La España más diversa: uno de cada cuatro menores de edad tiene un padre extranjero
La transformación demográfica plantea retos en las ciudades, en los colegios o en el mercado laboral aunque el debate de cómo gestionamos la diversidad permanece soterrado por otro más virulento
La llaman la playa de Madrid, aunque no es más que césped y chorros de agua en una ciudad asfixiada de calor. Se trata de uno de los pocos lugares gratuitos para refrescarse y decenas de familias disfrutan allí de tardes al aire libre. La inmensa mayoría son latinos, una imagen cada vez más común en la capital y tantas otras ciudades. Por cada toalla, un avión lejos de casa; por cada juego, una historia de sufrimiento, prosperidad y reencuentro. Muchas de las adolescentes a la sombra son hijas de las internas que cuidan niños y ancianos y que emigraron desde Colombia, Honduras o Nicaragua hace años. Ashley, de 16 años, y Daniela, de 17, cuentan cómo sus madres, solas y en precario, esperaron mucho tiempo hasta obtener la residencia o la nacionalidad y poder traerlas. Las sillas de camping y las neveras congregan a generaciones de españoles e inmigrantes con hijos con pasaporte español. Oswaldo Colina, hispano-venezolano de 46 años, que emigró hace más de dos décadas, ilustra la escena que tiene ante sus ojos, una realidad cada vez más presente en las estadísticas: “Hoy han dicho en la tele que España crece gracias a nosotros. Siempre hablan de la inmigración, quizás sí, somos muchos, hay sitios en los que parece que estoy en Caracas, pero ¿qué te voy a decir yo, si vine igual? A mí no me perjudica en nada. Uno viene a trabajar y echar pa’alante”.
La inmigración lleva años transformando los pueblos y las ciudades españolas. La población acaba de alcanzar los 48,8 millones de habitantes y, entre ellos, hay 8,7 millones de vecinos, un 17% del total, que ha nacido en otro país. Hay más proporción de nacidos en el extranjero que en Francia, Italia o Grecia. El porcentaje baja al 12% si se excluye a los que tienen o lograron nacionalidad española, pero sigue siendo una de las proporciones más altas de nuestro entorno. Igual que Ashley o Daniela, hoy en España uno de cada cuatro residentes de hasta 17 años tiene al menos un progenitor extranjero.
Este es un fenómeno relativamente nuevo en España. A comienzos de siglo, cuando empezó el primer bum migratorio, los nacidos en el extranjero no llegaban al 6% de la población, pero desde entonces el país empezó a convertirse en una sociedad receptora. “El auge económico de principios de siglo, con la consiguiente demanda de mano de obra, sobre todo no cualificada, marcó el inicio de la nueva fisionomía de la sociedad española”, apunta Abdoulaye Fall, demógrafo y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Los discursos alarmistas en España se enfocan en la inmigración irregular, en el mar y en las vallas, los escenarios más visibles, dramáticos y descontrolados, pero ese es un recorte muy pequeño de la movilidad. Aunque en el imaginario colectivo predomine la imagen del hombre africano que intenta cruzar desesperadamente el Atlántico en un barco que se rompe a pedazos, la realidad de los residentes en España nacidos en el extranjero es mucho más diversa. Y si alguien representa el inmigrante más común en España es una mujer latinoamericana de alrededor de 40 años.
¿Quiénes son los extranjeros?
En total, los latinoamericanos representan el 37% de los extranjeros. El doble que los de otros países de Europa (19%) o los africanos (17%). Seis de cada diez extranjeros tienen menos de 44 años, prácticamente la misma proporción de españoles que tienen más de esa edad. Suelen tener al menos estudios de secundaria (el 39%, no muy lejos del 46% de los españoles) y cuando entran en el mercado laboral, más de uno de cada dos (55%) tiene un contrato fijo. Cuando un extranjero tiene un trabajo a jornada completa, su sueldo medio es igual al de los españoles e incluso más alto cuando se trata de empleos de alta calificación y mejor pagados, según la Encuesta de Población Activa. Por otro lado, los inmigrantes, especialmente los que están en situación irregular, están sobrerepresentados en la economía sumergida, una realidad sin cuantificar.
Muchos, casi 800.000, vienen de países de rentas más altas que España, como Francia, Alemania, Reino Unido o Estados Unidos. Y aunque la nacionalidad más común es la marroquí (un millón de personas), las comunidades que más han crecido en la última década son la venezolana (520.000, tres veces más que hace diez años), la colombiana y la ucraniana (dos veces más).
Hace nueve años que en España muere más gente de la que nace (135.000 más defunciones en 2022), pero el país sigue creciendo y va camino de los 49 millones de personas. Y casi todo el crecimiento poblacional se debe a los extranjeros. En la última década han aumentado en dos millones los residentes de origen extranjero y casi la mitad tienen nacionalidad española (muchos son nietos de españoles que emigraron). Mientras, los nacidos en España han disminuido en 600.000 personas. Es decir, si observáramos la evolución desde 2013 de un grupo de 100 personas nacidas fuera de España y de otro grupo de 100 personas nacidas en España, veríamos que actualmente las primeras serían 133 y las segundas, 98.
