Carla Simón: ecos de familia en Galicia
Exterior, día: ría de Vigo. La cineasta anda buscando localizaciones para su próxima película, ‘Romería’, que cerrará con la historia de sus padres la trilogía familiar que inició con ‘Verano 1993′ y prosiguió con ‘Alcarràs’. “Es un viaje para hablar de la importancia de la memoria”, dice Simón, que recogerá el día 23, en San Sebastián, el Premio Nacional de Cinematografía
Las aguas, resguardadas del mar abierto, están tranquilas en la playa de Liméns cuando Carla Simón (Barcelona, 36 años) se detiene con su cámara. Sus pies pisan la fina arena mientras observa a una pareja con su hija, dispuesta a salir corriendo y lanzarse al agua. Hay algo que le ha llamado la atención a la directora. Con unos movimientos lentos, se pone la cámara fotográfica cerca del ojo izquierdo, enfoca y dispara. Simón está trabajando en localizaciones para su nueva película en la ría de Vigo y, después de muchos...
Las aguas, resguardadas del mar abierto, están tranquilas en la playa de Liméns cuando Carla Simón (Barcelona, 36 años) se detiene con su cámara. Sus pies pisan la fina arena mientras observa a una pareja con su hija, dispuesta a salir corriendo y lanzarse al agua. Hay algo que le ha llamado la atención a la directora. Con unos movimientos lentos, se pone la cámara fotográfica cerca del ojo izquierdo, enfoca y dispara. Simón está trabajando en localizaciones para su nueva película en la ría de Vigo y, después de muchos disparos fotográficos, este último la deja pensativa, como si hubiese hallado uno de esos “lugares abstractos” que anda buscando. Camina con sus pensamientos y en silencio y, poco después, se pone a hablar del sitio donde vivían sus padres, justo al otro lado de la ría. “¿Ves ese edificio más grande que los demás?”, señala con el dedo a un horizonte difuminado por la tímida bruma matinal y en el que se divisa parte de la silueta de Vigo. “No las torres, sino el otro edificio, el más feo”, dice con una risa. “Ahí vivieron mis padres”.
La mirada de Carla Simón nunca es casual. Su forma de observar la realidad a través de sus películas y cortometrajes ha sido uno de los mejores y más celebrados acontecimientos del cine español en los últimos años, tanto por su éxito en España y Europa como por su estilo especial y distinto, que le ha valido el reconocimiento este mismo año del Premio Nacional de Cinematografía, un galardón que, cosechado con tan solo dos películas, Verano 1993 y Alcarràs, antes habían ganado cineastas como Carlos Saura, Luis García Berlanga, Fernando Trueba, Pedro Almodóvar, Juan Antonio Bayona o Isabel Coixet. “Intento no pensarlo mucho”, reconoce. “No creo que sea bueno crear desde esa presión. Sentí ya mucha presión entre mi primera y mi segunda película y no quiero volverlo a vivir igual. Por eso, me repito mucho a mí misma: ‘Nadie está esperando mis películas”. Lo que es seguro es que a sus filmes se los reconoce como obras de valor cinematográfico: Verano 1993 ganó en 2017 dos Goyas —a la mejor directora revelación y al mejor guion original— y Alcarràs se llevó en 2022 el Premio Feroz al mejor largometraje y el Oso de Oro de la Berlinale a la mejor película, convirtiendo a Simón en la primera mujer española en ganar en el festival berlinés. Desde entonces, su nombre se ha hecho relevante en el circuito del cine independiente internacional.
Hoy, la cineasta está trabajando en el que será su tercer filme, Romería, una historia de sus padres que, según ella, es por encima de todo “un viaje para hablar de la importancia de la memoria”. Afirma que cerrará la trilogía familiar después de que en Verano 1993 hablase de su propia historia como niña a la que se le murieron sus padres y Alcarràs lo hiciese sobre la vida campesina de sus tíos. Cámara fotográfica en mano —una digital pequeña con lente y visor que ha sustituido al móvil para “no llenarlo de fotos”—, Simón espera en la puerta de un chiringuito para empezar a localizar durante toda la mañana en distintas playas. Le acompaña Fon Cortizo, director de cine gallego que la está ayudando a manejarse mejor por el terreno y que, días atrás, hizo una barrida de localizaciones que compartió con ella para ir cotejando posibilidades de paisajes. “Digamos que soy el delegado de sus ojos”, explica Cortizo, unos pasos por detrás de Simón. “Es la primera vez que hago esta tarea fuera de mis películas y, si lo hago, es por estar cerca de Carla. Trabajar a su lado es súper nutritivo. Todo es cuestionable y ella quiere encontrar alternativas a lo que ya conoce”. Simón conoce este terreno después de visitarlo cuando tenía 20 años con el fin de saber más de la familia de su padre, que era gallego y falleció cuando ella apenas tenía tres años. No tiene recuerdos de él. Su padre, Kin, y su madre, Neus, vivieron en Vigo antes de que ella naciese y, después, se separaron. La hija empezó a tener verdadero interés en esta tierra gallega, tan lejana del espacio mediterráneo donde creció, a partir de leer las cartas que su madre escribió sobre el mar. “Quise descubrir su pasado”, asegura. “La gente pasa, pero los sitios quedan”.
