El peor de los rebrotes
La pandemia nos deja muchas lecciones, pero no creo que sirvan de nada que no sea constatar el próximo y más letal de los rebrotes. El del neoliberalismo
La llamada gripe asiática dejó en 1957 unos cuatro millones de muertos. Eso nos dicen las hemerotecas. También nos dicen que de 1968 a 1970 la llamada gripe de Hong Kong parece que dejó una cifra parecida. La pandemia que estamos padeciendo ahora, la covid-19, hasta el día 15 de este mes ha dejado una cantidad de fallecidos en todo el mundo de 400.000 y pico. Comparado con el número de víctimas de pandemias parecidas de las décadas citadas más arriba, las de ahora nos suenan a una nimiedad. Pero si no las comparamos con nada, que es como debería ser desde el punto de vista estrictamente humano, si solo atendemos a las personas que mueren ahora mismo o lo han hecho hace solo unas semanas o unos días, esas cifras en sí claro que son terribles. Por eso creo que se merecen un homenaje, porque si algo puede (o debería) cambiar después de esto, es el comportamiento futuro de los que vivimos en este planeta.
Sin embargo, creo que convendría ser lo más realistas posible y temer que las personas, después de esta devastadora crisis sanitaria, no seamos mejores que antes. Con que no seamos peores ya me daría con un canto en los dientes. Remontémonos a algunos hechos históricos y veremos que no hubo manera que escarmentáramos. Por ejemplo, en la Primera Guerra Mundial hubo, entre soldados y civiles muertos, unos 15 millones, además de los heridos y lisiados para siempre. Pues bien, cuando lo esperable era que como mínimo pasaran generaciones antes de otra conflagración de similar calibre (ya que parece que de las guerras no nos libraremos nunca), resultó que apenas dos décadas más tarde (con personas que fueron soldados en la Primera Guerra Mundial y oficiales en la Segunda) se produce otra de dimensiones más dantescas. Entre 60 y 65 millones de personas murieron en apenas cinco años de guerra. Ya ven que es difícil creer en las deseadas experiencias aleccionadoras de la historia. Jóvenes llenos de ímpetu guerrero que participaron en la guerra del 1914 tuvieron padres y familiares cercanos que estuvieron en las guerras de Crimea o en la franco-prusiana de 1870. Así y todo, acudieron urgentemente a las carnicerías que los esperaban. Pues eso es como para tener poca esperanza de recomponernos para bien, al otro lado del paisaje después de la batalla. Ya lo había predicho Keynes (el mismo que en la crisis del 1929 conminó a los gobiernos a imprimir dinero y crear obra pública), que el mercado debe servir al hombre y no el hombre al mercado. Tal vez aquí radica nuestro pecado original, la madre de todas las guerras y las pandemias que no se pudieron prevenir porque el mercado es como es, codicioso e inhumano.
Los tres meses de pandemia arrojaron cifras inesperadas. El parón industrial, con todo lo que conlleva de nocivo para la economía, la macro y la micro, permitió sin embargo una drástica reducción de los gases que contaminan la atmósfera planetaria. Es tanta esa reducción que uno se pregunta si no sería óptimo para la conservación de los imprescindibles ecosistemas que paralizáramos el planeta durante un mes al año, darnos unas vacaciones encerrados en casa leyendo o viendo series, evitando coger coches, aviones, no hacer cruceros (yo el primero). Hoy leo en este mismo diario que una investigadora nos alerta de cómo la contaminación afecta a nuestra inteligencia. (Una adolescente sueca de 17 años ya nos lo dijo, el cambio ha de ser ahora, ya mismo, mañana será demasiado tarde). No es otro beneficio menor que nos trajo la pandemia, la disminución de la contaminación acústica. Barcelona goza del nada meritorio galardón de ser la ciudad más ruidosa de Europa. En menos que canta un gallo tienes montado en la esquina de tu casa en verano un bailongo organizado por la asociación de vecinos de tu barrio, con música hasta las tantas de la madrugada. Los ruidos de las motos, verdaderamente escandolosos, y aún más cuando observas que la policía municipal que los ve y los oye no les impone ninguna sanción. Ayer mismo pude observar alarmado cómo no había ninguna relación entre la discretísima actividad comercial en la calle y la cifra tan alta de coches circulando.
La pandemia nos deja estas enseñanzas que no deberíamos despreciar, aunque tengo mis serias dudas de que nos sirva para algo que no sea constatar el próximo y más letal de los rebrotes. El del neoliberalismo.
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