Las 20 recomendaciones viajeras de los corresponsales de EL PAÍS para 2026
Algunos conocen los países desde los que escriben desde hace lustros, otros han llegado a ellos recientemente, pero todos estos periodistas son expertos en adentrarse en el terreno con una mirada especial para no perder detalle. Ya sea por sus gentes, su cultura o su gastronomía, estos son algunos de sus sitios favoritos
De la naturaleza de la Patagonia Azul a la laberíntica Chongping, pasando por Tánger, Braga o Montgomery, 20 corresponsales y periodistas de EL PAÍS nos descubren una pista única de los lugares donde viven convirtiéndose así en los mejores cicerones. He aquí sus recomendaciones por todo el mundo para quienes buscan alternativas a los circuitos más trillados.
Europa
Francia Ostras y vino en la frontera entre los distritos 11 y 12 de París
Daniel Verdú
Los domingos por la mañana encuentran un acompasamiento perfecto en París entre los mercados, las ostras y el vino de los distritos 11 y 12. Salir con el carro de la compra —o las manos en los bolsillos, si uno no está para determinados desafíos— y atravesar el mercado de Bastille, en el Boulevard Richard-Lenoir, esquivando puestecitos y buscando los pequeños tenderetes donde sirven los tesoros bretones: gambas grises y erizos. Desde ahí se puede continuar hasta el mercado de la Place d’Aligre hasta llegar a Le Baron Rouge (Rue Théophile Roussel, 1). El bar, abierto como bodega a principios de los setenta, es perfecto para disfrutar de unas rillettes de oca o pato, adentrarse en la profundidad del vino francés (ofrece 50 etiquetas) y elegir entre las variedades de ostras que el local propone en los meses sin R. Mejor en la calle, apoyados en los ventanales.
La frontera entre el 12 con su vecino serpentea a lo largo del Faubourg Saint-Antoine. Y solo hay que poner un pie en el distrito 11 para encontrar decenas de propuestas gastronómicas para terminar la ruta matinal. Desde Septime (Charonne, 80), en la lista de The World’s 50 Best Restaurants, a su anexo Clamato, inspirado en los bares de ostras y moluscos de la Costa Este estadounidense y más contenido en precios. Si uno está ya harto de ostras y vino blanco, puede andar cinco minutos hasta el Paul Bert (Paul-Bert, 18), un bistró clásico donde lanzarse a un buen entrecôte, un solomillo o un chuletón fileteado con salsa a la pimienta.
Bélgica Motivos (buenos) para hablar de Amberes
María Sahuquillo
Amberes tiene algo. Y no es que el año pasado fuese la ciudad europea con más cocaína en su aguas residuales (justo antes que Tarragona). O que los jueces belgas estén cansados de alertar que por su puerto, el segundo mayor de Europa, llegan cargamentos de drogas que las mafias —que están a punto de convertir a Bélgica en un “narcoestado”, según los magistrados— distribuyen por todo el continente. Tampoco es solo la ciudad de los diamantes: aunque su distrito de joyerías bien merece un paseo.
Amberes vibra y brilla por sus joyas arquitectónicas, sus restaurantes de vanguardia y también como uno de los centros de moda y arte más ricos de Europa. No obstante, pese a que allí se editaron algunos de los primeros mapas impresos en planchas de cobre (en 1570), la ciudad belga está normalmente fuera de foco del gran turismo. Merece la pena perderse por sus viejas calles adoquinadas, ver la Estación Central, la Catedral de Nuestra Señora, la Grote Markt. También visitar la centenaria fortaleza de Het Steen, y el templo neogótico Handelsbeurs (construido en 1531 y reconstruido en 1872), el edificio de la bolsa más antiguo del mundo, que hoy se utiliza para celebrar eventos de todo tipo.
En Amberes está la casa de Rubens, el maestro del barroco flamenco, y aunque ese edificio está en restauración se pueden ver sus obras en varias de las iglesias de la ciudad, como la de Carlos Borromeo. Ya solo observar su Madonna entronizada adorada por santos, que acaba de ser restaurada y que se expone en el Museo de Bellas Artes de Amberes (KMSK), bien vale el viaje. Mide más de 5,5 metros por 4 metros y pesa 350 kilos. La restauración, de hecho, ha tenido que ser fundamentalmente in situ, en el propio museo y muchas veces bajo la atenta mirada de los visitantes.
Italia El baptisterio y el palacio del Té, joyas para la memoria en Parma y Mantua
Íñigo Domínguez
Italia está llena de ciudades y pueblos a los que hay que ir una vez, aunque sea por ver una sola cosa. Si además uno tiene tiempo para ver más, mucho mejor. El problema es que suelen dar ganas de quedarse a vivir en ellas, así que mejor una visita rápida. En la fuga permanente de la multitud que ya es hoy el turismo, un viaje maravilloso puede ser a Parma y Mantua, que están a 60 kilómetros una de la otra, y además por el camino uno puede perderse en desvíos a ver otros rincones. A Parma merece la pena ir solo por ver el Baptisterio, en mármol rosa de Verona, con frescos del siglo XIII y XIV, uno de esos lugares donde el tiempo pasa de otra manera porque uno se queda embobado mirando hasta que le duele el cuello, figuras y miniaturas de colores vivísimos que ascienden armónicamente hacia las alturas de una cúpula fastuosa.
