La política infantil
A mediados de marzo al Gobierno se le habían cambiado las preguntas y, como es obvio, no tenía preparadas las respuestas. Estaba ocupado en otras cosas
Una amiga me soltó el otro día: “¿Recuerdas que hace muy pocos meses el gran debate de la política española era dónde debían reposar definitivamente los restos de Franco? A la vista de lo que está pasando, ¿no crees que los políticos deberían preocuparse de cosas serias, de aquello que importa para el bienestar de los ciudadanos y dejarse de bobadas?”.
Naturalmente le di toda la razón, no podía ser de otra manera. Y añadí: “Te acuerdas tú que en el Consejo de Ministros del martes 3 de marzo se discutía sobre el contenido del proyecto de ley de igualdad que ineludiblemente debía aprobarse aquel día para ser exhibido como trofeo el domingo siguiente en las manifestaciones del Día de la Mujer?”. El siguiente Consejo de Ministros, el martes 10 de marzo, las preocupaciones habían cambiado radicalmente, solo se habló de la pandemia, de cómo hacer frente a la situación más crítica de las últimas décadas.
Al Gobierno se le habían cambiado las preguntas y, como es obvio, no tenía preparadas las respuestas. Estaba ocupado en otras cosas. Empezaba a vivir en la nueva realidad.
La política se ha infantilizado, a veces parece un juego entre pandillas de niños durante las vacaciones de verano. La ignorancia y, sobre todo, la frivolidad campan por sus respetos, sin miramiento alguno. Lo que preocupa es la imagen, la comunicación, dar con un buen titular, ser el trending topic de las mañanas, escribir ingeniosos tuits. No hay que preocuparse de los problemas de fondo, no hay que prever nada a largo plazo, así no se ganan las elecciones, lo importante es el aquí te pillo, aquí te mato. Con eso basta y sobra.
Y así nos va. Y no es solo en España. Algo sucede en nuestra cultura, quizás con tanto mail no hay tiempo para leer, quizás en las escuelas no se enseña nada porque los maestros piensan que todo está en Google, quizás a los profesores de universidad se les exige más cantidad de páginas que profundidad de ideas, quizás se ven más series que películas de verdad, aquellas que ibas a ver solo por el nombre del director. No sé, quizás soy un hombre del siglo pasado...
Estas consideraciones me han hecho retroceder unos años, pocos, hasta 2015, cuando Ada Colau fue elegida alcaldesa de Barcelona. Recuerdo que unos días antes de tomar posesión aseguró con total seriedad que haría cumplir las leyes, pero solo las buenas leyes. Me asusté, una alcaldesa elegida en un país democrático pronunciaba unas palabras que significaban, ni más ni menos, saltarse el Estado de derecho y retroceder a épocas pasadas, a las de los reyes absolutos.
Pero no me asusté porque pensara que ello iba a suceder, tenemos mecanismos suficientes para oponernos a toda vuelta al despotismo. Me asusté porque pensé –con acierto, como he comprobado después– que nuestra alcaldesa no conoce los más básicos fundamentos de nuestra democracia. Los poderes seleccionan las leyes que les parecen buenas y las aplican pero rechazan aplicar las malas. El poder no está en las leyes elaboradas por los representantes del pueblo. Así pues, no estamos gobernados por las leyes sino por hombres, autoridades, que no están limitadas por el derecho.
La señora Colau nos ha dado después muchas pruebas de desprecio al derecho y en numerosas ocasiones el municipio ha debido indemnizar a los ciudadanos perjudicados. La última genialidad de nuestra munícipe ha sido relativa al turismo. Ya saben ustedes de la turismofobia existente desde hace unos años, parecía que el turismo era un mal y había que frenarlo. Lo decían incluso aquellos que en vacaciones se iban de turistas a otras partes del mundo. Ahora estamos haciendo rogativas para que vengan turistas como antes las hacían los campesinos para que vinieran las lluvias.
Pues bien, en ese contexto, nuestra alcaldesa, en amplias declaraciones a Le Monde, ha efectuado la siguiente consideración: “Nosotros queremos reorientar el turismo de manera que resulte más equilibrado y duradero, repartido a lo largo del año, más cultural y familiar”. Pero ya me explicará Colau como se hace eso. ¿Fijando cupos para que se repartan las épocas del año?, ¿examinándolos de cultura general?, ¿comprobando que los que vienen están acompañados de su familia?, ¿prohibiendo que estén menos de una semana para que sea duradero?, ¿o 15 días? ¡Ay, Dios! De momento roguemos que vengan.
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho constitucional.
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