El silencio de los intelectuales
El peor balance del 'procés': la ruina en que se encuentra la opinión pública, la indiferencia con la que los ciudadanos aceptan la decadencia y la derrota de los hechos devorados por la ferocidad de los improperios
Cada día descubrimos nuevas paradojas del independentismo catalán. Su carácter de movimiento tardío respecto a la época de los nacionalismos ha sido señalado incluso por sus teóricos. Es difícil no entender como un anacronismo la apelación a la formación de un Estado propio e independiente en el momento de la mayor integración supranacional o la pretendida recuperación de soberanía en el punto álgido de su transferencia o su mutualización. La paradoja ha sido el progresivo descubrimiento de su vanguardismo populista, reconocido incluso en sus propias filas entre las cabezas con mayor capacidad autocrítica.
El populismo del procés, denegado inicialmente por sus dirigentes, tiene un doble enraizamiento en la derecha y en la izquierda, circunstancia que no tiene efectos neutralizadores sino todo lo contrario, lo convierte en un nacionalpopulismo doblemente reforzado. Enlaza con los nacionalismos iliberales tipo Orban, Trump, Kaczynski y Johnson, pero tiene profundas afinidades con las izquierdas alternativas de las que Podemos, ahora en el poder, es el ejemplo más exitoso. El último ejemplo de las afinidades con ambos populismos nos lo ha revelado la polémica carta de los 150 intelectuales americanos en favor de la libertad de expresión y del pluralismo cultural y político.
También en esta cuestión la Cataluña contemporánea se ha situado, desgraciadamente, en la vanguardia. Basta con leer el texto, publicado por la revista Harper’s, para percibir que todo lo que en él se cuenta sobre la pérdida de pluralismo y de tolerancia por parte de la sociedad estadounidense puede leerse en clave catalana respecto a los diez últimos años de vida política y cultural. También en la cultura de la cancelación hemos sido pioneros.
Basta solo uno de los párrafos del manifiesto para argumentar hasta qué punto el independentismo ha triunfado en la eliminación de las voces discordantes en razón de un pensamiento políticamente correcto que asigna al soberanismo el carácter de dogma catalán y democrático: “Esta atmósfera sofocante dañará al final las causas más importantes de nuestra época. La restricción del debate, ya sea por parte de un gobierno represivo o de una sociedad intolerante, invariablemente perjudica a quienes carecen de poder y hace que todo seamos menos capaces de participar democráticamente. La forma de derrotar las ideas perniciosas es con la exposición, la discusión y la persuasión, no con el silencio o la marginación”.
La proeza uniformista no ha sido fácil, y ha requerido no pocos recursos, también presupuestarios. Las ideas, como las voluntades, pueden comprarse. Mucho se ha invertido en estos años. También recursos privados conducidos por la mano del poder soberanista en la misma dirección que sus recursos públicos. La partida ha sido desigual, con un jugador atado de pies y manos. Nada hizo el gobierno del expresidente Mariano Rajoy y todo su entorno empresarial y mediático para cambiar, y en cierta forma era bien natural que desde un nacionalismo de signo contrario se plantearan las cosas como solo les conviene a los nacionalistas, no como convenía al pluralismo de la sociedad y a la libertad de todos. Al final, todo el dinero invertido contra el procés también ha favorecido al procés, porque ha construido los adversarios perfectos que necesitaban los independentistas. Perfectos no para alcanzar la independencia, claro está, pero sí para reducir el pluralismo a cenizas y convertir toda Cataluña al unanimismo.
El resultado es el silencio de los intelectuales catalanes, tan sobria y precisamente descrito por Jordi Amat en La conjura de los irresponsables (Anagrama) a partir de la foto de un grupo de notables pensadores que aclamaban a Artur Mas en la plaza de Sant Jaume a su vuelta del encuentro fracasado con Mariano Rajoy en setiembre de 2012. Esa sí que es una estampa histórica, en la que se escenifica la conversión de la generación del compromiso en la generación de la unanimidad y de la comodidad.
Unos se han convertido con descaro, pasando del internacionalismo leninista al nacionalismo étnico. Otros lo han hecho con mayor discreción, en una inversión ideológica de su aguda y hemipléjica capacidad crítica, antaño dirigida solo al pujolismo y de pronto dirigida en dirección contraria solo a los gobiernos de Madrid, sean estos socialistas o populares. Algunos hicieron gestos críticos iniciales y se replegaron escarmentados en cuanto recibieron el primer palmetazo en los nudos de la mano. Otros, finalmente, los más probablemente, se han callado y se han dedicado a sus cosas, justamente disgustados con unos y con otros, y desgraciadamente descomprometidos con los asuntos públicos de su país, Cataluña, y de sus instituciones de autogobierno.
No es mi pretensión discutir la solidez de las razones independentistas, ni su arraigo social y electoral, ni su motivación enraizada en la historia o motivada por la política reciente, incluidas las resoluciones judiciales. Todo esto se da por hecho. Estoy solo exponiendo la lamentable realidad de una opinión pública homogénea y restringida, capaz de expresarse con soltura en la división de un enfrentamiento entre nacionalismos —catalán y español— pero con aversión a los matices, a las posiciones intermedias y, finalmente, a la auténtica democracia deliberativa, la flor más delicada que solo florece y fructifica en un clima de libertad auténtica y de respeto mutuo entre los ciudadanos.
Este es el peor balance del procés: la ruina en que se encuentra la opinión pública catalana, la disminución de la conciencia crítica de sus silenciosos intelectuales, el deterioro de sus medios de cultura y comunicación, el alarmante peso de las falsas noticias sobre el mundo y sobre nuestra historia disfrazadas de malas excusas sobre los relatos y los marcos conceptuales, la indiferencia con que los ciudadanos aceptan una decadencia con la que algunos pretenden disfrazar todavía al muñeco de su fracaso político y, en definitiva, la derrota de los hechos devorados por la ferocidad de los improperios.
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