Las boyas amarillas flotan plácidas en un agua en calma. Los cormoranes han cogido sitio en primera línea del saliente de rocas que separa la playa de Liméns con la de Santa Marta, un lugar propicio para los pescadores madrugadores y para contemplar unas preciosas vistas de un archipiélago declarado parque natural. “Creo mucho en la sensación de los sitios”, explica la cineasta a medida que se adentra por la duna que, más adelante, llevará a una zona montañosa, donde hay una casa en lo alto que le gusta como una posible localización. “En Alcarrás me costó muchísimo conseguir la casa que se ve en la película. Me recorrí muchos pueblos. Necesitaba que tuviese higueras y fue tan difícil que todavía busco higueras”, cuenta con una sonrisa. La casa para Romería, que la cineasta empezará a rodar en 2024 y quiere estrenar en 2025, debe ser “un lugar con historia, una casa vivida”, y desde su jardín, puntualiza, tiene que verse el mar.
Un mar que está ahora manso y bello con las tradicionales dornas gallegas flotando como adornos alrededor de las islas Cíes. El paisaje ha jugado siempre un papel esencial en el cine de Carla Simón. “Busco el feeling. Está el paisaje como fotografía y también el paisaje que me transmite algo”, explica por el sendero que bordea la ría. Verano 1993 mostraba el ambiente mediterráneo de un pueblecito de Girona: las huertas, los caseríos, las fiestas populares, los gigantes y cabezudos… Alcarràs, por su parte, se adentraba hasta el corazón de Lleida, en la comarca de Segrià, que linda con la frontera aragonesa, a orillas del río Segre: los melocotoneros, los campos de cereales, las lomas y colinas vegetales, las piscinas de piedra, los riegos de vino… “Para mí es muy importante escribir desde los sitios donde voy a rodar”, cuenta la directora y guionista. El paisaje es para Simón un lugar que se expresa junto con los personajes, un espacio donde se generan conflictos emocionales y sociales y termina por dar una dimensión afectiva al conjunto. Sus largometrajes y sus cortos parecen documentales en los que lo íntimo se presenta con una naturalidad asombrosa y adquiere un valor simbólico. “Me gusta que parezca que las cosas pasan enfrente de la cámara como por casualidad”, explica. “Cuando me dijeron que Verano 1993 parecía un documental, me quedé muy loca. No quería que pareciese un documental. Quería que pareciese la vida. Al final, me di cuenta de que, si parece un documental, es porque parece la vida”. Con Alcarràs también se lo dijeron, más aún cuando, con algunos actores que habían sido campesinos, muestra con detalle la cotidianidad de una familia que se desloma trabajando la tierra y lucha por sobrevivir ante el avance tecnológico. “Hacer cine tiene algo de acto político a pesar de que lo hagas desde una intimidad muy concreta”, señala.
Su mirada cinematográfica, por tanto, es singular, una especie de mezcla entre el neorrealismo italiano y la nouvelle vague francesa. Como decía la cineasta belga Agnès Varda: “No estoy detrás de la cámara. Estoy dentro de ella”. Carla Simón también está dentro. “Que parezca un documental no quiere decir que hemos llegado ahí y hemos filmado cosas sin más. Nada más lejos de la realidad. Yo escribo y pienso todo. Cuando en Verano 1993 hay un momento en que la niña mayor mira el jamón, no es por cuestión de suerte. Habrá quien diga: ‘Qué bien. Esa niña ha mirado el jamón y es más real’. Es real porque yo le digo a la niña que mire el jamón”, cuenta. La directora reconoce que tiene una manera de rodar en la que habla mucho durante las tomas y guía a los actores con su voz, diciéndoles que se muevan, digan algo, cojan una mano, corran hacia un lado o lo que sea que necesita la escena. “Son direcciones que doy durante la toma y, luego, quitamos mi voz. Eso me ayuda a controlar hasta los pequeños detalles. Está todo muy medido”. Al final, su realismo cobra una fuerza filosófica con respecto al cine que quiere crear. Y cita a la directora Lucrecia Martel y sus diálogos como fuente de inspiración: “Están muy bien atados y se conectan en toda la película. Hay poca gente que sepa escribir los diálogos más parecidos a la vida que ella”.