A Mantua merece la pena ir solo por visitar el Palacio del Té, que en 2025 celebra 500 años, y es más, vale el viaje incluso solo una de las salas, la de los Gigantes. Cuando uno entra tiene la sensación inmediata de que nunca ha estado en un sitio igual, tiene un punto de locura y desvarío, y pasa al revés que en Parma, el impacto en este caso es de imágenes colosales y desproporcionadas. Dicho esto, pensar que es lo único que hay que ver en las dos ciudades es obviamente un insulto, ambas son de esas pequeñas localidades italianas de provincia que en realidad son mundos en sí mismas, pero estos lugares son la razón ineludible para ir a ellas, porque se recuerdan siempre, y quedan como joyas en la memoria.
Países Bajos En bicicleta por el bosque para admirar a Van Gogh en Kröller-Müller (Otterlo)
Isabel Ferrer
Dicen los expertos del museo dedicado a Vincent van Gogh en Ámsterdam, el mayor de su clase en el mundo, que el atormentado pintor, fallecido a los 37 años en 1890, apenas vendió unos pocos cuadros en su corta vida. Él no podía saberlo, pero medio siglo después, en 1938, su mayor coleccionista, Helene Müller, nacida en Alemania y casada con Anton Kröller, un rico empresario neerlandés que quebró, cedió al Estado la propiedad y las obras que había reunido. Se trataba, nada menos, que de unos 90 lienzos y 180 dibujos de Van Gogh. Pero eso no era todo. Helene había comprado a su vez más de 800 pinturas, unas 275 esculturas, alrededor de 5.000 dibujos y grabados y casi 500 objetos artesanales. El acuerdo de la pareja con las autoridades era crear una pinacoteca para exhibirlo todo, porque entre las demás firmas famosas figuraban Monet, Braque, Seurat o Mondrian. El conjunto forma parte desde entonces de los fondos del museo Kröller-Müller, ubicado en la localidad de Otterlo, al este de Países Bajos. Es la segunda casa de Van Gogh.
No se trata de una sala de arte al uso, puesto que cuando a Kröller le sonreía la fortuna compró una finca de más de 5.000 hectáreas para transformarla en coto de caza. No pudo ser, y en ese terreno, que pasó a llamarse Parque Nacional De Hoge Veluwe, se alza el museo. Se puede llegar en tren desde las estaciones de Apeeldoorn, Ede-Wageningen y Arnhem, y una vez dentro del parque vale la pena pasear o tomar una de las bicis blancas gratuitas aparcadas en sus tres entradas. Y así, pedaleando por un entorno de bosque, brezal, agua y arena, y donde conviven ciervos, ardillas, zorros, jabalíes o muflones, se llega hasta un museo cuya colección completa consta hoy de unas 21.000 piezas. Fuera, en un jardín de 25 hectáreas, hay unas 160 esculturas creadas, entre otros, por Aristide Maillol, Henry Moore o Auguste Rodin. A Van Gogh le habría maravillado saber que tuvo una admiradora tan sagaz y entregada.
El Reino Unido Las huellas del pasado en Londonderry/Derry, una ciudad de serie
Rafa de Miguel
Como otros muchos lugares de Irlanda del Norte, Londonderry/Derry participa de la misma esquizofrenia que inunda a esta región británica insertada en isla ajena. Empezando por su nombre. Para los católicos siempre será Derry. Para los protestantes, el nombre oficial, Londonderry, es incuestionable.
La segunda ciudad norirlandesa en tamaño acumula historia y lugares emblemáticos. Fue aquí donde, el 30 de enero de 1972, un regimiento paracaidista británico disparó contra un grupo de activistas no violentos. Trece personas murieron en la jornada que pasó a la historia como el Bloody Sunday (Domingo Sangriento). El origen de décadas de violencia sectaria en Irlanda del Norte. La era de los llamados Troubles (Disturbios).
El barrio de Bogside reúne hasta 12 murales callejeros que narran esa historia, y no lejos de allí puede verse la histórica leyenda, escrita en lo que fue el lateral de la casa entre Lecky Road y Fahan Street: “You Are Now Entering Free Derry” (Estás entrando en el Derry libre). O el obelisco en recuerdo de la matanza del Domingo Sangriento.
La ciudad, cercada completamente por un muro con 400 años de historia, se ha convertido recientemente en polo de atracción de turismo, sobre todo estadounidense, gracias a la serie universalmente aclamada Derry Girls, que cuenta con gran humor y ternura la vida, los problemas y los sueños de un grupo de chicas adolescentes católicas en los años de la violencia. El mural con sus rostros, en una pared lateral del Badgers Bar, se ha convertido en el lugar más instagrameado de la ciudad. Y hay rutas organizadas que llevan a los seguidores de la ficción a rincones emblemáticos como la librería Foyle Books.
El río Foyle dividió históricamente a protestantes y católicos, y hoy puede cruzarse por el Puente de la Paz, financiado con fondos de la UE. Un lugar perfecto para lograr una panorámica de la ciudad vieja, su catedral de San Columba o su Ayuntamiento neogótico, desde el que el presidente estadounidense Bill Clinton pidió a los ciudadanos que abrazaran el famoso Acuerdo de Paz de Viernes Santo en 1998.
Portugal Conocer, leer, comer y caminar en Braga
Tereixa Constenla
En 300 palabras no caben 2.000 años, pero sí algunos motivos para visitar Braga, declarada mejor destino emergente del mundo en los World Travel Awards de 2024 y capital portuguesa de la cultura en 2025. Ahí van cuatro razones.
