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Los dos infiernos que quemaron la piel de la sierra de la Culebra

El segundo incendio fatídico en un mes en esta zona de Zamora provoca dos muertes y el corte de carreteras y el tren

Una joven corre mientras un vecino intenta proteger su casa del incendio de Tábara (Zamora), este lunes. Foto: JUAN NAVARRO | Vídeo: EPV
Juan Navarro

Son las cuatro de la tarde, pero es de noche. Hay tormentas, pero no hay agua. Solo hay viento, humo, fuego y miedo. Tábara (Zamora, 750 habitantes) tiembla y corre, corre de acá para allá siguiendo los caprichos del incendio que arrasa, de nuevo, la sierra de la Culebra. Unos huyen de él y otros lo encaran como buenamente pueden: mangueras pinchadas, trapos en los ojos y una osadía que se convierte en lágrimas de tensión y horror al salir del frente. La ola naranja que lo quema todo, y ya se ha llevado la vida de un bombero y de un pastor, amenaza las casas y reaviva la herida aún latente en esta comarca desde que hace un mes otro incendio quemó 25.000 hectáreas. Ahora les toca arder a estos parajes ante la impotencia de quienes quieren protegerlos.

La historia no se repite, pero rima demasiado en Zamora. Aquella primera catástrofe se debió a un rayo y se agravó por la sequía, el calor y los vientos; como ahora. Entonces no se cobró vidas. La primera víctima de este segundo incendio ha sido Daniel Gullón, un bombero forestal de 62 años al que envolvieron las llamas tras un golpe de viento el domingo por la tarde. Murió combatiendo al enemigo al que se había enfrentado durante años de servicio. Su hermano es el jefe de este operativo. Gullón deja dos hijos y un gremio roto que llora cuando habla de él y de esas pobres condiciones que tanto les suenan: “Era buen compañero y persona, con trabajos precarios en los que la gente con vocación lo da todo. Tenía contrato de seis meses por campaña, el resto a buscarse la vida”. Hasta que la perdió. Como Victoriano Antón, de 70 años, a quien los focos sorprendieron cuando trataba de rescatar a sus ovejas en Escober de Tábara. Su cadáver apareció, carbonizado, como los de sus reses y sus perros.

Sí lo han contado los vecinos de 25 municipios, con 5.000 habitantes, evacuados por el peligro del incendio y del humo. Algunos escapaban en procesión la noche del domingo, dejando atrás una inclemente muralla rojiza. Otros, como Manuel y Unai García, de 50 y 18 años, se escabullían del control de la Guardia Civil para proteger sus naves con animales y observar boquiabiertos ese frente que horas después estaría cerca, demasiado cerca de ese ganado que nutre la carnicería que los mantiene. “Esto viene, esto viene, mira cómo viene el viento”, vaticinaba el padre. Vaya si acertó. Solo 12 horas después, el fuego había cortado la carretera principal que vertebra la zona y la conexión ferroviaria de Madrid a Galicia, causando indignación en algunos usuarios. Aún no hay cálculos oficiales sobre el terreno dañado, pero guardias civiles, vecinos locales y bomberos estiman que al menos 10.000 hectáreas pueden haber caído. En menos de 24 horas.

Las Brigadas de Refuerzo luchaban ayer contra el fuego en un campo de trigo en Tábara (Zamora).
Las Brigadas de Refuerzo luchaban ayer contra el fuego en un campo de trigo en Tábara (Zamora).ISABEL INFANTES (REUTERS)

La catástrofe ni siquiera ha respetado el centro de control donde la Unidad Militar de Emergencias y los bomberos desplegados coordinaban sus planes y que el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, visitó a mediodía. Un par de horas después, eso era una ruina. El viento azotaba y las llamas saltaban de copa en copa, con un sonido que se mete en la cabeza como un zumbido. La siguiente parada del fuego fueron unas viviendas cercanas a la carretera, protegidas caseramente con cortafuegos, mangueras algo desvencijadas y una cosechadora que retiraba cereal mientras el enemigo ardiente avanzaba. El viento empuja contra la piel ceniza y espigas que se quedan impregnadas hasta que el refuerzo de los hidroaviones ofrece una ducha fugaz que alivia cuerpos y tierras. Mariyer Vara, de 29 años, huye despavorida mientras un vecino encara los focos con una humilde manguera. “Esta es mi casa, desde ayer sabíamos que el fuego acabaría viniendo”, comenta emocionada mientras reparte trapos para proteger las vías respiratorias de quienes ayudan en la voluntariosa comitiva.

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Uno de ellos se llama Víctor Ballestero, que viste de bombero pese a ser civil: el traje lo conserva de cuando fue brigadista hace tiempo. El joven, de 28 años, va apurado cargando mangueras:

—¿Necesitas ayuda?

—¡Llevo desde las siete de la mañana trabajando, he dormido dos horas y no sé ni lo que necesito! —exclama, entre agotado y entregado.

Un bombero que sale de la envolvente masa negra que inunda esta zona del pueblo camina mareado y lo achaca a un golpe de calor, mal que ha castigado también a varios brigadistas que acabaron hospitalizados la noche del domingo. El operario agradece que se lo agarre de la cintura y se lo acompañe a la vivienda de una vecina, donde sumerge la cabeza en un cubo de agua. Solo así se le rebaja el color del semblante, se le refresca el cuerpo y vuelve a la guerra. Pronto ese sector queda despejado, pero de nada sirve celebrar. Alzar la mirada congela el jolgorio: hay frentes por todas partes. Al este y al oeste, al norte y al sur de Tábara. En pueblos pequeños, en cruces de caminos, en merenderos de piedra, en bosques reducidos a ascuas y humo. Solo queda tomar aire e ir a por la siguiente guerrilla de una batalla que nadie sabe cuándo va a terminar ante un fuego que no entiende de trincheras.

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Sobre la firma

Juan Navarro
Colaborador de EL PAÍS en Castilla y León, Asturias y Cantabria desde 2019. Aprendió en esRadio, La Moncloa, en comunicación corporativa, buscándose la vida y pisando calle. Graduado en Periodismo en la Universidad de Valladolid, máster en Periodismo Multimedia de la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo EL PAÍS.

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