Revisitar el mito de Oxford: cómo ser élite académica sin elitismo
Una de las universidades más prestigiosas del mundo, pilar de la cultura británica, intenta sacudirse la etiqueta de guardián de los privilegios de clase. Su alumnado es cada vez más diverso, pero las inercias hacen de contrapeso en este complejo ecosistema forjado durante siglos
“No vayas a escribir solo cosas malas de Oxford, ¿eh?”. A la puerta de las casas de origen medieval donde hace siete siglos los monjes benedictinos mandaban a estudiar a sus hermanos más espabilados, frente a una explanada de césped perfilada al milímetro, David Isaac, rector del Worcester, uno de los 39 colleges que componen una de las más prestigiosas universidades del mundo, se despide tras una rápida sesión de fotos. Mientras se aleja, queda flotando en el aire la advertencia-petición que se ha abierto paso, nítida, desde el fondo de un irónico tono de broma.
Pero lo cierto es que e...
“No vayas a escribir solo cosas malas de Oxford, ¿eh?”. A la puerta de las casas de origen medieval donde hace siete siglos los monjes benedictinos mandaban a estudiar a sus hermanos más espabilados, frente a una explanada de césped perfilada al milímetro, David Isaac, rector del Worcester, uno de los 39 colleges que componen una de las más prestigiosas universidades del mundo, se despide tras una rápida sesión de fotos. Mientras se aleja, queda flotando en el aire la advertencia-petición que se ha abierto paso, nítida, desde el fondo de un irónico tono de broma.
Pero lo cierto es que es muy difícil no escribir cosas buenas sobre esta institución casi milenaria que ocupa los primeros puestos de los rankings internacionales, enclavada en un entorno idílico en el sureste de Inglaterra. Lo es por más que alguien se haya desplazado allí para intentar comprobar qué queda —si queda algo, si es que lo hubo— de ese paraíso elitista para pijos irredentos que dibujan la película Saltburn —éxito de la directora Emerald Fennell, ambientada en la primera década de 2000— y el libro Amigocracia, cómo una pequeña casta de ‘tories’ de Oxford se apoderó del Reino Unido, firmado por el periodista Simon Kuper, graduado allí en los años ochenta, y publicado en español hace unos meses por Capitán Swing.
Tras algunos lustros de esfuerzos por aumentar la diversidad social de su alumnado, y el extendido bochorno por haber ayudado a engendrar figuras como la del ex primer ministro británico Boris Johnson —paradigma para muchos de una clase alta irreflexiva y caprichosa que se cree con derecho a regir como les plazca los destinos de sus compatriotas—, la verdad es que poco queda de todo aquello. O, al menos, poco ha encontrado esta revista de las exhibiciones públicas de ostentación y desprecio al esfuerzo académico por parte de los cachorros de la clase dirigente que describe Kuper en su libro. Él mismo lo reconoce al final de la edición española, después de varias visitas recientes al campus de su juventud.
Esto no quiere decir que la meritocracia campe ahora victoriosa sobre el elitismo; sin duda lo están menos que nunca, pero las clases más acomodadas siguen claramente sobrerrepresentadas. Los que llegan desde colegios privados son el 31,9% de los nuevos estudiantes de grado, cuando menos del 7% de la población estudia en esos centros; sin contar el creciente número de alumnos extranjeros que, salvo excepciones, pagan matrículas de a partir de 38.000 euros al año. Además, paseando por sus calles empedradas, entre la arquitectura monumental, las tiendas de souvenirs de la calle Broad y los tours que recorren los escenarios reales de las películas de Harry Potter, absorbido tal vez por la idea de que todo aquello recuerda a ratos a una especie de parque temático del conocimiento en el que alumnos y profesores fueran parte del decorado, alguien podría preguntarse qué queda de aquella máquina de moldear (junto a Cambridge, por supuesto) las élites políticas y culturales británicas.
—Somos una institución educativa de élite, pero no elitista. Élite quiere decir que somos la primera universidad del mundo en excelencia académica y que ese es nuestro objetivo, para lo que escogemos a los mejores estudiantes con independencia de su riqueza y de su origen.
David Isaac, abogado de éxito y exresponsable de la Comisión de Igualdad y Derechos Humanos del Reino Unido, cuenta que fue el primero de su familia en ir a la universidad: a Cambridge y luego a Oxford. Habla reclinado en un sofá de un gran salón de la planta baja del edificio del rector, con vistas a un jardín, un lago y unos campos de deportes propiedad del Worcester College que suman 110.000 metros cuadrados.
