Razones por las que volver a Esauira (Marruecos) siempre es buena idea
El té a la menta de la Pâtisserie Driss, el perfume a ajetes tiernos que desprenden los jardines junto a Bab Sebaa, los atardeceres en el bastión de Bab Marrakech... El desenfado artístico y el espíritu de apertura de la ciudad marroquí atraen hoy a los visitantes tanto como el color púrpura para los antiguos exploradores
En la Antigüedad, los fenicios rondaban la bahía de Esauira (Marruecos) y su islote deshabitado buscando caracoles. No cualquier caracol, sino aquel que, con sus babas al sol, producía el tinte púrpura tan bien cotizado para teñir tejidos de reyes y representantes terrenales de las divinidades. Pero para obtener un gramo de tintura había que recoger, al menos, 10.000 de esos moluscos, por lo que el atractivo de aquellas playas de vientos alisios se multiplicaba y les obligaba a volver. Durante varios siglos esta ciudad atlántica de Marruecos, cruce de caminos de las diásporas transaharianas, conoció épocas medievales de promesas europeas que la dejaron semifortificada (su antigua medina fue declarada patrimonio mundial por Unesco en 2001), tiempos de resistencia de la población local, nuevas expectativas portuarias y vertiginosos descensos poblacionales hasta llegar al momento actual de sostenido auge de su sector cultural y turístico con el que la conocemos en nuestros días.
Ubicada a 400 kilómetros al sur de Casablanca, la antigua denominación portuguesa de Esauira, se llamó Mogador hasta mediados del siglo XX, poco antes de que en ella desembarcaran los primeros hippies norteamericanos que la tiñeron para siempre de irreverencia y frescura (en el mejor de los sentidos). Su desenfado artístico y el espíritu de apertura de su comunidad nos atraen hoy tanto como el color púrpura a los antiguos exploradores. Pero también su brisa fresca —no importa cuánto calor haga 200 kilómetros hacia el interior, en la vecina Marrakech— la distingue en cualquier época del año. Y siempre es buena idea volver. Quizá no se trate de ver novedades, sino de volver a sentir el gustito de lo conocido, como comer maíz asado o garbanzos hervidos servidos al paso en un cono de papel, mientras se camina por la corniche. Y, al mismo tiempo, disfrutar el placer de redescubrir el Atlántico y esas playas que no se acaban nunca.
Estas son algunas de las verdaderas razones (y también los caprichos) que nos exigen regresar.
- Para tomar un té a la menta con pastitas de pistacho en el patio de la Pâtisserie Driss, fundada en 1928 y situada en un recodo peatonal de la antigua medina, a poquitos metros de la plaza Moulay Hassan, donde cada año se celebran los conciertos más importantes del Festival Gnaoua y Músicas del Mundo. Este año ya ha celebrado su 25º edición. También es lugar de desayunos y punto de encuentro de los que ya han paseado más de una vez por el zoco, evocando el alma y el impulso hippie que se mantiene en la ciudad desde los años sesenta y setenta, tiempos en que la visitaban Jimmy Hendrix o Carlos Santana. Aquí siempre son bien recibidos los chicos y las chicas con guitarras al hombro, prestos a tocar en las calles o en el patio de la pastelería.
- Para escuchar a los maestros (maalems) de los más genuinos ritmos gnawa, la música ancestral de la región llegada con los esclavos desde el sur del continente africano y hecha de plegarias sufíes acompañadas con el guembrí (un bajo rústico) y las castañuelas metálicas llamadas Krakabs.
- Esauira es pura África y exhibe orgullosa sus rasgos bereber (amazigh), por lo que en cualquier esquina se puede escuchar una fusión de folclores africanos o las típicas melodías del vecino mbalax senegalés. Decía el virtuoso músico de Dakar Alune Wade que él descubrió los sonidos gnawis antes de saber que se trataba de música marroquí: “Independientemente de lo que estas fronteras signifiquen, en Senegal no estamos lejos de Mauritania (y Mauritania no está lejos de Marruecos); los gnawis son, básicamente, gente nómada que viaja”.
