El hambre aprieta a los inmigrantes irregulares
Los vendedores ambulantes sufren especialmente esta crisis y dependen de vecinos para subsistir
En las calles de Madrid no hay más rosas ni latas de cerveza. Aquellos que siempre aparecían con una Mahou cuando los bares bajaban la persiana y colocaban en cada cita una flor envuelta en celofán guardan ahora la cola de la miseria. No tienen qué comer. Bangladesíes en su mayoría, estos vendedores ambulantes llevan dos meses sin un céntimo en los bolsillos. Viven hacinados en apartamentos y pasan hambre. Su único sustento llega cada dos jueves, cuando peregrinan a su mezquita, en el céntrico barrio de Lavapiés, para hacerse con un saco de 30 kilos de víveres. Se recolectan gracias a una red vecinal, que la crisis ha hecho aún más fuerte, y que se ocupa de alimentar a 1.600 familias.
La cola comienza a las 12.30 y sigue hasta las 14.00. La mezquita, clausurada para el rezo, es ahora un almacén de sacos de construcción llenos de alimentos y bolsas de patatas. Entran y salen hombres sin zapatos comprobando listas y provisiones. Hay 300 convocados para este jueves. Según transcurre la mañana, van llegando, separados, sin apenas hablar entre ellos. Algunos se confiesan al límite. Son hijos, maridos y padres que mienten a sus familias prometiendo que está todo bien, aun sabiendo que no lo está.
“Llegué a España hace un año y cuatro meses pidiendo asilo porque hacía oposición al Gobierno fascista de mi país”, cuenta Rezul Karim, de 46 años. Karim, protegido con una mascarilla de tela amarilla, vendía juguetes en la calle Arenal y, además de hambriento, está enfermo. “Mi situación actual es muy mala. En diciembre mi corazón se bloqueó y me operaron. Necesito medicarme durante un año y mis medicinas me cuestan 42 euros al mes”, explica. “No soy un hombre feliz”.
En la puerta de la mezquita, dando voces, está Mohammad Fazle Elahi, el líder de la asociación Valiente Bangla, que se deja la piel intentando ayudar a sus compatriotas. Son casi todos irregulares e invisibles. Elahi reivindica que se les dé papeles para aliviar su precariedad. Allí, sin embargo, en uno de los barrios más multiculturales de Madrid, no todos llevan bien una cola de extranjeros recibiendo comida. Un vecino ha llamado a la policía municipal para denunciar el trasiego y un hombre, que dice haber salido de la cárcel el día anterior y que duerme en un coche, se indigna porque nadie en ese lugar habla su idioma y exige su parte. “No soy racista, pero por qué a ellos sí y a mí no. Aquí, todos iguales”, grita mientras pretende pasar delante del resto.
Ajenos a las quejas, los lateros esperan pacientemente su turno en ayunas, guardando los preceptos del Ramadán, mes sagrado para los musulmanes. Zakir Hossain, de 35 años, trabajó en Polonia antes de llegar a España hace tres años. Vendía cerveza y ganaba 500 euros al mes. “No era suficiente, pero conseguía subsistir”, asegura. “Ahora es horrible. Vivimos 12 personas en un piso de tres habitaciones y he pasado hambre varias veces estos días”, se queja. El Ramadán, que inició el pasado 23 de abril y que le obliga a ayunar hasta la noche, le ayuda a enfrentar estos días cada vez más largos. “Me concentro rezando”, asegura. “Estoy como en una cárcel, no aguanto más en casa”, dice Ali Khan, de 24 años. “España es amigable y me siento en familia, pero esta situación es horrible”.
En la acera de enfrente de la mezquita, está la sede Asociación de los Inmigrantes Senegaleses (Aise). Donde antes se daban clases de español, ahora se reparten verduras y pan de molde. Hay otras tres entidades más gestionando el banco de alimentos del barrio, que estas semanas ha recogido unos 20.000 kilos de comida donados por los vecinos para los vecinos, sin importar la nacionalidad. La red está en contacto con otros barrios y comparten cargamentos: ellos dan verdura. En Vallecas, pescado.
Vestida de luto hace 18 años, la viuda Ana Bella Bermúdez, de 65 años, se acerca a la puerta de los senegaleses. No hay comida en su nevera y pide ayuda. La conocen porque es la vecina que cuando celebran algo en la calle les ha lanzado literalmente un cable desde su casa para que se conecten a la electricidad. Que la reconozcan le alegra el día porque no tardan en darle una bolsa de víveres. “Mi hija me da comida, pero ella tiene su familia. Vivo con otro hijo enfermo y a veces no tengo ni para comprar las medicinas”, asegura. “Aquí vienen blancos y negros, todos los que lo necesiten”, explica el tesorero de la asociación, Aziz Diouf. Los manteros son, quizá, su colectivo más vulnerable. “No tienen dinero para pagar la casa, ni la luz, ni la comida”, advierte Diouf.
A las dos de la tarde la calle por fin se vacía y Concepción Pastor, de 86 años, uñas pintadas de coral y bata verde, atraviesa la calzada. Al cuello lleva el mando de teleasistencia para ancianos vulnerables. Sin querer ha conjuntado sus calcetines verde pistacho con la bolsa de Bankia donde mete sus cosas y celebra que el fotógrafo repare en el detalle. Se emociona en seguida. En los últimos días sufre más ansiedad por el encierro. “Estoy muy nerviosa, no sé qué me pasa”, dice con voz muy suave. Al verla pasar, los bangladesíes la llaman. No la dejan irse a casa sin su caja de leche.
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