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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ricos, poderosos y clandestinos

El fallo democrático del ‘procés’ es múltiple, pero su elemento más escandaloso es el Estado Mayor, por la opacidad y la clandestinidad que le ha rodeado

Lluís Bassets
Carles Puigdemont, en el Palau de la Generalitat en octubre de 2017.
Carles Puigdemont, en el Palau de la Generalitat en octubre de 2017.ALBERT GARCIA

No hay putsch ni revolución sin un Estado Mayor. Normalmente clandestino. Es el que garantiza la logística del cambio de régimen. En algunos casos también es el que toma las decisiones y nombra a quienes deben dar la cara, con independencia del papel que jueguen los políticos que se mueven en la legalidad del régimen que hay que derribar.

El proceso independentista también ha contado con su Estado Mayor. Sabemos muy poco de sus características, su composición exacta, su sistema de trabajo, su relación con los partidos y con el Gobierno catalán. Ni siquiera sabemos si todavía sigue reuniéndose y trabajando para obtener sus objetivos.

Es una auténtica anomalía democrática. Un caso de ocultamiento a los ciudadanos de una información esencial. Especialmente porque las condiciones de libertades públicas en las que se lanzó el proceso independentista son difícilmente mejorables. Desde un gobierno legalmente constituido. Con una policía propia. Con presupuestos y medios de todo tipo, especialmente de comunicación. Con una radio y una televisión directamente gubernamentales y unos medios privados generosamente subvencionados.

Y a pesar de todo, ha habido una intensa y eficaz dirección clandestina, cuyo alcance desconocemos. Cataluña no es Xing Jiang o Palestina, ni siquiera Hong Kong o Bielorrusia. Conducir un proceso político democrático desde la clandestinidad en tales condiciones, en un país occidental, perfectamente reconocido e integrado en las instituciones internacionales, solo puede ser un desatino surgido de mentalidades arcaicas y decimonónicas, quizás bakuninistas o leninistas, miméticas en todo caso respecto a los ya desaparecidos movimientos de liberación nacional en África o Asia.

La realidad es que la promesa de emprender un proceso escrupulosamente democrático para conseguir la independencia de Cataluña solo ha comprometido a quienes se lo han creído. Nunca fue democrático, porque no fue legal ni constitucional, tal como la Comisión de Venecia del Consejo de Europa se ha encargado de recordar. No fue democrático porque no se respetaron los derechos de la minoría parlamentaria, para mayor vergüenza la que representaba la mayoría social. Y no fue ni es democrático porque la toma de decisiones políticas se realizó fuera de los cauces representativos y estatutarios, con total opacidad, por parte de un grupo de personas sin identificar que ni siquiera se habían presentado a las elecciones.

Hay en todo ello una deslealtad de difícil discusión por parte de quienes han organizado este Estado Mayor, y no tan solo en relación al conjunto de las instituciones del Estado constitucional, sino sobre todo en relación a los ciudadanos catalanes, obligados a someterse, unos con gusto —como es el caso de quienes han votado a estos partidos— y otros con indiferencia o disgusto, como es el resto de la ciudadanía. Parte de la anomalía democrática del Estado Mayor clandestino pertenece directamente a las debilidades del periodismo, que no lo ha contado.

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Sin periodismo de calidad, que observe, investigue, pregunte y explique a los ciudadanos las cuestiones importantes que les afectan no puede existir propiamente vida política democrática, sino meramente manipulación y propaganda. Buena parte del periodismo ha fallado estrepitosamente. Y cuando ha hecho su trabajo, ha sido con frecuencia señalado y castigado, desde el poder catalán y desde el pesado aparato de sus medios de propaganda.

El único argumento salvífico de ese Estado Mayor, en la línea del ensueño del juez Marchena o del farol de la exconsejera Ponsatí, es que su existencia era tan ficticia como iba a serlo luego la independencia y la república. Estas personas que participaron en reuniones informales del Gobierno en el Palau de la Generalitat en los momentos más cruciales se nos presentan como meros monitores de una especie de colonias de vacaciones organizadas bajo el rótulo del procés independentista. Según esta visión, era parte del engaño elevado al cubo con el que se arrastró a cientos de miles de personas en pos de la quimera independentista y se intentó convencer a todos de la seriedad del cambio de régimen que se proponía.

De las conversaciones telefónicas entre los miembros del Estado Mayor grabadas por la Guardia Civil surgen varios motivos de preocupación. Uno de ellos tuvo una intensa actividad de contactos en Rusia. Este individuo es el que especuló sobre los muertos que se necesitan para que el procés triunfara: los cifra en un centenar. También sabemos de los negocios, recalificaciones y presiones informales ejercidas por unos y otros aprovechando la autoridad de su pertenencia al Estado Mayor. Si no convencen las indagaciones de la policía y del juez, quizás sería interesante que fuera el Parlament, o su diputación permanente cuando se disuelva, quien se ocupara del caso.

Un cierto optimismo periodístico considera que la historia no admite secretos y todo terminará sabiéndose. Una parte ya la sabemos, y no exactamente gracias al periodismo. Tratándose de política y negocios en Cataluña, como es el caso, hay que regresar a la durísima frase de Agustí Calvet, Gaziel, en sus imprescindibles Meditacions en el desert, referidas a la Lliga de Cambó, tan adecuadas ahora para nuestro caso: “Todos, absolutamente todos —como si el destino les hubiera cortado con un patrón único— han terminado igual: políticamente no han dejado nada; económicamente, todos se han hecho ricos”.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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