actividades para a hacer más llevadera las primeras fiestas navideñas bajo una pandemia
A Remei le toca un papel difícil. Es mediodía previo a la Nochebuena. “Tengo que leer las plegarias, y me había preparado muy bien el texto, pero ahora me lo han cambiado”, dice nerviosa con el libro entre las manos. De pronto se acuerda: “Xesca no bajará. Le he dicho que se lo dedico a ella y a su familia”. “Me hace mucha ilusión”, aclara, por si quedaba alguna duda. Por la tarde, después de la misa, en la residencia Vila Clavellina, en Premià de Mar, toca hacer cagar al tió, y después, cena. El día viene cargadito, pero todo es poco para estos abuelos que se disponen a celebrar la Navidad tras nueve meses de pandemia.
El centro ha organizado actividades para hacer más llevadero el tener que pasar las fiestas en las residencias. Con el aumento de contagios en Cataluña, la Generalitat ha recomendado “intensamente” que no se produzcan salidas. En este centro, ningún usuario irá a pasar ni unas horas ni unos días con la familia. “Algunas familias querían, pero los propios residentes no tienen tantas ganas, porque saben que al volver tendrían que hacer una semana de aislamiento. Están animados, estos días reciben muchas visitas, y saben que esta Navidad es muy diferente, pero que el domingo empezarán a llegar las vacunas, y esto es como si nos hubiese tocado la lotería”, explica Patricia Navarro, la directora del centro, gestionado por la empresa L’Onada.
Es la primera misa que se celebra en el centro desde febrero. Las primeras palabras del cura confirman la prudencia necesaria: “Desde el último día que nos vimos, muchos de nuestros hermanos están ya en el cielo, pero todavía están con nosotros”. Lo que ha ocurrido en las residencias de gente mayor —también en esta residencia, de 123 usuarios y más de 130 trabajadores, que fue intervenida por la Generalitat y tuvo que cambiar de empresa gestora— es tan duro, que casi nadie habla directamente de ello. Pero como ya le ocurrió a esta generación de la guerra y la postguerra, las vivencias importantes quedan imprimidas en la mirada, los gestos o las expresiones.
En la peluquería del centro, Anna está envuelta en rulos. “Bueno, algún día se tiene que acabar esto”, dice sin que nadie se lo haya preguntado, a modo de despedida, como si se hubiese convertido ya en una nueva frase hecha. En el jardín, algunos familiares aprovechan la media hora que tienen de visita dos veces a la semana. “Este año va a ser muy diferente, pero hay que hacer un esfuerzo”, dice un familiar, que con su hermano y las hijas visitan a la abuela, Carmen, que está sentada a dos metros de distancia. “Pues si le damos todos una patacada, se va”, dice ella. “Pero el bicho es muy listo, con lo que la ha liado”, apunta una nieta. Más lejos, una familia vestida con equipos de protección individual conversa de forma más cercana con una usuaria que tiene un alto grado de dependencia. “Las familias se están implicando mucho, con visitas, regalos...”, explica la subdirectora, Cristina Jiménez.
Los residentes están divididos en grupos de 10, y no tienen contacto con nadie más. Una de estas burbujas, formada por ancianos con más dependientes, ya está haciendo cagar el tió. Hay ambiente: mientras Manuela y Joan le dan con el bastón, Carmen canta la canción. Lola, al principio, no quiere saber nada del asunto, pero cuando le dan el regalo (un collar y un pintalabios) le cambia la cara. Miguel, aunque tiene Alzheimer, es el más enérgico de todos y se nota que en el pasado dirigía el cotarro. De pronto da unas palmadas y se dirige a los periodistas: “¿Ustedes tienen dónde cenar esta noche? Para el grupo sería un particular éxito si se quedaran con nosotros”. Y se dirige a la gerocultora: “¿Has oído nena? Estos empleados cenarán aquí. ¡Hay que celebrar!”.
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