Comestibles y chuetas
El negocio de los suministros de la alimentación en los pueblos era casi un monopolio de tenderos y mayoristas descendentes de judíos conversos
Las tiendas de comestibles eran únicas, populares, conocidas por su marca, el apodo del clan, sin apellidos, como el común de la gente. En cierta manera eran la organización del caos, un tumulto de productos que dejaba una procesión de olores, colores y sabores. Aquellos hitos de los alimentos de base eran un carrusel de imágenes de vértigo, volátiles. Había arenques de bota, saladas y metálicas, sacos de harina con un vaho dulzón, arroz y azúcar. Colgaban cadáveres de bacalao, ristras de ñoras y ajos. Existía un avituallamiento singular: ensaimadas de desayuno de domingo.
Abundaban fideos y pastas tradicionales, sin empaquetar -como casi todo-. El café en grano, torrefacto, de contrabandistas, al molerse gobernaba el ambiente. Patatas y más patatas, con cebollas noveles, plátanos en decadencia, naranjas y mandarinas de jardín. Sobrasada nueva y vieja con su potencia como el queso curado y butifarrones. Una formación de sacos abiertos sumaba una cordillera de muchas legumbres al uso: tres o cuatro variedades de judías, garbanzos, lentejas, habas, habas pelada. Frutos de la tierra.
Desde aquel desorden controlado nacían grandes y pequeños placeres habituales del menú de la población de ayer, dos generaciones atrás. En los colmados también vendían la comida de las palomas y de las gallinas, trigo, maíz y salvado que ahora enriquece el pan. Allí mesuraban el aceite y el vino a granel. En los estantes algún licor, membrillo y frutas confitadas. Y pocas latas de conserva, paté local. Todo salía en cesta de palmito envuelto en papel de estraza, un hito del reciclaje antes de su invento doctrinal,” buen peso” y la cuenta a lápiz.
En el Mediterráneo mallorquín, rural, urbano de pueblecito, aquel mercado abierto con calles estrechas, el acceso social a los comestibles era bien fácil, peatonal. A la vista y repetida quedaba una oferta plural, en tiendas y exhibición en la acera. No es un relato histórico ni una vindicación de la nostalgia alimentaria-gastronómica. Hace dos generaciones, en los años 70, aquel panorama de servicios empezó a menguar.
Las raíces comerciales de la ex comida doméstica eran rurales, campesinas y ultramarinas. El negocio de los suministros de la alimentación en los pueblas era casi un monopolio de tenderos chuetas, descendentes de los judíos conversos, endemismo mallorquín, con persecución histórica de escándalo.
En el corazón de un pueblo viejo y mediano, podías comprar víveres, frutas, pescados y conservas, en metros en ca sa Conquera, a can Truiol, a ca na Tendra, ca ses Grasses, cas Fidever, ca s’Oliera; can Benet, cas Petrer, cas Xesquet, ensaimadas y pasteles a ca Na Mosca; quesos a ca sa Morena; cuchillos y sartenes a caso Torner, ollas o siurells a ca m’ Aina Maria Biela ( ‘sa Reia d’ Oros’, madre de ‘el Negus’).
Los oficios y negocios fueron idénticos o semejantes, muchas de familias y apodos se extendieron, se repartieron en estrategias endogámicas desde la capital Palma, hacia los pueblos. Había un poder comecial chueta en Felanitx que lo reflejaba: Petrers, Murers, Truiols de cas Concos, Poblers.
Aquello que se explica ya no existe, no existirá. Pero aquellos protagonistas fueron actores centrales de la vida social y económica. Era clanes, familias establecidas y entrecruzadas, grupos y sagas locales reiterados y ligados en matrimonios y negocios.
Es, fue, una singularidad, que nació de una anomalía, una discriminación histórica y criminal, que con los siglos destapó el orgullo sin complejas de los descendientes de los perseguidos.
Ya no hay chuetas en ‘sus’ calles, solo resta una mínima memoria entre mayores y viejos insulares. Muchos libros y algunos documentales (en IB3, TVE y TV3) reflejan detalles a aquellos que padecieron y, además, tejieron una vigorosa red de negocios, con presencia estratégica a la trama urbana y comercial.
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