Es miércoles y Carla Simón se encuentra en el caserío que ha alquilado en Cangas su productora, María Zamora. El día anterior fue jornada de localizaciones, pero hoy la cita es más relajada, perfecta para poder sentarse en el jardín y charlar sin prisa. A los niños de María Zamora se los oye y ve jugando al otro lado de los frutales mientras que, en la vieja cocina, su pareja, Valentín, da de comer a su hijo Manel. Es como si estuviésemos en una escena de una película de la propia Simón, quien se sienta en un banco con un té recién hecho. “Hago cine porque soy muy cotilla”, dice entre risas. “Me gusta la gente y me interesa mucho cómo funcionamos. Con 13 años o así me di cuenta de que los adultos de mi familia se equivocaban y me fascinaba”.
El primer recuerdo de Carla Simón con el cine está en su infancia, aunque reconoce que apenas veía la televisión porque creció en una casa de campo, como la de Verano 1993, en la que estaba “jugando fuera todo el día”. “Teníamos un videoclub en el pueblo y veíamos alguna de Disney. Pero voy a confesar una cosa: pensaba que los dibujos eran reales hasta muy mayor. Pensaba que era un mundo paralelo que existía y lo tenía clarísimo. Cuando me enteré, no era tan pequeña y me daba vergüenza decir a la gente lo que tenía en mi cabeza”, cuenta riendo. Recuerda especialmente alguna película de Buster Keaton —”el cine mudo siempre va bien con los niños”— y poco más. “Yo lo que quería era viajar y, por eso, quería ser periodista de National Geographic. Flipaba con las fotos que tenía la revista, que se compraba mi padre adoptivo, y quería ir a América Latina como fuera”.
Viaje es una palabra que la cineasta repite mucho para hablar de la película que ahora está escribiendo y localizando en Galicia. Para ella, viajar es un concepto más que algo físico y fue en bachillerato cuando entendió que en el cine se podía viajar de otra forma también interesante. “Una profesora nos puso Código desconocido de Michael Haneke y, después, hubo un debate sobre la película. Me gustó mucho. Empecé a mirar a la pantalla de otra manera porque me di cuenta de que podía haber una reflexión sobre la condición humana detrás de una película”, cuenta. Después, estudió Comunicación Audiovisual en la Universidad Autónoma de Barcelona. Le dieron una lista de películas imprescindibles e iba cuatro veces por semana a la videoteca para ponerse al día. “Una lista repleta de hombres”, apuntilla. Aprovechó para ver todo Buñuel, todo Berlanga, todo lo que hubiese de la nouvelle vague… “Fue un aprendizaje muy aleatorio”, dice. “Me adentré en el cine independiente sin saberlo. Sigo sin haber visto Star Wars”. Su aprendizaje como creadora llegó más al acabar la carrera, cuando estudió en la Universidad de California, donde hizo cortos experimentales, y en la Escuela de Cine de Londres, donde para entrar tuvo que proponer un guion de tres minutos. “Fue muy revelador. Escribí la historia de tres hermanos que estaban en la habitación de su madre intentando elegir un vestido después de que la madre hubiese muerto. Con este guion, tomé conciencia de lo importante que eran para mí las historias familiares. Aproveché mi estancia en Londres para explorar mucho a través de los cortos y buscar mi voz. De hecho, mi corto de graduación fue uno en el que me inspiré en la relación entre mi abuela y mi tía”.
