El lenguaje de la mentira

Para que la verdad vuelva a Cataluña, no basta con descolonizar las instituciones y la sociedad; hay que descolonizar el lenguaje

Es el abecé de la política: para conquistar la realidad, primero hay que conquistar el lenguaje. Por eso la política democrática consiste antes que nada en una batalla lingüística entre los distintos partidos o sectores contrapuestos; si uno de ellos arrasa, malo. Es lo que ha ocurrido en Cataluña: que, además de colonizar el espacio público —desde las instituciones hasta la calle—, el secesionismo ha colonizado el lenguaje: no sólo se ha apropiado ...

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Es el abecé de la política: para conquistar la realidad, primero hay que conquistar el lenguaje. Por eso la política democrática consiste antes que nada en una batalla lingüística entre los distintos partidos o sectores contrapuestos; si uno de ellos arrasa, malo. Es lo que ha ocurrido en Cataluña: que, además de colonizar el espacio público —desde las instituciones hasta la calle—, el secesionismo ha colonizado el lenguaje: no sólo se ha apropiado de las palabras valiosas —independencia, democracia, libertad—, tergiversando su sentido; también ha creado una jerga —una “neolengua”, diría George Orwell— destinada a enmascarar la realidad o a crear una realidad alternativa. El procedimiento es conocido: los laboratorios secesionistas acuñan el engendro y sus propagandistas lo difunden; más pernicioso —además de inmoral— es que también lo difundan los no secesionistas, para no significarse o para congraciarse con los secesionistas y posar de conciliadores y apostar a negras y blancas y ganar siempre. El resultado es un éxito completo: tonto del culo el próximo que vuelva a llamar a esta gente tonta.

No denunciaré otra vez aquí las mentiras más exitosas del secesionismo, como el famoso e inexistente “derecho a decidir”, o el no menos famoso derecho de autodeterminación, este sí existente, sólo que lo que los secesionistas reclaman con ese nombre es el derecho de secesión, que no es un derecho democrático: ninguna Constitución democrática lo contempla. Hay muchísimas mentiras más. Algunas son casi cómicas. A mí al menos se me escapa la risa cada vez que oigo calificar a la CUP de partido “anticapitalista”: es que me acuerdo de que, según todos los estudios, posee la media de votantes más ricos del espectro político catalán, y de que presta un respaldo asiduo a la derecha casi siempre gobernante; no diré que la CUP es al movimiento secesionista lo que fue la OJE al Movimiento Nacional, porque ya nadie se acuerda de la OJE, pero la verdad es que se parece bastante: estética, ademanes y retórica alternativos —¡la revolución pendiente!— combinados con una práctica conservadora de sostén del statu quo: la revolución, sí, pero de la señorita Pepis. Otras veces el invento busca suavizar tropelías sangrantes. Mi favorito es “unilateral” o “unilateralismo”, dos palabras empalagosas con las que se pretende endulzar la amarga orgía antidemocrática del otoño de 2017. Pero la palma se la lleva el verbo “desjudicializar”, siempre acompañado del sustantivo “política”; ya saben: hay que “desjudicializar la política”, hay que resolver políticamente lo que es un problema político. Como todas las grandes mentiras, esta contiene una pequeña verdad, o varias. La principal: claro que hay que resolver políticamente lo que es político, claro que la política no debió llegar nunca a los tribunales; pero ¿quién la llevó allí? Los políticos que violaron las leyes. ¿O cómo debería haber reaccionado ante ello el Estado de derecho? ¿Permitiéndoles violarlas? ¿La democracia no se basa en que todos somos iguales ante la ley? ¿Una niña de 18 años va a la cárcel por robar un bolso (yo lo he visto), pero nadie puede tocar a unos políticos por malversar millones (lo vimos todos)? Si eso es democracia, yo soy san José de Calasanz. Entendida así, la judicialización de la política es en realidad un gran logro de la civilización: significa que los poderosos también responden ante la ley; lo que esconde la famosa “desjudicialización de la política” es una reclamación de impunidad para los políticos (al menos, para ciertos políticos).

Son sólo tres ejemplos: podría poner decenas; podría, de hecho, compilar un diccionario entero. Alguien debería hacerlo. En cuanto a mí, me conformaría con que, antes de usar la palabra “anticapitalista” referida a la CUP, antes de escribir “unilateralismo” o “desjudicializar”, no digamos “derecho a decidir”, quien vaya a hacerlo piense que así se contribuye a difundir mentiras. Y que, para que la verdad vuelva a Cataluña, no basta con descolonizar las instituciones y la sociedad; antes hay que descolonizar el lenguaje: hay que volver a llamar a las cosas por su nombre.

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