Antes incluso de la existencia del reino de Portugal (1139) comenzaron las obras de la Sé de Braga (1070), un ejemplo del eclecticismo arquitectónico que distingue a los edificios de larga vida. En la Capilla de los Reyes están enterrados Dona Teresa y Don Henrique, padres de Afonso Henriques, el rey que proclamó la independencia de Portugal y que cambió el rumbo político de Braga, que durante el primer milenio había sido un referente para el noroeste como primera capital del reino suevo de Galicia y antes de la provincia romana de Gallaecia.
En 2005 Centésima Página se mudó a Casa Rolão, un palacio del siglo XVIII ubicado en una de las principales avenidas de la ciudad. Es un pulmón cultural, donde se organizan charlas, presentaciones, conciertos y exposiciones, y también un espacio gastronómico para un café o un almoço. En verano abre el jardín, donde la combinación árboles-libros vuelve a demostrarse una apuesta imbatible para rozar la felicidad.
En A Brasileira, el café fundado en 1907 en el Largo Barão de São Martinho, ya no exigen corbata para entrar como en sus primeros días, pero todavía es un lugar auténtico donde los locales acuden a tomar natas y pingados. A diferencia de su homóloga del Chiado, en Lisboa, devorada por su éxito entre extranjeros, aún acoge vida real.
Por último, merece la pena caminar hasta el santuario del Bom Jesús do Monte, declarado patrimonio mundial de la Unesco en 2019, y subir sus 573 escalones de granito para visitar sus capillas, templetes, grutas y la basílica neoclásica. Sea por motivos religiosos o paisajísticos, es un paseo recomendable.
Polonia En tren al microcosmos centroeuropeo de Wrocław
Marc Bassets
De todas las capitales europeas, Wrocław es la más desconocida. Estrictamente, no es una capital. Pero aquí, en cada una de sus calles, en los mercados y sus chiringuitos de comida tradicional, en sus iglesias, en los vacíos que han dejado las guerras, las limpiezas étnicas y las dictaduras, y en cada isla del río que la atraviesa, el Óder, palpita la historia de Europa Central. Wrocław está a cuatro horas en tren desde Berlín, uno de esos trenes centroeuropeos con compartimentos confortables y un vagón restaurante donde sirven unos pierogi más que decentes, el plato típico polaco.
La ciudad no deslumbra como Praga o Cracovia (ni atraea las masas), pero atrapa de otro modo. Por sus cicatrices y sus ausencias. Fue habsbúrguica y bohemia, prusiana y polaca, y en el siglo XX (y entretanto fue cambiando de nombre: Breslau, Vretslav, Presslaw...) vivió bajo el nazismo y el comunismo. Antes de 1945, era una de las grandes ciudades del Reich, en la actual Polonia occidental; al terminar la guerra, los alemanes huyeron en masa hacia el oeste, y llegaron los polacos que, a su vez, habían sido expulsados de la Polonia oriental, desde aquel momento parte de Ucrania y de la URSS. Bastaría, para entender estas convulsiones, una visita al Panorama Racławicka, la pintura de finales del siglo XIX sobre una batalla histórica entre polacos y rusos. La gigantesca pintura se encontraba en la Lwówpolaca (la actual Lviv ucraniana) y en la posguerra fue traslada a Wrocław.
Esta ciudad es un mirador hacia el pasado y la identidad europea, y un mirador al futuro en el que, con la guerra en Ucrania y la amenaza de Rusia, el centro de gravedad se desplaza a estas tierras. El historiador británico Norman Davies, en un libro del mismo título, decía hace unos años que la vieja Breslay era el “microcosmos” de Centroeuropa. Sigue siéndolo.
Asia
Turquía Nicea, un patrimonio que hace palidecer a muchas capitales
Andrés Mourenza
Situada a la orilla de un lago, protegida por un cerrado valle del que se desparraman olivares y huertos de labranza, Nicea huele a aceite, a fertilizantes, a pueblo agrícola. Y, sin embargo, la moderna Iznik (en turco) alberga un patrimonio que hace palidecer a muchas capitales europeas. Aquí se fijó el dogma —el credo niceno— en el primer gran concilio de las iglesias cristianas (año 325) y, cuatro siglos después, se puso fin a la iconoclastia en el último de los concilios considerados ecuménicos por católicos y ortodoxos. Este segundo concilio de Nicea se celebró en la basílica de Santa Sofía, hoy transformada en mezquita por el fetichismo del Gobierno de Erdogan, aunque abierta a todas las visitas.
Las bien conservadas murallas (construidas y reconstruidas entre los siglos III y XIII), con su poderosas torres y monumentales puertas, dan cuenta de lo bien guardada que estuvo esta ciudad, pues albergaba el Tesoro del Imperio romano de Oriente. Su época dorada —y a la que pertenecen algunas iglesias de las que quedan restos— se vivió en el siglo XIII, cuando se convirtió en capital bizantina después de que los bárbaros Cruzados tomaran Constantinopla obligando a huir a la corte imperial.