Si cualquier universidad es un organismo complejo, hecho de facultades y departamentos que pueden ser el día y la noche en muchos aspectos, aunque convivan puerta con puerta, en Oxford todo se complica aún más. Con unos orígenes que se remontan al siglo XI, la universidad en realidad una coalición de 39 colegios universitarios (36 colleges y tres asociaciones) independientes, miniuniversidades repartidas por toda la ciudad. Cada una con su propia personalidad y gran independencia tanto económica como de gestión. Por ejemplo, fundado en 1714 sobre el antiguo Gloucester Hall y el todavía más antiguo Gloucester College, el Worcester tiene fama de ser uno de los más abiertos y con mayor diversidad: el 84% de sus nuevos alumnos de grado de los últimos años venía de colegios públicos. En el otro extremo, ese grupo supone menos del 60% de sus nuevas incorporaciones en New College (fundado en 1379), St Hugh (1886), St Peter’s (1929), Corpus Christi (1517) y Christ Church (1546).
Para unos y otros es muy difícil entrar en Oxford. En 2022, solo el 13% de los aspirantes lo consiguió, después de un proceso al que solo acceden aquellos que tengan unas notas previas muy altas (ponderadas desde hace algunos años por el contexto socioeconómico), y que incluye cartas de recomendación, un ensayo de solicitud y una prueba de acceso y un par de entrevistas personales.
Una vez dentro, los alumnos son perfectamente conscientes de las oportunidades que se les abren, pero, en general, no se sienten llamados a formar parte de ninguna élite o, al menos, no lo dicen en voz alta. “Si eres lo bastante bueno para entrar en un sitio así, probablemente acabarás haciendo… Algunas personas terminarán haciendo algo significativo”, admite Abdul Hadi Muhammad, joven londinense de origen paquistaní que estudia Ingeniería en el Balliol, el mismo college por el que pasó Boris Johnson hace cuatro décadas. Más bien dicen sentir la presión de estar a la altura. “Muchos experimentan el síndrome del impostor. Es algo de lo que se habla todo el tiempo”, añade Hanah Edwards, alumna de PPE, siglas en inglés para Filosofía, Política y Economía, carrera famosa por ser un escalón del camino clásico de las élites políticas británicas, que comienza en internados privados como Eton, continúa en Oxford y termina en el Parlamento. Es el caso, de nuevo, de Boris Johnson, pero también de David Cameron, Liz Truss, Ed Miliband o Ed Balls.
La presión viene acompañada por otra idea muy extendida: la de ser unos privilegiados por estar allí. Emoción que se ve reforzada continuamente por un escenario maravilloso, natural y construido, con sus salones de gala y sus bibliotecas centenarias, y por esas seculares tradiciones que incluyen cenas de etiqueta, juramentos en latín, ropajes académicos especiales —capas, cuellos y birretes— obligatorios en numerosas ocasiones y hasta un idioma propio para nombrar todo tipo de cosas: desde los semestres (Michaelmas, Hilary y Trinity) a los cargos de los colleges (los tesoreros son los bursar). “Puede que no sea la razón principal para solicitar aquí una plaza, al menos no para la mayoría, pero cuando vienes, es algo bonito que ninguna otra universidad te ofrece”, dice Staś Kaleta, londinense de origen polaco que el año pasado se graduó allí en Lengua y Literatura Inglesa.
Para algunos académicos, esas tradiciones son el repelente perfecto para los alumnos más humildes. Sin embargo, Hadi, que preside The 93% Club Oxford —movimiento que trata de luchar contra la desigualdad haciendo comunidad entre los antiguos alumnos de la escuela pública—, argumenta justo lo contrario mientras enseña a los visitantes el lujoso comedor del Balliol: “Antes de venir aquí, nunca había pisado un lugar como este. Así que poder sentarme a cenar aquí es una gran oportunidad y un privilegio. No me hace sentir incómodo, sino agradecido”.
Aunque parece todavía lejos de ser suficiente, es innegable que la diversidad social en Oxford es hoy mayor que nunca: la proporción de alumnos de entornos desfavorecidos se ha doblado desde 2016, hasta llegar a ser uno de cada cinco. Y, una vez dentro, las becas y los préstamos públicos alivian la enorme carga que supone estudiar allí a pesar de tratarse de un centro público: unas 9.000 libras (algo más de 10.000 euros) al año de matrícula, y entre 12.000 y 17.000 libras (entre unos 14.000 y 20.000 euros) más de alojamiento y la manutención. Sin embargo, a nadie se le escapa que el sistema está viciado desde el inicio, y no solo por las ventajas de quienes pueden pagar un colegio privado o unos tutores de apoyo que desde la más tierna infancia facilitarán la entrada a los mejores institutos públicos y, más tarde, la preparación para los exámenes finales y las entrevistas. “El problema no es que sea elitista, sino que, en su inmensa mayoría, solo lo quieren y lo utilizan personas que ya pertenecen a la élite. En otras palabras, refuerza los privilegios y las desigualdades económicas y de clase”, asegura en un mensaje James Rebanks, escritor y pastor de ovejas en Matterdale, un pueblo del noroeste de Inglaterra. Rebanks estudió Historia en los noventa en un Oxford aún “dominado por pijos”. Sobre la escasez de representación de las clases humildes, añade: “La institución históricamente no los ha querido; ahora dice que sí, pero no puede atraerlos”. Su propia experiencia podría contradecir sus palabras, sin embargo, siempre ha habido numerosos ejemplos de lo que Kuper describe en su libro como una de las “funciones de Oxford”: “La selección de outsiders espabilados” para “iniciarlos en el estilo de vida de la clase dirigente”.
