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El viaje de Niaki Sacko: el chico que sobrevivió a un cayuco y quiere ser florista

Para cientos de niños y adolescentes acogidos hace años en Canarias, las islas son ya su casa y el futuro reparto no va con ellos

Niaki Sacko, en la casa de Tenerife donde vive con otros 30 menores.
María Martín

Se llama Niaki Sacko y le gustan las flores, aunque en su pueblo de Malí no había visto una rosa o una orquídea en su vida. Ahora, con 17 años, compone ramos con ejemplares tropicales y silvestres, y le llaman para concursos de jóvenes talentos. Hace solo unos días participaba en un certamen en Gran Canaria. Era el único africano. Entre otras creaciones, presentó al jurado un collar. Mientras el resto usaba claveles y rosas, él mezclaba alambres, orquídeas, espárragos plumosos y las diminutas flores coloridas del kalanchoe. No ganó, y se le cayó un poco el mundo encima. La pena no la sintió tanto por él como por Julia, su profesora de agrojardinería, que admira cómo un joven que por las noches tiene pesadillas con cadáveres que se hunden en el mar, muestre ese talento en su búsqueda de la belleza. Ganar ese premio era la forma de agradecerle que hubiese apostado tanto por él.

Sacko es uno de los 5.785 menores que se hacinan en Canarias. Pero, probablemente, no será uno de los que se marcharán a otras comunidades. Tras desbloquearse el acuerdo para distribuir a menores migrantes por el resto de España, el Gobierno de las islas tiene que preparar ahora la lista de los 4.000 niños y adolescentes que destinará a otras regiones. Se priorizará a los chicos recién llegados, con menos arraigo, a los más hacinados, a los que quieran irse. Sacko, de momento, va echando raíces poco a poco en Canarias, con todo lo que jóvenes como él tienen en contra estos días.

Sacko muestra en su móvil el collar de flores que presentó al concurso.

Nació en Touralla, un pueblo desértico en el noroeste de Malí, muy cerca de la frontera con Mauritania, donde, además de arena, hay unos cuantos terrenos en los que adultos y niños cultivan maíz. Sacko se cansó de su vida allí y cruzó la frontera para llegar a Nuadibú y subirse a un cayuco ya en 2022. Tenía solo 14 años. La policía mauritana lo capturó y, como ya es práctica habitual, lo encerró en una cárcel para inmigrantes, lo subió a un autobús y lo abandonó a cientos de kilómetros, en Gogui, puesto fronterizo entre Mauritania y Malí, un lugar inhóspito en el que actúan grupos terroristas.

Sin darle demasiada importancia, el chico pasó a ser uno más de los desterrados en el desierto, esos inmigrantes y refugiados a los que países como Mauritania, Marruecos o Túnez expulsan a los confines de sus fronteras con la connivencia y el dinero europeo. Pero Sacko no abandonó la idea, casi obsesiva, de marcharse. “Yo quería vivir tranquilito”, dice en la casa de Tenerife donde está acogido junto a otros 30 niños y adolescentes. Volvió a intentarlo al año siguiente. Se fue de nuevo a Mauritania, reunió dinero lavando platos 10 horas al día, y una noche de diciembre memorizó el número del móvil de su padre y se subió a una barcaza pintada de blanco y azul celeste.

Su viaje no salió bien. Dos motores, 20 bidones de gasolina y mala mar. El combustible se acabó al octavo día y el cayuco pasó una semana más a merced de las olas. “No podíamos llamar a nadie, no teníamos cobertura”, recuerda. Sin rumbo ni propulsión, la embarcación podría haber sido arrastrada hasta el Caribe y aparecer con todos sus ocupantes muertos, pero un catamarán se cruzó con ella. Los helicópteros los rescataron a unos 300 kilómetros de El Hierro, 15 días después de su partida, el doble de lo que suele durar esa travesía.