El mercado laboral los busca y crece gracias a ellos, al mismo tiempo que nunca ha habido tantos alumnos de fuera en universidades y centros de formación. El número de españoles afiliados a la Seguridad Social en los últimos diez años apenas ha evolucionado, mientras el de los extranjeros no deja de crecer: los inmigrantes ocupan el 41% de los puestos de trabajo creados en 2023.
Aunque el mercado también refleja las desigualdades. Y sus fallas se ceban con los inmigrantes: España es uno de los países con más estudiantes universitarios que trabajan en empleos por debajo de su cualificación y el tercer país europeo con más extranjeros sobrecualificados (54%). La tasa de paro, de las peores de la Unión Europea, sube hasta el 13% cuando se mide entre los inmigrantes con estudios universitarios y se reduce al 7% entre españoles en la misma situación.
Los nuevos españoles
La transformación de la sociedad no se debe solo a los recién llegados, sino a una nueva generación de jóvenes más diversa que nunca. Casi uno de cada cuatro menores nacidos en España tiene al menos un progenitor extranjero (el 22,3%, y sube hasta el 25% si se incluyen los menores nacidos fuera). En el 80% de los casos, la madre o el padre emigró desde un país no comunitario. De todos los niños de menos de tres años nacidos en España, uno de cada tres tiene al menos un progenitor extranjero.
Son los hijos del bum de comienzos de siglo y de los que han venido después. Son los nuevos españoles, un colectivo que acapara cada vez más atención de los expertos, una descendencia que tendrá un impacto considerable en el futuro. En el padrón hay ya más Mohammed (escrito con una o dos M) que Victor, Joaquín, Marcos, Roberto, Gonzalo o Borja. O más Ahmed que Iñigo, Oriol o Iñaki. También hay más Jennifer (con una o dos N) que Amaya, Candela o Lola.
“Son ellos los que determinan cómo España se ha convertido en un país diverso”, afirma Rosa Aparicio, socióloga e investigadora del Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset. “Es hora de que los de acá dejen de sorprenderse cuando se encuentran con una abogada del Tribunal Constitucional de origen marroquí o el jefe del departamento de cirugía de un gran hospital de origen chino. Estos y múltiples otros casos hacen de España un país de inmigración cuyo futuro tendrá mucho que ver con qué hacen y cómo se integran estos nuevos españoles”, mantenía Aparicio en la investigación que lideró junto a Alejandro Portes, condecorado con el Premio Princesa de Asturias por su trayectoria investigadora, entre otros ámbitos, de las migraciones internacionales.
Los autores, que bautizaron su libro como Los nuevos Españoles, constataron las ventajas con las que parten los hijos de los autóctonos tanto en logros educativos como ocupacionales, pero concluyeron que el proceso de consecución de estatus en España es el mismo para unos y otros. La renta, y no tanto el origen, marca su futuro. “Ambos forman parte de un universo común donde el estatus familiar, el sexo, la ambición de los padres y las expectativas educativas y ocupacionales de los propios adolescentes juegan el papel central a la hora de determinar cuán lejos llegaran en sus vidas”, señala el estudio. Sí destacan la discriminación que perciben algunos colectivos, como como los hijos de subsaharianos y asiáticos (chinos), por su raza, y magrebíes, por su religión, una cuestión clave en su proceso de inclusión: a mayores experiencias de discriminación, menor es la identificación con su entorno y participación política.
El discurso de odio
“El principal reto no es cómo gestionamos la inmigración ahora sino en los próximos años”, defiende Fall. El demógrafo senegalés apunta los desafíos más urgentes: la brecha socioeconómica entre migrantes y españoles determinada por un mercado de trabajo que requiere empleados menos cualificados, la infrarrepresentación de personas extranjeras —pero también de españoles hijos de migrantes— en sectores laborales más cualificados o la escasa participación política.
La transformación demográfica plantea retos en las ciudades, en los colegios o en el mercado laboral aunque el debate de cómo gestionamos la diversidad permanece soterrado por otro más virulento.
Los extranjeros se han convertido en el chivo expiatorio y comodín electoral de la derecha. El debate político sobre la inmigración, siguiendo la estela europea, se ha llenado de soflamas racistas y discriminatorias, hasta el punto de que Vox y PP han acabado defendiendo las mismas medidas, entre ellas, desplegar a la Armada para frenar cayucos. “Los españoles tienen derecho a salir tranquilos a la calle”, dijo a finales de julio el líder de los populares, Alberto Núñez Feijóo, en referencia a los inmigrantes.