La familia ha sido una constante en su obra. “Cuando estamos en situaciones de familia siempre pasan muchas cosas que no están explicadas, pero que, si estás atento, las puedes ver. Por ejemplo, a mí me encanta cuando pasas un día de comida familiar y, cuando luego llegas a casa con tu pareja, tienes tema de conversación porque han pasado cosas que quieres hablar”, confiesa con una risita. “Son relaciones que te marcan y muy interesantes porque no las eliges. Por eso son tan complejas. Con los amigos también nos puede pasar, pero, si no te gustan las relaciones, te vas y te buscas otros. Con la familia no se puede hacer. Hay mucho amor, pero, precisamente, por ese amor incondicional hay otras emociones complejas. Es una fuente de inspiración muy grande”. Cuenta que las películas que se le quedaban dentro desde joven eran aquellas en las que tenía “la sensación de estar viendo la vida, como un cachito de realidad”. El cachito de realidad del cine de Simón no puede entenderse sin la ausencia de sus padres y, más concretamente, la de su madre, tal y como se vio reflejado en Verano 1993. Frida, aquella niña de pelo rizado maravillosamente interpretada por Laia Artigas, era la propia Carla, quien rememora el día que se enteró de la muerte de su madre: “Estaba en casa de mi tía abuela durmiendo con mi prima. Me vinieron a buscar mis padres adoptivos, que son mi tío y mi tía. Nos tomamos algo y recuerdo que me pedí un trinaranjus. Me contaron que mi madre había dejado de vivir. Con esas palabras. Al principio, decía que era mentira. Luego, me enseñaron unas fotos de mis tíos y mi prima en las que estaban en la nieve y me dijeron que esa iba a ser mi familia, que iba a tener una hermana y un padre porque yo también había perdido a mi padre hacía años. Mi madre adoptiva me contó mucho después que me puse a leer un cartel publicitario, como para demostrar que sabía leer y como diciendo: ‘Vale, ya lo he entendido. Podemos seguir’. Al final, los niños se adaptan rápido, mucho más que los adultos”.
Con todo, la cineasta, aparte de Verano 1993, también escribió y dirigió el cortometraje Carta a mi madre para mi hijo, una fábula en la que se inventa una conversación epistolar imposible con su madre fallecida para contarle que está embarazada y que se encuadraba dentro de una interesante iniciativa de cortos dirigidos por mujeres en la que ya habían participado Lucrecia Martel, Agnès Varda o Alice Rohrwacher. Como con la película que está ahora localizando, la memoria individual para ella es importante porque marca la memoria colectiva. “Memoria es identidad por encima de todo. Hay necesidad de recuperar la memoria sobre todo para definirnos. Siento que estamos en un momento en el que no le damos tanto valor como antes. Quiero decir que antes en una familia había más memoria y se hablaba de un tío, una abuela o alguien con necesidad de recuperar su memoria. La oralidad de esa memoria era distinta También tiene que ver en cómo nos enfrentamos a la muerte hoy en día. Alguien muere, lo enterramos y nos queremos olvidar. Para mí hay algo que se está perdiendo en la sociedad actual porque va más rápido y los núcleos familiares son más pequeños. Me da mucha pena porque creo que es muy bonito cuando tienes una memoria familiar que compartes con mucha gente. Hay algo que te define como parte de una familia, un grupo, una comunidad o un sitio. Esa cosa de hablar del pasado y de nuestros ancestros es también memoria colectiva”.
Su cine recupera memoria y lo hace a través de la sutileza. Quizá sea la palabra que mejor describe su obra. “Reconozco que es una obsesión no ser explícita porque creo que la vida lo es poco”, asegura. “Me parece muy mágico ese juego que le das al espectador cuando no le concedes ese todo masticado. Me pasa que, cuando lo hacen conmigo, me mosqueo y digo: ‘Déjame que lo vea por mí misma”. Por eso, la directora intenta siempre “establecer un diálogo con el espectador” para que entienda las relaciones de las cosas. “Contiene más misterio cuando lo cuentas con sutileza. Además, me lo paso muy bien porque dejo pistas y te permite como tener capas en las películas y que no todo el mundo capte lo mismo. A mí me gusta mucho cuando hablas de una película y uno se queda con una cosa y otro con otra. En función de quién eres puedes ver una cosa u otra. Incluso puedes volver a ver una película y captar otras cosas que no hiciste antes”. Otra cualidad de su mirada es evitar el sentimentalismo. “Es otra obsesión”, apunta con una sonrisa. Un ejemplo es clarividente: la directora decidió no poner un final que le surgió sobre la marcha en la grabación de Alcarrás en el que el abuelo se puso a llorar de verdad en la toma y le acompañaron la madre, el padre, la niña... “Fue algo increíble, muy auténtico y fuerte, pero no podía ser. Sentía que, si lo ponía, estaba faltando a mis principios. Era un final de lágrima fácil”. Para esta premisa, asegura, trata de “trabajarlo todo el rato” en el guion, el rodaje y el montaje. Se lo da a ver a gente de confianza que opina y le permite probar opciones y validar los mejores cortes. Sin embargo, afirma que “los finales de las películas se encuentran”.