Pero también posee bellas muestras de la arquitectura otomana temprana, como la Mezquita Verde o el complejo de Nilüfer Hatun, ya que fue una de las plazas importantes que perdió Bizancio ante el avance turco del siglo XIV. Y aunque después perdió poder, lustre y habitantes, se convirtió en uno de los centros de producción de cerámica más importantes del nuevo Imperio (sus antiguos hornos están siendo excavados) y sus azulejos adornaron el interior de los templos más bellos del clasicismo otomano, como la Mezquita Azul de Estambul o la Selimiye de Edirne.
China Chongqing y Chengdú, dos ciudades magnéticas para los jóvenes chinos
Guillermo Abril
El corazón de Chongqing, una gigantesca municipalidad de 30 millones de habitantes, es un laberinto de colinas y rascacielos donde perderse para tratar de comprender qué es China hoy, esa mezcla de socialismo y capitalismo de Estado; de futuro y tradiciones, con aceras repletas de influencers emitiendo en directo.
Ubicada en el oeste del país, la ciudad es un imán para la gente joven que escapa de la competitividad de Pekín y Shanghái, y su sinuosa orografía obliga a soluciones arquitectónicas divergentes que se han hecho virales en redes sociales. A la altura de la estación de Liziba, el monorraíl elevado que bordea las colinas atraviesa un edificio residencial por dentro. Cientos de personas, a los pies, siguen con sus móviles al convoy, antes de que se pierda rumbo al distrito financiero.
Al atardecer, desde la orilla de enfrente del Yangtsé, el río más largo de Asia, los rostros se asoman a una loma aguardando el instante en que los rascacielos encienden sus luces. El espectáculo tiene toques de ciberpunk y de socialismo con características chinas: algunos edificios se iluminan con eslóganes comunistas. Ya de noche, bullen los restaurantes arracimados en la colina como un hormiguero vertical, y se mezclan los neones con los vapores del huoguo, el caldero caliente, un plato típico muy picante.
A una hora en tren bala se encuentra Chengdú, también magnética para los jóvenes chinos que buscan una alternativa. La capital de la provincia de Sichuan, con más de 20 millones de habitantes, tiene fama de relajada. Es conocida por sus zonas de juerga, por ser la cuna del hip hop chino, y por su ambiente tolerante hacia el colectivo LGTB.
Combina los bloques elevados y las callecitas tradicionales donde disfrutar de la gastronomía local (ojo: de aquí viene la picante pimienta de Sichuan). Alberga el único museo de ciencia ficción del país en un edificio con aspecto de nave espacial de la arquitecta Zaha Hadid. Y sirve de base para otras visitas: en los alrededores se encuentra el Gran Buda de Leshan, una imponente escultura tallada en un acantilado, hay reservas de pandas y rutas de senderismo en el altiplano tibetano.
Japón Arquitectura de Pritzker en la avenida Omotesando de Tokio
Gonzalo Robledo
La mejor y más breve excursión arquitectónica de Tokio reúne en la avenida Omotesando cuatro edificios de grandes marcas de moda firmados por arquitectos galardonados con el premio Pritzker, considerado el Nobel de la profesión. Fueron construidos a principios de este siglo y sus logros técnicos hablan de un período de abundancia y libertad creativa, cuando las marcas decidieron imitar a los mecenas de otros tiempos y llamaron a los mejores arquitectos para crear elegancia y ostentación.
Toyoo Itō (Pritzker 2013), admirador declarado de Gaudí, usó para el edificio de Tod’s (hoy Bottega Veneta) una estructura arborescente que imita las zelkovas que bordean la avenida y entre las ramas resultantes empotró cristales sin marcos. El respeto por la altura de las zelkovas fue motivo para que Tadao Ando (Pritzker 1995), soterrar tres de los seis pisos de Omotesando Hills, un complejo de apartamentos y boutiques dispuestos alrededor de una rampa espiral de 700 metros.
La casa Dior recurrió a Sanaa (Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa, Pritzker 2010) para un edificio lineal que recuerda una caja blanca de regalo cuyo envoltorio doble sugiere, sin revelar, todo el contenido.
Al final de la ruta, los suizos Herzog & de Meuron (Pritzker, 2001) construyeron una torre de rombos negros con cristales planos, cóncavos y convexos que magnifican y contraen, para quienes miran desde fuera, la oferta de ropa y zapatos de la casa Prada. Es un paseo para los interesados en moda, diseño, arquitectura o simplemente para dejarse sorprender con las posibilidades expresivas de la luz en una pasarela de 600 metros.
América
Estados Unidos Mallows Bay, la flota fantasma a una hora de Washington
Macarena Vidal Liy
¿Son barcos? ¿Un monumento histórico? ¿Nidos de especies protegidas de aves? ¿Arrecifes? Todo eso, al mismo tiempo. A una hora de coche de Washington DC, en el sur del Estado de Maryland, el santuario marino de Mallows Bay es el hogar de la llamada “flota fantasma”: más de un centenar de pecios de buques construidos en su gran mayoría a toda prisa y de aquella manera durante la Primera Guerra Mundial, apenas usados y abandonados antes de la Gran Depresión en lo que hoy día es el mayor cementerio de buques de madera del hemisferio occidental.
Muchos de ellos cargados con piedras para evitar que fueran arrastrados río abajo, y arrancados de sus cascos cualquier pedazo de metal que pudiera revenderse, han permanecido allí durante un siglo. Con el tiempo, y los sedimentos acumulados en ellos, la naturaleza los ha ido transformando. Ahora forman un ecosistema propio: deshaciéndose lentamente, los cascos que aún asoman sobre el agua son hogares de árboles y plantas sobre los que anidan pájaros acuáticos —grullas, garzas e incluso alguna que otra águila calva—, decenas de pequeños islotes con forma de buque entre los que nadan peces de río y batracios.
