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Lo que nos queda de Ludolfo

Ninguna vida cabe en un obituario y menos la de uno de los mejores pensadores de la socialdemocracia española

Ludolfo Paramio.
Ludolfo Paramio.Europa Press/ CSIC

Ninguna vida cabe en un obituario. Y menos aún la de aquellos como Ludolfo Paramio, fallecido el pasado viernes, que cultivan unas veces el polifacetismo como un mecanismo de autodefensa y otras como una pulsión por apurar las muchas regalías del tiempo que les es dado permanecer junto a nosotros.

Así las cosas, a estas alturas, ya habrán oído glosar su prolífica vida académica y política en estos días (a los rezagados les recomiendo la semblanza de Aurelio Martín en la web de la Fundación Pablo Iglesias) y sobre todo su condición de ser uno de los mejores pensadores con que ha contado la socialdemocracia española, sin que en esta ocasión podamos hablar del habitual maximalismo póstumo.

Pero ese Ludolfo, adornado con toda clase de orlas, no es el que a mí me interesó ni el que yo conocí o me esforcé en conocer.

El Ludolfo que a mí me queda es el amigo que tuvo que padecer lo indecible por culpa de una maldita estructura ósea que le provocaba unos continuos dolores que apenas asomaban a su rostro mediante unos tics que ya conocíamos y en la que algunos de sus enemigos encontraron el más fácil y prosaico argumento para atacarle. Lo que no fue un obstáculo para que él y una mujer tan bella como interesante, Carmen Martínez Ten, se eligieran como cómplices y compañeros.

Una educación excesivamente severa en un período de su juventud le había apartado de los descubrimientos que los demás íbamos haciendo a trompicones en aquel final del franquismo, de modo que, cuando se liberó de esos corsés, se propuso recuperar el tiempo hurtado. Fue como un rompimiento de gloria que de repente le desveló la pasión por los tebeos (Blake y Mortimer, por ejemplo), el rock a todo volumen (Pretenders, Blondie, Nico o Roxy Music, otros ejemplos), la novela negra (pongamos Patricia Highsmith), la ciencia ficción (mentemos, cómo no, a Ursula K. Leguin o Stanislaw Lem) o el cine de aventuras (Indiana Jones y La guerra de las galaxias), entre muchas otras inquietudes.

Discutíamos sobre todo eso y discutíamos también en su casa, o en la trastienda de la librería Antonio Machado, o en el domicilio de Valeriano Bozal sobre sesudos textos marxistas que, estoy convencido, a todos los presentes nos parecían casi siempre tan tediosos como mal escritos. Y apurábamos alcohólicamente cualquier sobremesa como si perteneciéramos a la generación literaria española de los cincuenta.

Su inteligencia, que asomaba a través de unos ojos inquisitivos y burlones en aquel cráneo que se asemejaba al de un halcón, le empujaba a buscar un compromiso social en el que aplicarla. Y así le veíamos brillar como editor en Siglo XXI junto a Javier Abásolo o transitar tan pronto por el comunismo crítico, el guerrismo, el felipismo o el zapaterismo, conscientes los políticos de turno de que en Ludolfo tenían uno de los más versátiles argumentistas para sus proyectos (yo le decía a veces que se dejaba emplear con sumo gusto para defender brillantemente lo defendible y, si se terciaba, lo indefendible; por ejemplo, en el caso del rechazo a la OTAN, primero, y su posterior adhesión, poco después).

En la materialización de aquel vínculo con la política práctica y pragmática fueron decisivas una persona, Fernando Claudín, y una circunstancia, el golpe del 23-F, la última de las cuales, como a otros amigos, le condujo a entrar en un PSOE que le parecía determinante para atemperar las tensiones que amenazaban a la joven democracia española.

No le vi nunca hacer gala del menor sectarismo y a mí, por ejemplo, me ayudó a descreer de un maoísmo de pacotilla con solo la recomendación de un libro del nunca suficientemente valorado Simon Leys. De manera que a su alrededor cualquier individuo inquieto o cualquier probado mastuerzo, empezando por un servidor, encontró siempre cobijo. Y así ha sido hasta el pasado viernes en que nos dejó huérfanos de una ironía que solo pretendía hacer sangre en aquellos que él presentía que le desviaban de un tiempo pautado que corría en su contra.

Atesoro tu imagen junto a Carmen, rodeado de libros (¿te acuerdas cómo nos reímos el día en que la señora de la limpieza decidió quitar el polvo a tu vasta biblioteca, ordenada alfabéticamente, y la colocó luego según el tamaño de los volúmenes?) y, por descontado, de un estruendo musical que hacía vibrar los cristales.

Ojalá, me digo en esta aciaga hora, nos fuera dado a todos nosotros, y más en los tiempos presentes, que los adversarios con que tenemos que vérnoslas tuvieran una mínima parte de la genialidad que, a falta de un cuerpo apolíneo, le confirió alguien a este hombre irrepetible.

More than this/no there´s nothing (no te estoy cantando yo, Paramio: es, claro, Bryan Ferry).

Felipe Hernández Cava es guionista.

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