En todo caso, cualquier ostentación de privilegios de clase como los que él vivió en su día está hoy muy mal vista. “Parece que la meritocracia ha ganado el relato”, opina César Fuster, estudiante de doctorado becado en Oxford para escribir su tesis, precisamente, sobre cómo la gente entiende la desigualdad económica y sus fuentes. Él tiene sentimientos encontrados. “Es una universidad que abraza la diversidad de una manera bonita, tanto que muchos la critican por ser demasiado woke. Sin embargo, está también todo ese clasismo latente que se ve, por ejemplo, cada día a la hora de comer: el profesorado jamás va a compartir mesa con los conserjes y las limpiadoras, la mayoría extranjeros. Son cosas que me fascinan y me irritan muchísimo”. Así, las diferencias de clase se manifiestan de forma más sutil. En los acentos, por ejemplo, cuyo cambio llega a suponer una crisis de identidad para algunos alumnos de origen humilde, como puso de manifiesto un estudio de 2021 de la socióloga Éireann Attridge. Hadi admite que su acento ha cambiado desde que llegó a Oxford, aunque no lo vive como algo negativo. Tampoco cree que haya nada malicioso en el hecho “natural” de que la gente tienda a juntarse con otras personas de su mismo origen. “En mi caso, la mitad de mis amigos hemos ido a colegios públicos, y la otra mitad, a privados. Y estamos juntos todo el tiempo y no hay ningún problema”.
Lo cierto es que, con independencia del origen, Oxford ofrece unas oportunidades que otras universidades no dan. Sus recién graduados ganan 15.000 libras por encima de la media de los del resto de instituciones, según publicaba hace unos meses The Daily Telegraph. Pero las ventajas tampoco serán iguales para todos, según Sam Friedman, sociólogo de la London School of Economics, coautor de Nacidos para gobernar (Born to Rule), sobre la creación de las élites británicas, que se publicará el próximo septiembre: “Hay toda una infraestructura de clubes y redes que se traduce en una experiencia social muy diferente, aparte de los logros educativos, que siguen siendo muy importantes. Puede que Oxford esté diversificando en cierta medida su alumnado. Pero mientras un porcentaje tan significativo siga procediendo de colegios privados, este tipo de experiencia dual seguirá existiendo”. Hay sociedades de todo tipo: políticas (como el club conservador y el laborista), deportivas (de rugby, remo, polo…), académicas (antropología, lenguas muertas…), para amantes de la naturaleza, futuros diplomáticos, emprendedores… Pero la más famosa y elitista sigue siendo para muchos la Oxford Union, el club de debate fundado en 1823 al que se puede pertenecer pagando una cuota única de unos 350 euros.
Polémica y descarada —hay quien ha pedido su cierre; la última vez, por llevar a una ponente con un discurso fieramente antitrans—, por esta sociedad han pasado como invitados desde Albert Einstein y Michael Jackson a la madre Teresa de Calcuta e Isabel II. Y de entre sus miembros no solo han salido seis primeros ministros británicos (el último, Boris Johnson), sino que desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta el año 2000, en torno al 30% de los presidentes de esta sociedad han acabado siendo políticos profesionales. Hannah Edwards, parte del grupo de oxonienses llegados desde colegios privados, fue su presidenta hasta el pasado mes de marzo; los mandatos duran solo un trimestre. Ella rechaza ansias propias en ese sentido, pero admite que el puesto atrae a personas interesadas previamente en la política. Convencidos tal vez de que la sociedad es un trampolín hacia ese mundo. Desde luego, parece que daño no hace. Como tampoco lo hace el poder indudable de la marca general, la de Oxford.
“No ocurre de forma automática”, insiste el rector Isaac desde el Worcester. “Es una señal, como en EE UU con Harvard o Princeton. Pero no se trata de a quién conoces y cuáles son tus redes, sino de qué has estudiado y cómo has rendido”, añade. Puede ser. Pero también, como defienden otros, que alrededor de Oxford existe una especie de comunidad de apoyo en la élite a partir de un poderoso sentimiento compartido de pertenencia. Algo así vino a admitir hace unos meses en un discurso la vicerrectora de la Universidad de Oxford, Irene Tracey: “Con una comunidad mundial de más de 350.000 antiguos alumnos y asociados, esto es poder, liderazgo e influencia: blanda y dura”. También se refirió a sus estudiantes como “la próxima generación de líderes del pensamiento”. Y sobre su misión, dijo: “Oxford debe sentir la presión de ser unos privilegiados en cuanto a recursos y talento. Desempeñemos, pues, el papel que nos corresponde a la hora de dar forma a Gran Bretaña, a Europa y al mundo en esta era de globalización cambiante”.