En las últimas elecciones que se celebraron en Cataluña, en marzo de este año, irrumpió Aliança Catalana en el Parlament con el 3%. El partido, ultranacionalista y xenófobo, mantuvo un discurso centrado en atacar a la población local musulmana, precisamente en la comunidad con más musulmanes de España (600.000, según la Unión de Comunidades Islámicas de España, casi el doble que en la segunda, Andalucía). A pesar de la trampa de vincular la religión al origen, esta formación consiguió sus mejores resultados en pequeñas ciudades catalanas donde hay entre un 8 y un 12% de residentes africanos, el doble de la media regional (4%). En Ripoll fue primera fuerza. Su líder, Silvia Orriols, pedía una Cataluña “libre del Estado español, del Estado francés y del Estado islámico”.
En su libro Los mitos sobre la inmigración, recién publicado, el sociólogo Hein de Haas reflexionaba sobre el discurso público, que abona situaciones como la que se está viendo estos días en Reino Unido, donde se ha destado una cacería contra inmigrantes y refugiados tras el asesinato de tres niñas por parte de un ciudadano inglés nacido en el seno de una familia refugiada de Ruanda. “Y cuando los políticos alientan al monstruo del racismo y el pensamiento conspirativo [...], incluso grupos bien integrados y exitosos cuyo sentido de pertenencia y lealtad a la nación nunca se cuestionó [...] pueden ser apartados y redefinidos como enemigos de la nación y convertirse en el blanco de la exclusión sistemática y la violencia o incluso del genocidio. La diversidad como tal no socava la cohesión social, pero el discurso de odio de los dirigentes políticos sí puede hacerlo”.
Gemma Pinyol, directora de políticas migratorias y diversidad en el laboratorio de ideas Instrategies, lamenta el “embrutecimiento” del debate público: “Así es muy difícil participar de los debates tranquilos que deberíamos estar teniendo sobre cómo hay que trabajar en los territorios para mejorar la convivencia, cómo combatir miedos irracionales o cómo encontrar espacios de encuentro”. Los procesos migratorios, mantiene Juan Manuel Goig, catedrático de Derecho Constitucional de la UNED, son un “caladero de votos”. El consenso no escrito de mantener este asunto fuera de la contienda política, explica, se ha roto en toda Europa. “En España ha llegado más tarde pero ha llegado y es muy peligroso porque vemos al inmigrante como un enemigo”, dice Goig.
A pesar del ruido, la coexistencia es mucho más armónica de lo que se cree. Desde la Gran Recesión de 2008, los académicos han trabajado con la hipótesis de que, en un país como España —castigado por la crisis y la precariedad, y con un elevado volumen de población de origen inmigrante—, se dispararía la hostilidad y el racismo. Pero no se ha cumplido. “Las relaciones entre inmigrantes y nativos son tranquilas y cordiales, aunque distantes, y las actitudes sosegadas y un racismo de baja intensidad han sido las notas dominantes en este campo durante estos años”, afirman los investigadores de la Universidad de Comillas Juan Iglesias y Alberto Ares en su estudio Lo que esconde el sosiego. Prejuicio étnico y relaciones de convivencia entre nativos e inmigrantes en barrios populares.
Pero bajo el sosiego, revela el estudio, se esconden “un fuerte prejuicio étnico” y un creciente malestar social que, en ocasiones, se atribuye al extranjero. Los investigadores constatan que en los barrios más populares proliferan discursos que culpabilizan a la inmigración de los problemas sociales y económicos que viven, aunque esas cuestiones sean atribuibles a procesos políticos, económicos y sociales de fondo y no a la población migrante.
En el último barómetro del CIS, cuando se pregunta a los españoles cuál creen que es el principal problema de España, un 5% contesta “la inmigración”. Son menos de la mitad de los que contestan que el problema son los políticos o la economía y más de los que contestan que el principal reto es la vivienda. El porcentaje es bastante transversal por edad, tamaño de municipio o renta, pero se dispara (por encima del 15%) entre quienes trabajan en el campo.
En general, los expertos han elogiado el modelo español frente al asimilacionismo francés, cada vez más cuestionado, o el multiculturalismo inglés, que va por el mismo camino. “El éxito del modelo español es que no hay modelo”, afirmaba Alejandro Portes a EL PAÍS. La pregunta ahora es si España puede continuar en la inercia.
“Nos ha funcionado hasta ahora, pero España debe asumir que es un país no solo de inmigrantes, sino de nacionales con realidades más diversas. Y esa nueva realidad exige mayor gestión pública”, mantiene Gemma Pinyol. “Al no tener un modelo normativizado, como el francés o el británico, hemos hecho muchas cosas bien porque hemos tenido bastante margen de prueba y error. Y el mundo local, ayuntamientos y organizaciones sociales, ha sido garante de cierto nivel de cohesión social”, explica. “Pero hemos puesto mucho énfasis en las políticas sociales y eso ha provocado que la gente identifique a los extranjeros como demandantes de ayuda social cuando no es el origen sino la renta lo que determina esa demanda”, añade Pinyol, que defiende que es momento de ir más allá. “Para construir sociedades cohesionadas hay que pensar en políticas de movilidad, de urbanismo, de sostenibilidad…”. El Estado de bienestar se deteriora, defiende Pinyol: “Y para no responder a ese deterioro se está creando una narrativa que culpa al extranjero”.