Para llegar a Mallows Bay es necesario hacerlo en coche, atravesando territorios de las antiguas tribus indias hoy transformados en pequeños pueblecitos de película y en parques naturales de robles centenarios. Aunque los pecios pueden verse desde la orilla, el mejor modo de explorar el santuario marino es en kayak, lo que hace esta escapada perfecta para los meses de primavera hasta bien entrado el otoño. Varias compañías organizan tours individuales o en grupo, de hasta tres horas de duración. Para los más aventureros, una rampa da acceso al agua a los kayaks o canoas privados.
Para la inevitable gazuza después de remar, lo mejor es continuar la excursión hasta La Plata, la localidad más cercana. Allí espera The Charles y su menú típicamente americano, que utiliza ingredientes de las granjas cercanas para ofrecer comida muy fresca y a un precio razonable.
Estados Unidos Ecos del pasado racista en Montgomery (Alabama)
Iker Seisdedos
Estados Unidos es un país de corta historia pero atareada memoria, que se despliega por el vasto territorio en forma de estatuas, parques nacionales, campos de batalla y museos. Y en ese inagotable repertorio de mementos —hoy, con el revisionista en jefe Donald Trump en la Casa Blanca, en disputa— pocos tan emocionantes como el Memorial Nacional de la Paz y la Justicia.
Está en el Profundo Sur, en Montgomery (Alabama), y propone un homenaje de las 4.400 personas negras asesinadas en linchamientos entre 1877 y 1950. Sus nombres están grabados en más de 800 estructuras geométricas de acero corten que cuelgan como colgaba del árbol la “extraña fruta” de la canción de Billie Holiday. Cada una representa uno de los condados en los que las turbas racistas cometieron esos cobardes asesinatos. En las paredes, aguardan historias de víctimas y los motivos absurdos que condujeron a sus muertes: de besar la mano a una mujer blanca a intentar votar.
El recorrido lo completa el Legacy Museum, que cuenta, con moderna museografía, una historia que va desde los primeros barcos de esclavos hasta la actual encarcelación masiva de personas afroamericanas, otra forma de servidumbre humana. El relato se detiene en la era de los derechos civiles, en la que la capital de Alabama desempeñó un papel destacado: en estas calles, Rosa Parks se negó a levantarse de su sitio en el autobús, y Martin Luther King lideró un boicot que haría historia.
En Montgomery también estuvo la primera capital del Sur durante la Guerra Civil, como recuerda, frente al Capitolio, la impoluta Casa Blanca de la Confederación. Y aquí también vivieron brevemente Francis Scott Fitzgerald y Zelda, natural de Montgomery. Un museo recuerda a la pareja en la elegante casa que habitaron, cuya segunda planta es un Airbnb. Allí, el visitante tiene para elegir: o dormir en los aposentos del escritor o en los de Zelda.
Estados Unidos San Diego, un paseo entre chillidas por los 111 años del parque Balboa
María Porcel
A muchas ciudades les resulta un quebradero de cabeza gestionar qué hacer con lo acumulado tras sus exposiciones universales. San Diego (California), en cambio, lo tuvo fácil hace ya más de un siglo: los edificios de su Exposición Panamá-California (que duró dos años enteros, 1915 y 1916) dieron lugar al Paseo del Prado, situado en el parque Balboa, uno de los más hermosos de la Costa Oeste de Estados Unidos. En un cerro que domina la ciudad, el parque y su avenida principal, llenos de majestuosas construcciones, se han convertido en tranquilo lugar de paseos, cafés, patios y museos de arte, así como escenario perfecto para fotos de bodas y quinceañeras. Gracias a sus edificios de estilo colonial y español y con diseños que recuerdan a catedrales o a sevillanos vergeles (de ahí su Alcazar Garden) está considerado punto histórico nacional.
Para quienes quieran otras experiencias, en el parque siempre hay alguna feria de plantas o artesanía, y también se encuentran el célebre zoo de la ciudad o museos del espacio, el automóvil y de historia natural. La reapertura de su imponente Jardín Botánico tras un par de años de restauración bien merece una visita —no en vano presume de ser el edificio más fotografiado de la ciudad—, que se complementa a la perfección con una exposición sobre Eduardo Chillida que reina hasta febrero en el San Diego Museum of Art. Además de piezas del escultor vasco, incluye una interesante experiencia inmersiva para sentirse en el mismísimo Peine del viento, pero junto al Pacífico californiano.
Argentina Ballenas, algas y un paisaje lunar en la Patagonia Azul
Mar Centenera
Se creó hace solo siete meses. El nuevo parque provincial Patagonia Azul, en la provincia de Chubut (en el sudeste de Argentina), alberga pingüinos de Magallanes, lobos marinos de uno y dos pelos, ejemplares de cuatro especies de ballenas —jorobada, franca austral, sei y minke—, toninas overas, petreles gigantes y cormoranes imperiales habitan esta área protegida de gran biodiversidad. Son más de 400 kilómetros de costa atlántica entre las localidades de Rawson y Comodoro Rivadavia.
