Esencias de Zúrich, básicos para ver e impresiones de una primera visita
Callejear por el centro histórico y junto al lago, subirse a un tranvía, entrar en una comisaría de policía para ver una obra de Giacometti y recorrer el museo Kunsthaus son los básicos de un viaje para principiantes en la ciudad suiza
En Zúrich, la capital financiera de Suiza, lo primero que entra por los ojos no son sus bancos ni las relojerías que le dan fama, es el agua. El lago de Zúrich y el río Limmat que divide la ciudad protagonizan este enclave. Un lugar estupendo para contemplar el lago es el restaurante Bernadette, vecino a la Casa de la Ópera. A través de los ventanales se observa su estampa, rodeada por las colinas Üetliberg. Veleros y ferris navegan por sus aguas, sorteando a las canoas y a los surferos de remo que pasan el día disfrutando del deporte. A un lado, la ciudad; por el otro, los Alpes, y, entre medias, los muchos pueblos de cuento que bordean el lago de Zúrich.
La distinguida calle Bahnhofstrasse nació en 1864, donde antaño se levantaban las antiguas murallas. Su longitud es de algo más de un kilómetro y acoge especialmente joyerías y relojerías, que se vuelven más exclusivas y, por lo tanto, caras, según se van acercando al lago, donde prácticamente desemboca la privilegiada calle.
Sorprende la red de tranvías azul y blanco que circulan por las calles y se agrupan en Paradeplatz, rodeada de edificios de la categoría del Hotel Savoy o la galería del Credit Suisse. Subir al tranvía número cuatro, con la imprescindible tourist card en la mano, es una forma aconsejable de empezar a conocer la ciudad, ya que sus vías transcurren paralelas al río Limmat y sus ventanas ofrecen una bella vista del casco antiguo. Se observa la imagen del legendario hotel Storchen, la Torre del Reloj y la colina de Lindenhof. Saltando del tranvía, camino del sostenible y agradable hotel Marktgasse, se pasa por un café que llama la atención: el Cabaret Voltaire. Nacido como cuna del dadaísmo, lo fundaron Hugo Ball y Emmy Hennings en 1916, y fue punto de reunión para los seguidores del movimiento cultural que predicaba la espontaneidad, la anarquía contra el orden y la imperfección contra la perfección. Hoy sigue ocupando su esquina original y acogiendo a los Amigos de Dadá.
Sin embargo, no es el único local con sorpresa de Zúrich. El asombro es mayúsculo cuando al entrar el bar y restaurante Kronenhalle, sito en la calle Rämistrasse salpicada por galerías de arte, se advierte cómo de sus paredes cuelgan un picasso, un chagall o un miró originales. La explicación es sencilla. La ciudad fue lugar de encuentro de escritores, actores, músicos, pintores. Durante sus vivencias bohemias algunos de aquellos artistas pagaron sus deudas con esas obras que han hecho del restaurante un pequeño museo, en donde, por cierto, se degusta gastronomía suiza excelente, como pueda ser su ternera con salsa, llamada Zürcher Geschnetzeltes.
Para cafés famosos, el Odeon: data de 1911 y fue el primero en ofrecer el champagne por copas, cuando era frecuentado por científicos de la categoría de Albert Einstein, políticos y empresarios. Al acontecer la Segunda Guerra Mundial, su clientela pasó a ser de emigrantes, entre ellos, James Joyce, quien adoraba Zúrich —aquí escribió parte de su Ulises—, Klaus Mann y otros tantos que buscaban refugio en la acogedora ciudad suiza. La baza de lo inesperado la guarda la comisaría de policía de Zúrich, un antiguo orfanato. El edificio en cuestión era tan sombrío que el Ayuntamiento ideó en 1922 un concurso para pintar el vestíbulo. El ganador fue nada menos que Augusto Giacometti, quien cubrió las paredes de alegría con una amalgama de tonos ocres, anaranjados y rojos, representando canteros, carpinteros, pero también astrónomos y magos, en honor al trabajo y a la ciencia. Los locales llaman a este lugar el Blüemlihalle (vestíbulo de las pequeñas flores, en castellano) por los incontables diseños florales que también despliega.
Calles adentro
Callejear por las sinuosas calles del casco antiguo es entrar en un espacio sereno, donde observar la calidad de vida que ofrece Zúrich. Sus habitantes, de apariencia tranquila, disfrutan de su ciudad. Paran en la tienda de pan recién hecho, compran queso en los puestos de los muchos mercadillos o juegan al ajedrez gigante de la plaza de Lindenhof Hill, desde donde se disfruta de vistas panorámicas del río y de la urbe. A Zúrich no le falta de nada. Tiene hasta viñedos urbanos. No es un mal plan degustar una cremosa fondue de queso en Milchbar para luego disfrutar de la cata de vinos Landolt, cuyas viñas se sitúan en plena ciudad, en las laderas de la iglesia renacentista de Enge desde donde contemplar más hermosas vistas. Y para cenar productos estrictamente suizos, estos se sirven en el restaurante Rechberg. Su estructura, de 1837, alberga un sitio exquisitamente decorado, cuya gastronomía obedece solamente a aquello que se podía cultivar, pescar o cazar en ese año en Suiza, y exime cualquier elemento gastronómico foráneo.
Siguiendo con las primeras impresiones, hay que incluir los bolsos y mochilas que llevan la mayoría de las mujeres zuriquesas. Se hacen mirar, pues el material parece hule y las formas son modernas pero sencillas. Están a la última moda los bolsos Freitag, cuyo almacén-tienda, construido con contenedores uno encima del otro, se encuentran en la zona vanguardista y de moda, West Zúrich, bajo cuyo viaducto del ferrocarril se suceden unas 50 tiendas, a cada cual más atractiva.
Tres joyas
Hay otras tres visitas imprescindibles en una primera experiencia en Zúrich. La primera, dulce e instructiva, está algo alejada del centro: es el Lindt Home of Chocolate, que recibe al visitante con una fuente de chocolate de nueve metros de altura. Y a continuación le sumerge en la apasionante historia del cacao, la semilla de los dioses, desde sus comienzos hasta el estimulante bocado que es hoy.
También hay que conocer el Museo Kunsthaus de Zúrich, toda una revelación. El museo más importante de Suiza es independiente y está dedicado a la libertad artística, expandiendo continuamente las áreas existentes. El museo original, obra de los arquitectos Karl Moser y Robert Curjel, se construyó en Hemplatz en 1910, y cuenta en su entrada con La Puerta del Infierno de Rodin y la Figura Yacente de Moore. En 2021 realizó una de sus expansiones, agregando el nuevo Kunsthaus, diseño del arquitecto David Chipperfield. Impresionante es el túnel de mármol que comunica un museo con otro. En el nuevo se puede ver, entre otras colecciones, la mayor de Edvard Munch fuera de Noruega, impresionistas como Marc Chagall o Claude Monet. Conviene resaltar los muchos cuadros de Pablo Picasso de su colección; un viaje por sus etapas creativas que incluyen la azul, rosa, cubista y neoclasicista. Están los secesionistas Max Beckmann, Lovis Corinth u Oskar Kokoschka, como también obras de Richard Hamilton y Andy Warhol. Deslumbrante sería el adjetivo para la instalación de luz de Pipilotti Rist, como bellísimas las obras del pintor y escultor suizo Alberto Giacometti.
Las torres de la catedral Grossmünster, que sobresalen erguidas en la foto del río, bien merecen una visita con la que dar por terminado un viaje de primeras impresiones a una ciudad a la que habrá que volver.
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