Una nueva generación se rebela contra los matrimonios forzados
Las mujeres más jóvenes originarias de comunidades donde aún se impone la tradición de forzar bodas desafían a sus familias y reivindican casarse con quien quieren
Con cinco años, no entendía nada de la vida, pero ya sabía que ese chico de 25 que habían elegido sus padres iba a ser su marido. Quisiese o no. A Pilar, el nombre ficticio que ha elegido esta mujer nacida en Gambia hace 44 años, la machacaron con la imposición durante toda su infancia y adolescencia y a los 17 años, viendo que el tiempo se agotaba, se rebeló. “Que no me caso, no te conozco, no puedo amarte”, le dijo a su futuro esposo. Nadie le hizo caso. La ceremonia se celebró el miércoles siguiente en un pueblo de Gambia. La noche de bodas, dos hombres la forzaron para que se acostara con su marido. “Fue una violación, desde ese día lo veo como un demonio”, recuerda casi 30 años después. Pilar llegó a España de la mano de ese hombre con el que acabó teniendo dos hijos, fruto de violaciones, y estuvo con él hasta que a mediados de los 2000 se plantó en un juzgado del que no salió hasta que consiguió tramitar su divorcio.
La decisión de separarse obligó a Pilar a aislarse de la comunidad africana de Zaragoza, que la rechazó como si fuese una apestada. Tuvo que cambiarse de barrio y tardó años en abrazar a su madre y perdonarla. “Intentó justificarse, decía que no había sido ella, sino mi abuelo, a quien tenía miedo. Ella sabía que lo que me habían hecho estaba mal, le dije que la perdonaba. Ya no le tengo rencor”, admite.
El fenómeno de los matrimonios forzados y concertados es casi invisible, incontable, pero, según los estudios sobre el tema, aún está presente en las diásporas de países como China, India, Pakistán, Turquía, Irán, Afganistán, Bangladés, Irak, Marruecos, Senegal, Gambia o Níger. También en algunos colectivos de etnia gitana. Pilar creó un precedente que hoy reivindican muchas jóvenes, una nueva generación de mujeres que empieza a rebelarse contra sus familias y la tradición de los matrimonios impuestos.
Arabiatu, nombre ficticio de una mujer española de origen gambiano de 26 años, fue la última de su familia en casarse por obligación. “Somos seis hermanos, tres chicas y tres chicos y gracias a lo que me pasó a mí, esto no les va a pasar a mis hermanas. Mis padres han abierto los ojos”, explica en la sede de AFRICagua, una ONG con presencia en Zaragoza que trabaja con población de origen subsahariano.
Los padres de Arabiatu le organizaron un viaje a Gambia cuando cumplió 12 años y allí le dijeron que había un hombre que estaba interesado en ella. Era el imán de la comunidad, 20 años mayor que ella. “Me preguntaron si me gustaba. Yo, en ese momento dije que sí, pero no era consciente de lo que conllevaba”, recuerda. Arabiatu, que viste un velo negro que cubre su cabeza y cuello, ha hecho un esfuerzo por desenterrar su historia, que ha tardado años en superar. Cuenta que aquel viaje oficializó su compromiso, sin vuelta atrás. Sus familiares intentaron convencerla de que una vez casada aprendería a querer a su marido, que así ocurrió con las mujeres de su familia. “Ya al crecer, cuando tenía 14 o 15 años, les dije que no, que no lo quería, pero ya era demasiado tarde”.
Decir que no, explica la joven mientras cruza sus manos pintadas con flores de henna, significaba traer vergüenza a la familia, porque el padre ya había dado su palabra. A los 17 años celebró su boda durante un nuevo viaje a Gambia. “Yo estaba mal porque para mí no era una boda, estaba triste, con gente que apenas conocía”, recuerda. Arabiatu tuvo “la suerte” de que su marido tenía otra mujer en Francia, donde pasaba la mayor parte del tiempo, y la distancia le ayudó a soportar su matrimonio y a tomar anticonceptivos a escondidas. Nunca lo llegó a querer, como le habían hecho creer, pero cuando aceptó que no le quedaba otra salida se dijo: “Si total voy a estar aquí, voy a tener hijos, porque yo quiero ser mamá”. Pero después de dar a luz al segundo bebé, las cuentas a pagar se acumularon, seguía viviendo en casa de sus padres y la joven no aguantaba seguir con un esposo ausente que no cubría los gastos. Fue así que se decidió a pedir el divorcio y justificarlo ante su entorno y la comunidad.
