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PROTESTAS POR LA SITUACIÓN EN GAZA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Separar deporte y política, una mala idea

Durante días hemos visto un vano esfuerzo por aislar las protestas de la competición. La historia muestra que crear compartimentos estancos es un imposible, y conviene entender cómo se entremezclan para buscar respuestas

 El pelotón de la Vuelta a España, tras el parón de la carrera.
Borja Echevarría

La simbiosis entre deporte y política es tan antigua como, pongamos por ejemplo, aquel día en que un boxeador rebautizado Muhammad Ali se negó a acudir a la guerra de Vietnam en 1967, con las durísimas consecuencias que asumió: fue privado de licencia deportiva, y el que era por entonces el mejor peso pesado del mundo no volvió a pelear hasta tres años después. “Hemos estado en prisión por 400 años. No voy a viajar al otro lado del mundo para ayudar a asesinar y quemar a una nación pobre simplemente para continuar la dominación de los amos blancos sobre esclavos de piel oscura. El verdadero enemigo de mi gente está aquí”, dijo entonces Ali.

O como cuando, un año después, otros dos atletas negros, Tommie Smith y John Carlos, se subieron a un podio en la ciudad de México con el puño en alto enfundado en un guante, mientras sonaba el himno estadounidense. La protesta, de nuevo, tenía de fondo la defensa de los derechos humanos, en su caso con un fuerte componente racial, y el escenario no podía ser más relevante dentro del ámbito deportivo: un podio en unos Juegos Olímpicos. Smith y Carlos pagaron durante años su afrenta al establishment político y deportivo, pero el gesto quedó como uno de los grandes símbolos de resistencia.

Podríamos seguir y seguir, recordando caminos tan distintos como un Jesse Owens desafiando en la pista de atletismo al mismísimo Hitler, el boicot de Estados Unidos a los Juegos de Moscú en 1980 o las sanciones deportivas a Rusia por su guerra contra Ucrania; Colin Kaepernick rodilla al suelo o LeBron James liderando las protestas de Black Lives Matter; historias terribles, como el atentado de Septiembre Negro en los Juegos de Múnich contra la delegación israelí, o historias maravillosas, como el Mundial de rugby de 1995 en Sudáfrica, un momento crucial en la reconciliación entre la mayoría negra y la minoría blanca con Nelson Mandela en el centro de la trama. En unas ocasiones han sido individuos quienes han sacrificado sus carreras por defender lo que creían justo, y en otras el impulso, la presión, ha llegado de Gobiernos o de movimientos ciudadanos que conseguían inocularse en los espectáculos deportivos, plataformas de una visibilidad casi insuperable.

Estos días hemos visto de nuevo cómo deporte y política, deporte y derechos humanos, se tocaban, se fundían, con un vano esfuerzo por separarlos y considerarlos compartimentos estancos. Lo hemos visto en los deportistas―no todos: el mismísimo ganador de la Vuelta, Jonas Vingegaard, mostró su respeto por los manifestantes y sus motivos― y también en el periodismo, incómodo en cómo contar una historia llena de aristas, como casi todas las grandes historias. Y lo hemos visto también en algunos gobernantes, pretendiendo crear un muro de separación entre la competición y el mundo real, como si el deporte se desarrollara en otra galaxia. Quizá el conocimiento de la historia ―sí, el deporte también es historia, además de educación, vida y pasión, ejemplo tantas veces de esfuerzo y solidaridad― habría ayudado estos días a entender que intentar perimetrar, por un lado, la política y por otro el deporte es una receta abocada al fracaso. Incluso, por desgracia, a la violencia.

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Sobre la firma

Borja Echevarría
Subdirector de EL PAÍS. Antes trabajó en Univision en EEUU, donde fue vicepresidente y director de noticias digital. Entre 2010 y 2014 vivió su primera etapa en EL PAÍS como subdirector de información. Empezó su carrera en El Mundo y cofundó el medio digital Soitu.es. Es Nieman fellow en periodismo e innovación en la universidad de Harvard.
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