Romería no se rodará hasta 2024 y, por tanto, su final está todavía por encontrarse. A ella ahora no le preocupa. Solo quiere seguir manteniéndose fiel a su estilo. Considerada una de las nuevas grandes creadoras del cine español, a Simón no le importa ser encasillada dentro del cine de autor: “Entiendo el concepto de cine de autor como un sinónimo de cine independiente. Pero soy consciente de que me alejo de esa manera más conceptual del cine donde el plano tiene que ser este para que se note que está el director detrás. Yo soy todo lo contrario: a mí no me gusta que se me note”. Y sentencia: “Cómo colocas la cámara tiene mucho que ver con quién eres”. Carla Simón es apacible y sencilla, una persona que transmite sosiego cuando habla sobre una preocupación: la manera en la que vemos el cine. “Solo la idea de hablar de ‘consumir contenido’ me horroriza. No hay nada más lejos de la idea de los que hacemos cine independiente. Yo no quiero que nadie vea mi peli para consumir contenido. ¡Qué horror! Prefiero que no la vean. Hoy en día, se produce muy rápido y muchísimo. Es importante ver el cine con todos los sentidos. Nos acostumbramos a ver una serie haciendo cuatro cosas a la vez y yo eso no lo concibo”. También transmite sosiego incluso cuando habla de la última ceremonia de los Goya, donde Alcarràs no se llevó ningún premio frente al triunfo aplastante de As bestas, de Rodrigo Sorogoyen. “Tenía clarísimo que no nos iban a dar ningún Goya”, dice. “Porque la Academia de Cine es así. Estamos en tiempos interesantes de cambio, pero hay cosas que no se cambian en dos días. Tampoco una academia del cine. Nuestra academia tiene muchísimos hombres y más de la mitad están en Madrid y también hay que mirar sus edades. La Academia debe hacer un esfuerzo para renovarse e invitar a cineastas más jóvenes y a más mujeres. Debería representar a todo el cine español y ahora mismo no lo hace. Me parece igual de alarmante que Albert Serra no se llevase ningún premio como que, por ejemplo, no lo hiciese Alcarràs”.
Es jueves y Simón regresa a las islas Cíes para seguir localizando. Lleva casi dos semanas viviendo en Cangas junto a su pareja y su hijo. Dice que hoy su principal reto es la conciliación y que, por eso, localiza sin dejar de atender cada día a su hijo, que la acompaña en el barco hasta las Cíes. “Un niño te cambia la vida y te enseña a compartir más. Para mi cine será positivo”. En esta esquina paradisiaca del Atlántico, el tiempo parece transcurrir más despacio. “Cada película que haga en el futuro quiero que sienta que me lleva a un sitio nuevo”, señala. “Siempre pienso en la cajita de DVD de Agnès Varda que tengo en mi casa. Tiene una coherencia, un discurso y una búsqueda constante. Es luz para mí. Es más importante pensar en crear mi propia cajita de DVD para cuando me muera que lo que pase con la siguiente película”.
Esa cajita acaba de empezar a hacerse. Una directora cuya mirada quedó marcada aquel día que con seis años se pidió un trinaranjus y le dijeron que su madre había dejado de vivir. “Hago cine por muchas cosas, pero esa idea de contarme a mí y lo que me rodea es una necesidad que tengo para lidiar con la ausencia de mi madre. Da sentido a mi cine”. Y, con la ría de Vigo quedando en el horizonte, señala: “Mi mirada es una mirada a la vida y es compleja. Nunca hago las cosas blancas o negras. Todo tiene muchos matices”. Sigue con su cámara en la mano, buscando matices. Alguno tan llamativo como el que vio en la playa de Liméns y, desde cierta lejanía, captó a esa niña con sus padres. Tal y como contó entonces, todas las imágenes de la cámara irían a carpetas donde les pondría una marca con los colores rojo, amarillo y verde. “Como si fuera un semáforo: el rojo se descarta, el amarillo queda en duda y el verde va a la película”. No se sabe aún el color de la marca que llevará esa imagen captada con la niña que, con su aire menudo, recordaba a Frida en Verano 1993. Solo se puede decir que Carla Simón estaba buscando “lugares abstractos”, aquellos que tienen que ver “con una emoción”, y quizá en esa pequeña, a punto de irse al agua bajo la alegre mirada de sus padres en la playa, se vio a sí misma con los suyos en un recuerdo imposible.