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Adobe, minaretes y algoritmos en la Ruta de la Seda

La que es una de las tres grandes ciudades en Uzbekistán de la mítica Ruta de la Seda, aunque menos conocida que sus hermanas, deslumbra por su casco histórico reconstruido, en el que nació el matemático Al Juarismi

Ruta de la Seda
El barrio de Itchan Kala, en Jiva, una de las ciudades más emblemáticas de la antigua Ruta de la Seda, en Uzbekistán.Samuel Sánchez
Óscar López-Fonseca

Khiva, una de las tres grandes ciudades de la histórica Ruta de la Seda enclavadas en Uzbekistán, vive a la sombra de sus monumentales hermanas mayores, Bukhara y Samarcanda. Sin embargo, su Itchan-Kala (Ciudad interior) es la ciudad vieja que mejor conserva la fisonomía que debieron tener estos enclaves cuando las caravanas hacían un alto cargadas de fragrantes especias, maderas nobles y lujosas telas. Pasear por ella es, de hecho, un viaje al pasado entre mezquitas, caravasares y murallas del color del adobe con el que se construyeron. Lo que no es tan conocido es que también es la cuna de una de las disciplinas clave de la ciencia: el álgebra. En Khiva —se pronuncia Jiva— nació a finales del siglo VIII el matemático, geógrafo y astrónomo persa Abu Abdallah Muhammad Ibn Musa, conocido como Al Juarismi, cuya obra puso los pilares de esta rama de las matemáticas. Su sobrenombre, adaptado al latín como Algoritmi por un Occidente que puso en valor sus conocimientos, sirvió para bautizar los algoritmos, omnipresentes, en el informatizado mundo actual.

A pesar de su relevancia, poco recuerda hoy al matemático en la ciudad que le vio nacer. La estatua que le homenajeaba a los pies de las murallas ya no está. Fue trasladada a una universidad de esta república surgida tras el colapso político en 1991 de la antigua URSS. No importa. El protagonismo en Khiva lo acaparan los 51 monumentos (algunos del siglo XII, aunque la mayoría levantados entre 1780 y 1850) que se arremolinan en las 26 hectáreas del Itchan-Kala hasta convertir su casco viejo literalmente en una ciudad-museo que, desde 1990, es patrimonio mundial de la Unesco. La reconstrucción de sus monumentos —iniciada en tiempos soviéticos y continuada tras la independencia de Uzbekistán— no deja indiferente a nadie. Para muchos, fue excesiva. El escritor británico Colin Thubron reflejaba este desencanto en el libro El corazón perdido de Asia (1994): “Sentí que en el interior de sus murallas nunca había pasado nada y nunca pasaría nada. El lugar parecía creado de la nada, sin pasado”. Otros, sin embargo, la aplauden porque permite sumergirse en lo que fue la Ruta de la Seda como ningún otro lugar.

A casi 1.000 kilómetros por carretera de Tashkent, la capital uzbeka, Khiva se acomoda con sus cerca de 90.000 habitantes en el valle del río Amu Darya (el Oxus de la Antigüedad), entre los desiertos de Kyzylkum y Karakum. Situada en lo que fue un camino secundario de la Ruta de la Seda, la ciudad prosperó con el comercio de esclavos entre los siglos XVII y XIX. Su espectacular muralla de adobe de 10 metros de altura es el primer vestigio al que se enfrenta el viajero de aquella bonanza. Se suele franquear por Ota Darvoza (puerta del padre), situada al oeste y con dos torres gemelas. Sin ser la más espectacular de las que dan acceso al recinto, es la más cercana a Kalta Minor (minarete corto), que, pese a estar inacabado —o precisamente por ello— se ha convertido en el icono del lugar. Ordenado construir a mediados del siglo XIX por el soberano local o kan Muhammad Amin con la aspiración de que fuera el más alto del mundo —debía superar los 80 metros—, su muerte frustró el proyecto y se levantaron menos de 30 metros; los que se ven hoy. Su achaparrada figura cubierta de azulejos vidriados arrebata buena parte del protagonismo al resto de los monumentos y relega a un papel secundario a la escuela teológica musulmana o madrasa que lleva el nombre de aquel kan y que se levanta junto a ella convertida ahora en hotel.

