2023: La batalla de Valencia
María José Catalá, del PP, le ha cogido el punto a Ribó y cabe la posibilidad de que la alcaldía se dirima entre ella, la socialista Sandra Gómez y, quién sabe, igual Mónica Oltra
En enero de 1989 Manuel Fraga presidió el IX Congreso de Alianza Popular (AP), también denominado el Congreso de la Refundación. Ciertamente afectado, según el relato de los cronistas allí presentes, el ex ministro de Franco pronunció una frase de inspiración churchilliana: “Sé que a muchos de vosotros -dijo ante el plenario- os está sangrando el corazón. El mío también sangra. Pero ha llegado el momento de cambiar de nombre. Alianza Popular se llamará Partido Popular”. Un año después el PP celebró su primer congreso y José María Aznar se situó al frente del conservadurismo español en posición de disputarle al PSOE de Felipe González el liderazgo electoral y político.
Por aquellas fechas, a Rita Barberá sí le sangró el corazón; afiliada desde 1976 a AP, copromotora y cofundadora del partido en Valencia, bajo sus siglas había sido aspirante a la presidencia de la Generalitat en 1987. En 1991, con el partido refundado y dirigido ya por Aznar, Barberá anhelaba repetir como presidenciable en las elecciones autonómicas convocadas para ese año. Quien suscribe era entonces una joven periodista parlamentaria que escuchó los lamentos de Rita Barberá cuando su partido le comunicó que se había pensado en ella como candidata, sí, pero no a la Generalitat sino a la alcaldía de Valencia. Pensó que era el fin de su carrera política. Que la habían apartado del circuito presidencial para cederle el paso al dirigente empresarial Pedro Agramunt, recién elegido líder del PP valenciano y bautizado como “el mirlo blanco” de la derecha autóctona. Rita Barberá se sintió maltratada por el partido al que se había consagrado, y también utilizada, como un peón, por la nueva hornada de dirigentes populares. Vivió como una humillación saberse segundo plato político: antes de su designación como candidata a la alcaldía del cap i casal, se intentó convencer al catedrático Manuel Broseta Pont -asesinado por ETA unos meses después, en enero de 1992- para que ocupase el puesto de alcaldable del PP.
El final de la historia es conocido: contra todo pronóstico, contra su propia intuición, Rita Barberá alcanzó la alcaldía de Valencia en 1991, aún sin liderar la lista más votada, merced al pacto suscrito con la Unión Valenciana (UV) de Vicente González Lizondo. El socialista Joan Lerma siguió al frente del Consell, pero ya sin disponer de ese magnífico escaparate y resorte político que ha sido siempre el ayuntamiento de Valencia. Cuatro años después, en 1995, Zaplana le sustituyó al frente del Gobierno autonómico y casi toda la Comunidad Valenciana se tiñó de azul.
De este reciente episodio de nuestra historia doméstica política se extrae una enseñanza: es posible alcanzar el gobierno autonómico sin gobernar en la ciudad de Valencia, pero es difícil mantenerlo. Años después, el PPCV ha aprendido la misma lección que en su momento el PSPV-PSOE.
A finales de los años ochenta, María José Catalá era una niña que aún no había cumplido la primera década de edad en su Torrent (Valencia) natal. Si su mirada infantil alguna vez se posó, por casualidad, en la imagen de Fraga Iribarne con su andar de pingüino bamboleante, ni se imaginó que era el fundador del partido al que algún día se afiliaría para acabar siendo, primero, alcaldesa de su pueblo; después, consellera del Gobierno Valenciano; a continuación, candidata a la alcaldía de Valencia y líder de la oposición municipal y, por último, de momento, presidenta del PP en la ciudad de Valencia desde el pasado viernes.
Catalá tiene ante sí el camino expedito para ser en la política valenciana y nacional lo que quiera. Como Rita lo tuvo en su momento, aunque sus motivos debió tener, una vez asentada en la alcaldía, para rehusar dar la batalla y aspirar a mayores magistraturas políticas. Ocasiones no le faltaron.
Ejerce Catalá con eficacia el liderazgo de la oposición municipal y le extrae buen rendimiento mediático, en comparación con sus colegas de Ciudadanos (C’s) y Vox. Le ha cogido el punto al alcalde, Joan Ribó, y no es infrecuente que este, de normal hierático, recurra a la ironía y el sarcasmo en el debate plenario en respuesta a sus intervenciones. Además, de motu propio o siguiendo el ejemplo del gallego Núñez Feijóo -quien hoy, domingo, se examina en Galicia- Catalá ha actualizado su discurso en busca de ese equilibrio político que le garantice ganarse al electorado centrista que migró a C’s desde el PP y, al mismo tiempo, mantener fiel a su base conservadora. Solo le faltaba a la aspirante a la alcaldía tener el control del partido en su hábitat, la ciudad de Valencia: desde el viernes es su feudo. Las piezas del puzle que solo ella tiene en su cabeza van encajando.
Hasta las próximas elecciones municipales y autonómicas resta recorrido temporal para que cualquier previsión en forma de análisis político resulte falible y quede caduca.
Catalá y su entorno se afanan en negar cualquier veleidad política cuyo horizonte inmediato no sea ganar la alcaldía de Valencia y situarse en el podio de las alcaldesas capitalinas, junto a Clementina Ródenas y Rita Barberá. Al contrario que esta última en 1991, ella sí piensa que en 2023 es más posible que el PP alcance a gobernar en la ciudad de Valencia -en compañía de otros- antes que en la Generalitat. Por eso se resiste a entrar en el juego de las elucubraciones sobre su potencial candidatura a la presidencia del Consell si la dirección nacional de su partido con sede en Madrid considera que es la candidata más garantista cuando llegue el momento de conformar las candidaturas.
La batalla de Valencia 2023 está en marcha y cabe la posibilidad de que se dirima entre tres mujeres: Catalá, Sandra Gómez por el PSPV-PSOE y, quién sabe, igual Mónica Oltra sí acepta esta vez entrar en el juego municipal como alcaldable de la coalición Compromís. Sujetar el voto de izquierdas en la ciudad de Valencia es la garantía de mantener un gobierno del mismo signo en la Generalitat.
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