Se trata de una zona de formación volcánica y rocosa que dio lugar a una geografía accidentada y con muchas islas, ideales para la reproducción de las especies marinas. Una de ellas es Isla Leones, donde se asentaron expedicionarios españoles en 1535, y que hoy está coronada por una casa-faro singular —de 11 metros de altura y 11 lados—, abandonada desde 1968. El interior de la construcción está protegido por una segunda pared de metal, que aisló de los fríos vientos patagónicos a los fareros que lo habitaron y a sus familias e invitados.
El pueblo principal de la ruta es Camarones, fundado en 1900 como puerto para exportar la lana de las estancias ganaderas de la zona. Allí pasó su infancia quien se convertiría en uno de los políticos más influyente de Argentina, Juan Domingo Perón, hoy homenajeado en un pequeño museo. Hasta la reciente llegada del turismo, sus habitantes vivían del ganado ovino y la recolección y exportación de algas. La cocinera Carola Puracchio ofrece la posibilidad de conocer y degustar las distintas especies de algas —combinadas con la pesca del día— en el menú que sirve en el pequeño restaurante abierto en su casa, frente al mar.
En el extremo sur de la ruta está Rocas Coloradas, un paisaje lunar de acantilados, lagunas y cañadones erosionados por el viento y el tiempo. Un bosque petrificado con troncos de coníferas de más de 50 millones de años completa el desconcierto.
Uruguay Cinco horas de paseo por la rambla de Montevideo
Gabriel Díaz Campanella
La vida empieza y termina en la rambla de Montevideo. Sus formas son regulares, pero no rectas. Es armoniosa, ancha, despojada. Son 22 kilómetros que ayudan a ordenar las ideas. Si las ciudades son libros que se leen con los pies, como cantaba Quintín Cabrera, este paseo marítimo es la mejor lectura que el viajero puede llevarse de la capital de Uruguay.
Todo comenzó hace 100 años, en lo que se llamaría Rambla Sur. Las crónicas atribuyen su construcción al proyecto socializante de los gobernantes de la época: estaban interesados en que los trabajadores tuvieran un espacio público de esparcimiento junto al Río de la Plata. Bien podría tratarse de otra floritura oficialista, de acuerdo, pero ya en 1915 este país había aprobado la jornada laboral de ocho horas, entre otras reformas de vanguardia —el divorcio por sola voluntad de la mujer en 1913 es otro ejemplo— que moldearían el carácter progresista del uruguayo promedio.
Empecemos el paseo, nos llevará cinco horas a paso lento. Fíjese: en este tramo primigenio, la Rambla Sur, los constructores obviaron el afán limitador del diseño orginal y evitaron la colocación de barrotes de bronce —los huecos/encajes centenarios permanecen a la vista—, dando espacio a una larga banca que devino en asiento natural de las conversaciones que pueblan esta galería a cielo abierto.
La conversación local prescinde del tiempo, es más bien categórica y está siempre mediada por el mate, principal rito sagrado en esta nación de 3,5 millones de almas en buena medida radicalmente laicas. Aquí se habla de amor, de olores, de política, de echar de menos, de goles, del precio de la vivienda, de decir basta. Pero hay quienes prefieren andar a solas con sus pensamientos y entregarse al efecto casi narcótico del granito rosa viejo del suelo. Quien llega bravo, sale manso de la rambla de Montevideo.
Venga preparado porque a lo largo del periplo no hay rastro de sombra, salvo la que arrojan algunas señoras palmeras. Están dispuestas en grupo para aguantar mejor a la naturaleza enojada: se llama sudestada. Cuando el viento sopla fuerte y teje alianza con la lluvia, impacta sobre estas piedras una sobredosis del odio de Dios, con permiso de César Vallejo. Más adelante, otra sombra forzada se extiende sobre la rambla de Pocitos, proyectada por la pared de edificios levantados en los infames años setenta —también antes, también después—, cuando el mal gusto se disfrazó de progreso y arrasó con lo más refinado de la arquitectura montevideana de principios del siglo XX.
En Pocitos no pierda usted los nervios. Verá que el patinador avanza con precisión casi despegada del suelo, esquiva a caminantes distraídos, sortea a una anciana en silla de ruedas, apenas sobresalta a su cuidadora cubana, deja atrás al niño que estrena equilibrio en bicicleta, su paso despeina al corredor más avezado, enciende la envidia de los perros con correa. Respire. Este es un buen momento para notar el tono salado de la brisa fresca que anuncia la proximidad del océano y contemplar la profundidad azul del cielo de Montevideo.
Un alto en el camino: el puertito del Buceo, ubicado en la rambla que lleva el mismo nombre. Almuerce a gusto marisco fresco y después arrímese a conversar con algún pescador que le contará alguna historia del fin del mundo, y usted podrá celebrar con la panza llena no haber estado en medio de la tormenta. A propósito de finales y finados, unos cuantos pasos más adelante se topará con el gran Cementerio del Buceo, levantado frente a la mejor vista de Montevideo. Imposible imaginar mejor descanso eterno.
Nos aguarda la rambla de Malvín. A esa altura el ajetreo urbano se diluye, la arena de la playa se ensancha hasta fundirse con el río casi mar. Sepa que por aquí veraneaba Carlos Gardel —“sentir que es un soplo la vida”, recuerde— y por estas piedras está la memoria de los pasos de Eduardo Galeano, el más latinoamericano de los escritores montevideanos. Anímese a mojarse los pies y continúe hacia Punta Gorda, donde la brisa agreste lo llevará hasta la rambla de Carrasco, entrada al barrio jardín y balneario que completa el recorrido.
