La palabra carne
Ahí está el riesgo: que un gran avance técnico no beneficie a las multitudes que lo necesitan sino a una junta de accionistas
La carne es carne es carne, carne de su carne: la palabra carne suena tan concreta, tan precisa y, sin embargo, es probable que en pocas décadas signifique otra cosa. Lo sabemos: las palabras dicen cosas distintas a medida que las cosas son distintas. Un villano era cualquier vecino de una ciudad o villa y ahora es el malo de la película; una corriente eran aguas turbulentas y ahora es electricidad; un ratón nos daba asco y ahora lo toqueteamos todo el tiempo. A la palabra carne pronto le pasará lo mismo: dejará de s...
La carne es carne es carne, carne de su carne: la palabra carne suena tan concreta, tan precisa y, sin embargo, es probable que en pocas décadas signifique otra cosa. Lo sabemos: las palabras dicen cosas distintas a medida que las cosas son distintas. Un villano era cualquier vecino de una ciudad o villa y ahora es el malo de la película; una corriente eran aguas turbulentas y ahora es electricidad; un ratón nos daba asco y ahora lo toqueteamos todo el tiempo. A la palabra carne pronto le pasará lo mismo: dejará de ser un trozo de animal para ser uno de inteligencia humana.
De carne somos y carne comemos y, hasta ahora, cualquier bocado cárnico era el producto del sacrificio de una bestia, carne débil. Nos parece difícil pensarlo de otro modo y, sin embargo, ya es hora de empezar: pronto la muerte dejará de ser la condición para comerse un buen asado.
Willem van Eelen, un joven holandés, no sabía qué sería de su vida cuando el ejército nipón lo encerró cinco años en un campo, prisionero de guerra en Indonesia. Allí, hambre y más hambre, se le ocurrió la idea; tras la paz estudió Medicina y pasó décadas buscando cómo hacerlo hasta que, hacia 1990, los avances en las técnicas de clonación —y la llamada “ingeniería de tejidos”— se rindieron a sus fantasías: células madre de diversos bichos, alimentadas con las proteínas adecuadas en un medio propicio, podrían reproducirse infinitamente y crear verdadera carne de animal sin animal.
En 2013 Van Eelen se dio el gusto: sus discípulos presentaron en Londres la primera hamburguesa de carne cultivada. Pesaba un cuarto de libra y costaba un cuarto de millón de libras —pagados por Sergei Brin, el dueño de Google— pero los catadores dijeron que sabía a carne verdadera. Solo faltaba encontrar las formas de fabricarla a bajo precio: en Estados Unidos, Europa, Corea, Israel, hay laboratorios que ya lo están consiguiendo y dicen que pronto se venderá en supermercados. Mientras, todos ellos discuten por su nombre.
Nunca una sola cosa tuvo tantos. La palabra carne está en todos, y después viene otra: carne humanista, carne de laboratorio, carne saludable, carne inanimal, carne artificial, carne in vitro, carne sintética. Hace cuatro o cinco años parecía que “carne limpia” ganaría la carrera, pero ahora los científicos y empresarios involucrados prefieren hablar de “carne cultivada”. Quizá no piensen que nuestros nietos la llamarán carne a secas.
La nueva carne es carne —de vaca, pollo, oveja— y dicen que tiene gusto a vaca, pollo, oveja. Hasta ahora solo fue legalizada en Singapur, pero en otros países falta poco —salvo en Italia, donde el Gobierno de extrema derecha la prohibió hace meses. Cuando sea autorizada por las agencias correspondientes y empiece a venderse será el principio de una revolución sólo comparable al invento de la agricultura. Entonces los hombres descubrieron cómo hacer que la naturaleza les obedeciera; ahora descubrimos que ya no necesitaremos a la naturaleza. Y los efectos son incalculables: todas esas tierras que se usan para criar ganado quedarán libres para el cultivo o, incluso, para oxigenar el planeta. El efecto invernadero cederá y, sobre todo, ese 70% de la agricultura que se usa para engordar vacas y cerdos se podrá destinar a los humanos y terminar de una vez por todas con el hambre.
La carrera está lanzada: los laboratorios que la protagonizan suelen ser start-ups que consiguen inversores de esos que entran en proyectos más o menos delirantes para perder un millón o ganar miles. Ahí está el riesgo: que un gran avance técnico no beneficie a las multitudes que lo necesitan sino a una junta de accionistas. Ahora, mientras todo está por verse, los Estados y sus organismos internacionales tendrían la ocasión de cambiar el modelo: de decidir que serán ellos los que desarrollen la nueva comida para que no sea propiedad de unos pocos sino patrimonio de todos; para que no le sirva a una corporación sino a la humanidad. Sería una gran oportunidad —una oportunidad única— para acabar con esos mecanismos que hacen que cientos de millones de personas no coman suficiente. Parecen grandes palabras; quizá sea, también, un gran proyecto. El invento, por fin, de la famosa carne viva.