- Para revivir el espíritu rural que allí se mantiene a pesar del turismo que llega desde todos los rincones del mundo, gracias a un aeropuerto local y a lo accesible que resulta el transporte público (autocar), el grand taxi o el coche particular, por el buen estado de la ruta, desde Marrakech. El que opte por el itinerario por carretera podrá disfrutar de la vista de grandes extensiones con plantaciones de arbustos de argán que, como las cabras trepan hasta las ramas más altas, parecen decorados con graciosos animalillos vivos. Este es un espectáculo aparte.
- Porque en cualquier noche de chiringuito de playa, de esas de pies en la arena y una buena cerveza (las marroquíes son muy buenas), siempre se puede volver a bailar Desert Rose (el clásico en la versión Sting y Cheb Mami de 1999 o uno de sus excelentes remixes). Uno de esos bares diurno y nocturno de visita obligada en Esauira es el Beach and Friends, donde siempre hay buenos DJ y música en vivo. La noche del Sáhara no tiene por qué estar lejos del mar.
- Por el perfume a ajetes tiernos que desprenden los jardines junto a Bab Sebaa, enfrente del mítico hotel Des Îles, donde se alojaba Orson Welles cuando llegó a la ciudad a filmar Otelo, película que ganó la Palma de Oro en Cannes, en 1952. Las florecitas moradas de esta variedad de plantas de la familia amaryllidaceae —parientes del ajo, la cebolla y el puerro que crecen en suelos arenosos— visten los parques junto a la vieja muralla y el vapor dulzón que desprenden recuerda que hemos llegado a la ciudad de las gaviotas gritonas.
- Por los atardeceres en la terraza del bastión de Bab Marrakech y, en general, por las vistas desde lo alto. Entre ellas, la que se tiene desde las azoteas del hotel Dar L’Oussia o el bar Taros, por nombrar apenas dos. Los techos de Esauira son sublimes porque desde allí se avistan las ondulaciones infinitas de sus playas y las olas del Atlántico se vuelven leves curvas blancas que parecen inmóviles.
- Por la pastilla (especie de quiche marroquí, rellena con pollo o calamares y legumbres, con una masa suave y crocante en la que predomina el sabor de la canela) del restaurante La Tolérance en la Rue Attarine de la medina. Y por las sardinas asadas de los chiringuitos del puerto. En estos locales tan pintorescos se puede elegir los pescados y mariscos, que están crudos en exposición, y esperar unos minutos en algunas de sus mesas al aire libre a que la barbacoa de frutos de mar esté lista. Entre las tabernas familiares del centro, La petite Perle es un clásico de la medina y una apuesta fija: siempre está abierto.
- Por los patios interiores de las casas señoriales, hoy hoteles tradicionales de la medina. Sin ir más lejos, los del Riad Al Madina o el más chic, el del hotel Heure Bleue Palais. Nadie puede sentirse indiferente a la belleza y la calma en una pausa sobre un cómodo sofá, entre azulejos, macetas llenas de flores y el cielo recortado entre sus balcones.
- Por el arte y la artesanía que siguen practicando los comerciantes junto a la muralla que lleva a lo alto del monumento de la Scala.
- Por las zaouias (sitios sagrados del islam); el museo de Bayt Dakira (Casa de la Memoria), situado en la judería del casco histórico; y otros centros culturales —como el Centro de Interpretación del Patrimonio, en la transitada calle de El Cairo— que dan cuenta de la convivencia pacífica ancestral de religiones y etnias en Esauira.
De propina, los visitantes no deberían olvidar que hay un paraíso de dunas y olas para el surf que se llama Sidi Kaouki, localizado a unos 20 kilómetros al sur de Esauira. Allí hay buena oferta de hospedajes, restaurantes y pequeños comercios frente al Atlántico (casi) infinito.
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