“La rambla es la principal obra de arte de Montevideo”, define la escritora uruguaya Inés Bortagaray. Dese una vuelta, verá que no exagera.
Brasil Belém, la meca gastronómica del açaí original en la Amazonia
Naiara Galarraga Gortázar
Quien quiera conocer la vida de verdad en la Amazonia brasileña tiene mil opciones: una travesía por el Amazonas en un barco de línea disfrutando del paisaje desde una hamaca, una estancia con una comunidad local, una visita a Belém… Pocos momentos más propicios que este para visitar la antigua capital del caucho, recién renovada para acoger en noviembre la cumbre del clima de la ONU.
La ciudad amazónica despunta en los últimos tiempos como destino gastronómico gracias a su materia prima y a una rica diversidad culinaria. Como principal seña de identidad, el açaí, un superalimento que triunfa lejos de la selva tropical. Pero solo en la Amazonia se puede degustar en su forma original, que únicamente se parece en el color morado intenso a la pulpa refrigerada que se toma de desayuno o postre en São Paulo, San Diego o Santiago. Aquí el açaí, que en horas pierde su frescura, es el acompañamiento cotidiano para el pescado o la carne, una densa pasta de la baya recién batida que se toma a temperatura ambiente, sazonada con farinha de mandioca o tapioca. Sin azúcar, por favor. El lugar más genuino para saborearlo, el mercado Ver-o-Peso, desde 1901 a orillas del río. A dos pasos, el muelle donde los agricultores venden cada noche su açaí.
Point do Açaí, que toma su nombre de las tienditas que lo venden fresco en cada esquina, es uno de los restaurantes más celebrados, junto con Amazônia na Cuia, Casa do Saulo Onze Janelas, Santa Chicória, Remanso do Peixe… Deliciosos también los platos de cocina casera a la hora del almuerzo en el recién renovado mercado São Brás. Y, para helados de frutas amazónicas, Cairu.
Aunque buena parte del patrimonio arquitectónico colonial languidece, el majestuoso Theatro da Paz, inaugurado en 1878, programa conciertos, ópera y cine. Imperdible el Museo zoobotánico Emilio Goeldi, una institución científica con 160 años de historia además de un oasis para contrarrestar el calor. Sin olvidar que Belém celebra cada octubre el Círio de Nazaré, una de las fiestas católicas mas multitudinarias del mundo, baila al ritmo del carimbó y escucha tecnobrega.
México Mazatlán, un ruidoso oasis ante la aplanadora del turismo
David Marcial Pérez
El año pasado, un grupo de turistas intentó “domesticar” las playas de Mazatlán. Se quejaban del ruido o, más bien, de la música de los grupos callejeros que alborotan a todas horas el paseo marítimo. Se trata de un género muy particular y emblema de la brava tierra sinaloense: la banda, una extraña mezcla entre las rancheras y la polka, fruto de la migración centroeuropea a los puertos del Pacífico mexicano en el siglo XIX. El resultado es, efectivamente, un sonido más bien estruendoso combinado con letras de amor almibarado o crónicas de las andanzas del narco de turno. Las demandas de los turistas, a las que se sumaron incluso algunos hoteles de lujo, no llegaron a nada y uno puede cruzarse casi a cualquier hora por el malecón —de los más largos del mundo, más de 21 kilómetros— con los grupos aporreando la tambora, la trompeta y el trombón. Y puede gustarte más o menos la banda, pero en un mundo cada vez más cuadriculado y uniforme, la resistencia de los músicos callejeros es una victoria de la identidad local sobre la aplanadora del turismo. Porque eso es Mazatlán, un ruidoso oasis con una orgullosa identidad muy marcada.
Los mazatlecos, como buenos norteños, tienen un carácter más directo que el resto de mexicanos: son bromistas, entrones (echados pa’lante) y con un sentido del espectáculo parecido al show desbocado, y algo kitsch, de los estadounidenses. Si en Las Vegas puedes alquilar una limusina rosa mientras suena Elvis a todo trapo, aquí te subes a las pulmonías, unos coches descapotables adaptados con altavoces para escuchar reguetón o, claro, banda.
Un buen plan es echar la mañana en el remodelado Acuario, con una arquitectura entre lo brutalista y lo orgánico e integrado en uno de los ecosistemas más grandes del mundo, el Mar de Cortés. Después, comer en Mariscos El Torito (pida los camarones cucaracha y las empanadas de jaiba); tarde de playa y cena en el Presidio, una casona colonial donde pedir ceviche o aguachile. Porque como dice uno de los corridos, “esto es Mazatlán, la tierra del venado, donde hasta un pobre se siente millonario”.
Perú Pozuzo, un pedazo de los Alpes en el país andino
Renzo Gómez Vega
Para visitar Europa, los peruanos no necesitamos salir del país ni subir a un avión. Solo el intenso deseo de respirar un aire más puro y el ánimo de resistir varias horas en una carretera —12 desde Lima— que alterna trocha, asfalto y posiblemente mal de altura. Aunque las dificultades no deberían ser tantas, los turistas suelen quedarse con la sensación de que todo ha valido la pena, cuando el cielo comienza a teñirse de azul, el desierto reverdece, y las bocinas de los autos desaparecen para dar paso al canto de la naturaleza. En la selva central, sobre una quebrada, en la región Pasco, existe un lugar exótico llamado Pozuzo donde la serranía, la Amazonia y la influencia austro-alemana confluyen. Una reproducción de losAlpesen América del Sur. Casas de madera, tejados a dos aguas, réplicas de molinos, danzantes en tirantes y pantalones de cuero hasta la rodilla, platillos típicos como el strudel o la sopa de pelotas, y cerveza artesanal de la más alta calidad.