“Las familias suelen oponerse al divorcio para preservar el respeto y honorabilidad del padre, quien dio la palabra, también de los hermanos y las madres”, señala Juan David Gómez, profesor de Psicología y Sociología de la Universidad de Zaragoza. El sociólogo elaboró junto a Margarita Castilla y Laura Cosculluela el estudio Entre la obediencia y la rebeldía: los matrimonios concertados de mujeres de origen senegambiano en España. En sus entrevistas a 19 mujeres, de entre 18 y 40 años, encontraron a muchas que decían que lucharon, que crearon conflicto para poder separarse, pero que, al final, las familias terminaban entendiéndolo. Así ocurrió en el caso de Arabiatu: “Fueron mis padres los que me apoyaron para que me divorciara. Mi madre me dijo que lo sentía mucho, que no sabían en qué me estaban metiendo, que se arrepentían y que si me quería divorciar, ahí estaban ellos para echarme una mano”.
Rebeldía y tabú
Arabiatu reivindica que solo las jóvenes pueden desafiar la tradición. “Nuestras madres, por mucho que les digas, han crecido en otro sitio y aunque están en España, siguen teniendo una mentalidad muy opuesta a la nuestra”, explica. El profesor Gómez indica que las mujeres que han crecido en España consiguen desprenderse más fácilmente de tradiciones heredadas en los países de sus padres. “Las jóvenes toman decisiones de forma más independiente, han ido a manifestaciones del 8M, han asumido el discurso del empoderamiento y las familias ya no tienen tantas herramientas para presionarlas”, explica. “Los matrimonios concertados les parecen inaceptables”, describe el sociólogo.
Pero la rebeldía de las nuevas generaciones es aún un tema tabú en algunas comunidades y, en determinados casos, peligrosa. El último episodio conocido que reveló la dificultad de las mujeres para enfrentar a sus familias fue el de dos hermanas pakistaníes de Barcelona, de 21 y 24 años, que se rebelaron contra el empeño de su padre de que mantuviesen los matrimonios con sus primos. La investigación de la Fiscalía revela un año después que las jóvenes viajaron a Pakistán engañadas por la familia, que las presionó para regresar a España acompañadas de sus maridos y se negaron. La valentía acabó en un doble asesinato en Pakistán a manos de un hermano y un tío.
El límite entre los matrimonios concertados, que cuentan con el supuesto consentimiento de los cónyuges, y los matrimonios forzados, que implican coacciones, intimidación y violencia, es, en realidad, muy tenue. “Cuando hay vulnerabilidades ya no es una situación libre, pero resulta muy difícil determinar dónde termina el matrimonio concertado y empieza el forzado”, describe Beatriz Lázaro, responsable del proyecto No Acepto, estudio y visibilización de los matrimonios forzados en España, realizado por la Federación de Mujeres Progresistas.
En cualquier caso, la imposición no es religiosa, sino cultural. Se acuerda entre las familias y se entiende como una forma de protección, seguridad y manutención de las hijas. Obligar a alguien a casarse es delito en España desde 2015 y está castigado con penas de entre seis meses y tres años.
“Puede que siga habiendo más casos”, concede Arabiatu, “pero en un futuro, ahora que nosotras somos las madres, las cosas empezarán a cambiar”. Ella y Pilar volvieron a casarse tras sus divorcios. Esta vez por amor.
Este reportaje ha sido publicado como parte del proyecto “re:framing Migrants in European Media”, apoyado por la Comisión Europea. El proyecto está coordinado por la Fundación Europea de Cultura.
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