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Enterradores en pandemia, el peor año de sus vidas

Los trabajadores de los cementerios de Barcelona recuerdan como la pasada primavera realizaron incineraciones durante 40 días de forma ininterrumpida

Ramon Elies Hernandez (51 anos), sepulturero del cementerio de Montjuïc.
Ramon Elies Hernandez (51 anos), sepulturero del cementerio de Montjuïc.Albert Garcia (EL PAÍS)
Alfonso L. Congostrina

“Para trabajar aquí tienes que estar psicológicamente muy bien amueblado. Hay entierros muy duros. Niños, accidentes, padres que dejan huérfanos muy pequeños... Te tienes que endurecer porque tampoco es justo llegar a casa y descargar con tu familia todo por lo que pasas aquí”, explica Ramón Elies. Tiene 51 años y lleva 16 trabajando como enterrador en los cementerios de Barcelona. Habla poco de un empleo por el que sus conocidos solo preguntan buscando el “morbo”. Solo él, y sus compañeros, saben lo que soportó en primavera el último eslabón de la cadena de los trabajadores esenciales con el aumento de la mortalidad más grave que recuerdan en los nueve cementerios de la capital catalana.

“En el invierno de 2002 hubo un pico de mortalidad y en el verano de 2005, otro. Ambos de pocos días. Algo como lo que pasó la pasada primavera es inaudito”, remarca Juan Manuel Aparicio, el director de servicios de Cementerios de Barcelona. “En abril hubo días con casi 80 incineraciones y 70 inhumaciones cuando la media es 26 incineraciones y otras tantas inhumaciones. Fueron días muy duros en los que se llegó a restringir el acceso a los cementerios. Incluso cuando permitíamos a tres personas acompañar unos minutos al ataúd, había familias que no venían. Habían estado en contacto con el fallecido. Estaban enfermos o en cuarentena. No se pudieron despedir”, lamenta Aparicio.

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“El pico de la pandemia fue muy fuerte. No sé cómo lo hicimos pero trabajamos en un perfecto engranaje. Hubo entierros duros, con solo tres personas que la última vez que vieron a su madre, padre, hermana, fue al dejarlos en el hospital. Intentas apartar las emociones porque, si no, saldrías muy mal de aquí”, lamenta Elies. Según el Govern, desde el inicio de la pandemia, en Cataluña han fallecido más de 14.000 personas con covid-19 o síntomas compatibles con la enfermedad.

David Benavent tiene 45 años. Lleva nueve trabajando en el cementerio después de que la anterior crisis le expulsara de su empleo en la construcción. Benavent es uno de los operarios de los cuatro crematorios, también del horno portátil que alquiló el Consistorio en el peor momento de la pandemia y que continúa activo entre dos calles de nichos del cementerio de Montjuïc. Sabe perfectamente cuáles son los tiempos que se necesitan para incinerar un cuerpo y reconoce que la infraestructura estuvo a punto de colapsar durante la pandemia. El operario conoce de forma mecánica el protocolo a seguir en cada incineración. Con cada difunto llega una documentación donde “en las observaciones” aparecen el motivo de la muerte. La más habitual es la que remarca si el fallecido tiene o no marcapasos —son aparatos incompatibles con los hornos—, pero en abril fueron centenares los ataúdes que llegaron a los hornos acompañados de una documentación que detallaba: “Infección covid”.

La operativa que sigue Benavent es siempre la misma. Los hornos tienen que alcanzar una temperatura de 860 grados y, a partir de aquí, puede empezar a incinerar. Con cada ataúd se introduce una piedra ignífuga donde aparece un número de identificación de cada difunto. Cada cuerpo tarda mínimo una hora —depende de las características de cada persona— en incinerar. A partir de aquí, comienza un proceso de enfriamiento y adecuación de las cenizas hasta que se entregan dentro de una urna a las familias. “Lo normal es incinerar 25 cuerpos diarios, pero en primavera llegamos a triplicar ese número. Los hornos estuvieron encendidos 24 horas", advierte el operario.

“Intentas apartar las emociones; si no saldrías muy mal de aquí”, dice Elies

Aparicio admite: “Lo pudimos hacer, pero sabemos que a partir del centenar de difuntos en un mismo día es muy difícil de gestionar. En plena pandemia tuvimos 40 días los hornos encendidos continuamente”. Aparicio destaca que en Barcelona contaron con ventajas respecto a otros cementerios: “Tuvimos equipos de protección individual desde el primer momento porque Montjuïc fue el cementerio al que se asignó, en 2014, el protocolo de fallecidos de ébola en Cataluña. Un protocolo que jamás habíamos activado, pero gracias al cual teníamos un material que en primavera escaseaba. También tuvimos un margen de maniobra para estructurarnos, ya que la situación no era tan grave como en Madrid y aprendimos rápido”. Cementerios compró una veintena de carros para transportar ataúdes y lograron que el proveedor de urnas no dejara de suministrarles.

Benavent, el operario del horno, asegura que tanto él como sus compañeros todavía están sorprendidos del poco reconocimiento de la ciudadanía hacia su trabajo durante la pandemia: “Nos sentimos olvidados”. Elies comparte esa sensación, pero asegura que hoy, en las puertas de una segunda ola, son mucho más sabios en su trabajo y están preparados para afrontar “lo que venga”.

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