¿Cómo se explica el origen de una comunidad de más de 4.500 habitantes, descendientes de austriacos de Tirol y alemanes de Renania, enclavada en Perú? Es una historia de abandono y rebeldía. A mediados del siglo XIX, el Estado peruano hizo un ofrecimiento generoso: conceder tierras gratuitas en la selva peruana a extranjeros que fueran capaces de trabajarla. Les darían todas las facilidades. Pero no solo no cumplieron, sino que los dejaron a su suerte. Tras cuatro meses en alta mar, cruzando el Atlántico, y una travesía de dos años surcando los Andes, los austro-alemanes llegaron a la tierra prometida en julio de 1859. Pero más que prometida era inhóspita. Fue el tesón y el conocimiento de campesinos y artesanos empobrecidos lo que ha convertido a Pozuzoen un foco turístico.
Ubicado al noroeste de la provincia de Oxapampa, Pozuzo —que en el idioma del pueblo nativo yanesha significa pozos de agua salada— atraviesa un fenómeno: además de un punto atractivo para vacacionar, cada vez más personas lo perciben como la inmejorable posibilidad para establecer un proyecto de vida fuera del caos de las urbes. Respiro y salvación en medio del esmog.
África
Egipto Mil y un tesoros islámicos y un zoco para rematar la visita a El Cairo
Marc Español
La inauguración del esperado Gran Museo Egipcio a la sombra de las majestuosas pirámides de Guiza ya permite sumergirse en la inmensidad del Antiguo Egipto como nunca antes. Pero quienes viajen hasta El Cairo también tienen a mano, en la agitada parte oriental de la ciudad, una faceta que para la mayoría pasa desapercibida: su rico patrimonio medieval, construido a lo largo de mil años y hoy el más numeroso y variado de todo el mundo islámico. Abarcarlo por completo es misión imposible, pero resulta útil contar con algunos puntos de referencia.
Uno de los más excepcionales es la mezquita de Ibn Tulun, una de las más antiguas y grandes de Egipto y singular por su patio interior y su minarete en espiral. A poca distancia se halla la colosal mezquita-madraza mameluca del sultán Hasan, y frente a ella se erige su mezquita gemela de Al Rifai, del siglo XIX y lugar de sepultura del último rey de Egipto y del último sha de Irán. Desde allí se abre paso el laberíntico barrio de Darb Al Ahmar, el alma viva del Cairo medieval, que conduce hasta la elegante mezquita de Al Azhar, la máxima autoridad religiosa del país y distinguida por el reluciente suelo de mármol blanco de su atrio central.
Desde Al Azhar se puede saltar a la calle Moez, una especie de museo al aire libre que conecta dos puertas de la antigua muralla de El Cairo y en la que se alinean 29 monumentos de entre el período fatimí, del siglo X, y la dinastía de Mohamed Ali, del siglo XIX. Entre ellos figuran mezquitas, madrazas, hammams y palacios, y la mayoría se pueden visitar. Además, en torno a la calle Moez se encuentra el bullicioso zoco de Jan El Jalili, ideal para rematar la visita.
Marruecos El alma española pervive en los bares de Tánger
Juan Carlos Sanz
Tánger es más que un escenario literario y de creación artística: es el mito de una ciudad internacional que tuvo al castellano como lengua franca. Sustituido el idioma común por el árabe y el francés tras la independencia, el alma española de la capital del norte de Marruecos pervive en sus bares de tapas. De la novela La vida perra de Juanita Narboni, escrita por Ángel Vázquez entre efluvios de alcohol hace medio siglo, y de la obra que dejó en la misma época el autor rifeño Mohamed Chukri, se desprende un aroma a tabaco y cerveza, un estado de ánimo de otra era que todavía es posible encontrar en locales de ocio tangerinos.
Chukri frecuentaba el bar del hotel Ritz, hoy bautizado como Au Pain-Nu (Pan a secas), en homenaje a su libro autobiográfico del mismo nombre. Las bebidas suelen venir acompañadas de generosas raciones de comida en una tradición española que sigue vigente en ciertos establecimientos. Visitantes y expatriados se acercan ahora a compartirla junto con marroquíes que la heredaron.
Frente a las mañanas de desayuno en el Café de París, en el afrancesado corazón urbano, o los atardeceres de té a la menta en el Hafa, un anfiteatro litoral que contempla la costa de Tarifa, hay un Tánger con sabor español. Bares como Le Coeur de Tanger, Casa España o Ambassador mantienen viva, entre otros, la costumbre de ofrecer tapas con la caña. El aperitivo del mediodía es el mejor momento para rememorar en sus barras y mesas las páginas de Vázquez y Chukri, pues la mayoría se transforman en locales de ambiente ruidoso al caer la noche. Todavía se puede. Como otras tradiciones del pasado tangerino, las tabernas de aire español parecen llamadas a desaparecer ante el avance de la modernidad de los restaurantes y locales de copas del flamante paseo marítimo.