Descubriendo Haarlem, la ciudad neerlandesa que dio nombre al barrio neoyorquino
A 15 minutos en transporte público de Ámsterdam, todo viaje debe incluir recorrer su coqueto centro histórico y los canales y visitar el museo más antiguo del país y una iglesia reconvertida en cervecería
Así llaman los neerlandeses, Haarlem, a la ciudad original que dio nombre a Nieuw Haarlem, el pueblo que el holandés Peter Stuyvesant fundó en Manhattan (Estados Unidos) en 1658 y hoy es uno de sus barrios más famosos. La Haarlem neerlandesa es bastante más antigua. En la Edad Media era una potencia textil y cervecera. Y en la Guerra de los Ochenta Años contra el imperio español (1568-1648), una vez en manos de Guillermo de Orange, se tornó en refugio de protestantes, flamencos y muchos ricos y poderosos. Entre ellos, el arquitecto que rediseñó la ciudad, Lieven de Key, o el pintor Frans Hals. A Haarlem se la conocía entonces como la ciudad de los pintores.
Era el Siglo de Oro holandés. El hecho de que Ámsterdam, a unos 30 kilómetros al este, engrosara su poder y población hizo que Haarlem se mantuviera intacta y llegara hasta nuestros días como una de las ciudades más armoniosas del país. Por fortuna no prosperaron proyectos como el del catalán Joan Busquets (Enschedé Complex, 1993) que iba a levantar dos edificios más altos que la catedral, a pocos metros del templo, unidos con un pasaje acristalado.
Así que el centro histórico conserva un perfil de casas bajas en calles sinuosas donde solo despuntan gabletes y campanarios. Como el de la catedral gótica de San Bavón, que sirve de marca para orientarse a la vuelta de cualquier esquina. El templo es imponente, casi excesivo para el entorno. Por fuera, su mole oscura de ladrillo cobija hileras de tenduchos adosados a sus muros, como en tiempos antiguos. Por dentro, admiran sus proporciones y su desnudez; y es que la catedral católica, una vez pasó a los protestantes, quedó limpia de fervorines. Asombra también su órgano gigantesco, el mayor del mundo cuando se construyó en el año 1735; en él tocaron Händel, Mozart (con solo 10 añitos), Mendelssohn o Liszt.
La catedral preside la Grote Markt o plaza Mayor, cuyo perímetro lo cierran el Ayuntamiento renacentista, el Vleeshal y el Vishal (mercados de carne y de pescado, respectivamente), convertidos ambos en espacios de arte, y otro monumento muy vivo: el Grand Café Brinkmann, que desde 1881 ha sido punto de encuentro de artistas, escritores y fuerzas vivas, conservando el encanto de la belle époque. Y se come de maravilla.
En el centro de la plaza, una estatua enorme recuerda a Laurens Janszoon Coster, a quien se ha considerado el verdadero inventor de la imprenta, antes que Gutenberg. Según esta versión, Coster, posadero y fabricante de velas, habría descubierto casi de chiripa los tipos móviles; pero un criado suyo, Johan Fust, le habría robado sus artilugios huyendo con ellos a Maguncia (Alemania), donde residía Gutenberg. Historiadores modernos creen que se trata de un fake histórico que el posadero ideó para dar lustre a su taberna; piensan incluso que el tal Coster ni siquiera existió. Pero es cierto que aquí estuvo la primera imprenta del país, y se publicó en 1686 el primer periódico neerlandés (mensual); el primer periódico diario se publicaría en Inglaterra en 1702.
Solo unos pasos bastan para ir de Grote Markt al río Spaarne, que con auxilio de canales ciñe el casco histórico. En la esquina del muelle se encuentra De Waag, edificio renacentista en cuyos sótanos funciona un pequeño teatro cabaré. Allí actuaban en el verano de 1966 un par de chavales apenas conocidos que se hacían llamar Simon & Garfunkel. Casi al lado, otro edificio más ostentoso: el Museo Teyler, el más antiguo de Países Bajos. Pieter Teyler, comerciante y banquero, murió en 1778 sin descendencia y destinó su fortuna a “promover las ciencias y el arte”. La fabulosa colección de artefactos científicos le ha valido el apodo de museo de las maravillas. Del laboratorio de física del museo se ocupó, hasta su muerte, Hendrik Antoon Lorentz, premio Nobel de física en 1902. Einstein vino a visitarlo en cinco o seis ocasiones y aprovechó los trabajos de Lorentz para su teoría de la relatividad.
La ruta de los patios
A partir de ahí, uno puede perderse por los angostos callejones de esta ciudad secreta. Solo acompañan los carrillones y campanas de sus iglesias chillonas. Algún portillo puede conducirnos a oasis silenciosos de verdor, que bien pudieron inspirar The Sound of Silence, cantado aquí por Simon & Garfunkel. Son los hofjes (patios) de los 21 hospicios que se pueden visitar (por fuera). El más antiguo, Van Bakenes, data de 1395, y al lado está el más moderno, Enschedé, de 2007. No hay que confundir estos asilos con los beguinajes (beguinhof); hubo uno en la ciudad y en su perímetro está ahora el Barrio Rojo, al que se accede por un torno de pago.
En dirección opuesta está la calle más bonita de Haarlem: Groot Heiligland. Algunas casas son tiendas, y en otras se puede ver desde la calle lo que hacen sus moradores; no hay visillos. Al final están el Museo Municipal y el Museo Frans Hals (que cuenta con otra sede, llamada Hal, en la plaza Mayor). Frans Hals forma junto con Rembrandt y Vermeer el triunvirato o “tríada sacra” de la pintura neerlandesa del Siglo de Oro.
Por supuesto que hay más cosas que ver. Como Corrie Ten Boom House, casa donde se repitió la historia de Ana Frank; o la residencia Huis Barnaart, recién abierta al público; o el molino De Adriaan, con animadas terrazas junto al agua. Los canales se pueden recorrer en cruceros turísticos. Y la calle Golden fue elegida por los neerlandeses como el mejor sitio de compras del país. Hay que tener en cuenta que estamos a un cuarto de hora en transporte público de Ámsterdam y muchos jóvenes encuentran aquí alojamiento más accesible. Y terrazas donde divertirse, como las de Botermarkt o las de la antigua iglesia de Santiago (Jacobskerk), convertida en Jopenkerk, cervecería con una docena de variedades artesanales y excelente comida. Haarlem puede que esté algo olvidada, pero está muy viva.
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