 Barrio de Ichan-Kala, en Jiva, Uzbekistán.
Barrio de Ichan-Kala, en Jiva, Uzbekistán. Samuel Sánchez

Por la misma calle, bordeada por los tenderetes que despliegan sus recuerdos para turistas, se llega a la mezquita Djuma (de los viernes), un edificio discreto, sin grandilocuentes portadas ni cúpulas, sin galerías ni patios, y con un sobrio minarete al que el tiempo ha inclinado. La sorpresa surge en su sala de oraciones, donde 212 columnas de madera con forma de tulipanes invertidos y ricamente labradas dibujan un inesperado bosque en una penumbra, solo rota por la luz que penetra de manera tímida por dos linternas octogonales abiertas en el techo. De vuelta al exterior, si se mira hacia el cielo, la vista se clavará en el esbelto minarete de la madrasa Islam Khodja, una construcción relativamente reciente —de principios del siglo XX— que, sin embargo, no desentona. Tras ascender por una estrecha escalera de caracol de 120 escalones, desde sus 45 metros de altura se tiene una de las mejores vistas.

Barrio de Ichan-Kala, en Jiva, Uzbekistán.
Barrio de Ichan-Kala, en Jiva, Uzbekistán. Samuel Sánchez

Cerca se levanta el mausoleo de Pahlavan Mahmoud, poeta, filósofo y luchador que murió en el siglo XIV y que es considerado el protector de la ciudad. El complejo, que incluye mezquita, madrasa y una soberbia cúpula verde, se erigió varios siglos después de su fallecimiento y hoy es lugar de peregrinaje y paso obligado para parejas de novios, que acuden a pedir felicidad. No muy lejos —en Khiva todo está cerca—, las vendedoras de pañuelos de algodón se arremolinan a la entrada del Tash-Khauli o Palacio de Piedra, el principal recinto palaciego. Una de sus puertas da acceso a una intrincada construcción que lleva hasta la sala del trono. La otra, al harem que aquí contaba con 169 habitaciones con coloridos techos de madera. El patio hacia el que se abrían parte de las estancias, entre ellas las de las esposas favoritas del kan, cubre sus paredes con un cautivador juego de azulejos con forma de flores. La histórica ciudad cuenta con 24 madrasas, algunas con espectaculares portadas con arcos abovedados o iwan y que en su mayoría ahora cobijan pequeños museos o tiendas de recuerdos.

Barrio de Ichan-Kala, en Jiva, Uzbekistán.
Barrio de Ichan-Kala, en Jiva, Uzbekistán. Samuel Sánchez

La de Muhammad Rakhim-Khan, de las más grandes, tiene su entrada en la plaza donde se ajusticiaba a los condenados a muerte por cientos. También allí emerge el Kunya-Ark, una fortaleza dentro de la ciudad amurallada que fue la residencia de los gobernantes de Khiva desde el siglo XVII. Su sencillo patio de armas da paso a dos pequeñas mezquitas ricamente decoradas, una de verano y otra de invierno, para el kan y su corte. Allí está también el Ak-Sheikh Bobo, bastión que se eleva por encima de las murallas y que ofrece la mejor vista de un Itchan-Kala teñido de oro por los últimos rayos de sol.

Cuando cae la noche, la mayor parte de los turistas abandona Khiva para volver a sus hoteles y los puestos de artesanía recogen poco a poco. La luz de los focos solo ilumina algunas mezquitas y madrasas, y la penumbra se apropia del resto del casco viejo. Es el momento de ir a una chaikhana (casa de té) para disfrutar de un cuenco de esta bebida y, con él, del silencio en el que se sumerge la ciudad donde Al Juarismi cambió para siempre las matemáticas hace casi 13 siglos.

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Sobre la firma

Óscar López-Fonseca
Redactor especializado en temas del Ministerio del Interior y Tribunales. En sus ratos libres escribe en El Viajero y en Gastro. Llegó a EL PAÍS en marzo de 2017 tras una trayectoria profesional de más de 30 años en Ya, OTR/Press, Época, El Confidencial, Público y Vozpópuli. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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