De los 32 ocupantes del cayuco, solo desembarcaron a 15 supervivientes y tres cadáveres. Algunos se fueron lanzando al mar, enloquecidos por alucinaciones. “Decían que había un mercado y que iban a comprar algo y se tiraban”, describe. A los que fallecían dentro del barco, los tiraron por la borda. “Hasta que no tuvimos más fuerzas, estábamos muy cansados”, relata. Sacko solloza con este recuerdo. “Yo nunca había visto morir a nadie”. Por las noches, antes de dormir, revive cómo uno de los ocupantes del cayuco le cogió de la mano. “Él nunca hablaba, estaba como perdido, hasta que me agarró y empezó a decir cosas muy bonitas. Y se murió”.

El chico llegó deshidratado, desnutrido y con los glúteos y parte de la espalda en carne viva. Pasó un mes en el hospital. “Mi cabeza no estaba perfecta”, justifica. El adolescente enseña su foto en la camilla: parece un niño pequeño. La policía calculó y apuntó en su ficha los años que le echaron: seis en lugar de los 15 que tenía. Él, ahora, se ríe al contar esa anécdota. Desde esa habitación llamó por primera vez a su padre gracias a su buena memoria y un teléfono prestado. No recibe asistencia psicológica para superar el trauma, pero cree que contándolo sanará.

Muchas entrevistas con adolescentes, que además se atrancan con el idioma, se desarrollan con monosílabos. Pero esta, al sol en el patio del chalé ajardinado en el que vive, está llena de detalles que Sacko regala sin que haya que preguntarle. Él, un chico nacido en un país en guerra, que perdió parte de su infancia trabajando, que aún no se ha recuperado de su viaje, que no sabe cuándo volverá a ver a sus padres, se abre para contarlo. No le da vergüenza llorar, ni se impacienta cuando no encuentra la palabra adecuada en español para expresar un sentimiento, lo más difícil cuando se intenta dominar otro idioma. Él acaba eligiendo la más precisa. “Culturalmente”, explica Yasmina Díaz, la directora de ese chalé en el que están acogidos, “no está bien visto algo tan sencillo como llorar, como decir lo que le gusta y lo que no y él se muestra sin que le importe verse juzgado”.

En menos de un año, Sacko cumplirá la mayoría de edad y volverá a estar solo. A esa altura debería tener un empleo porque nadie le garantiza que tenga más apoyo. ”Sabe perfectamente que necesita formarse para encontrar un trabajo y que de él, por ser extranjero, se va a exigir el doble”, dice la directora. El chico llevaba años sin ir a clase porque tenía que trabajar con sus padres, pero volvió a la escuela en febrero del año pasado, y enseguida el idioma dejó de ser un problema. “Durante meses se ha quedado en el colegio hasta las cinco de la tarde. No es consciente de la lucha tan grande que está llevando”.

Sacko, el chico al que le echaron seis años cuando tenía 15 y que, aunque hoy solo tenga 17, carga con preocupaciones de adulto. Su directora le da una paga de 10 euros a la semana, de los que siempre guarda la mitad. Cada mes y medio envía esos 30 euros a sus padres, con la esperanza de que ninguno de sus cuatro hermanos tengan que vivir lo mismo que él. Entre clases, flores y videojuegos, construye un futuro incierto, pero suyo. La jardinería le dará, probablemente, un trabajo, pero, en este momento, le ilusiona casi igual ser dependiente del Mercadona y trabajar rodeado de comida. O rellenar los huecos del asfalto con alquitrán como conservador de carreteras. Quizá nunca gane un concurso, pero ahí sigue, aferrado a esa nueva vida. “Mereció la pena”, dice.

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Sobre la firma

María Martín
Periodista especializada en la cobertura del fenómeno migratorio en España. Empezó su carrera en EL PAÍS como reportera de información local, pasó por El Mundo y se marchó a Brasil. Allí trabajó en la Folha de S. Paulo, fue parte del equipo fundador de la edición en portugués de EL PAÍS y fue corresponsal desde Río de Janeiro.
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