Sicilia, entre guerreros y monstruos
De las catacumbas de Palermo a las delirantes estatuas en Villa Palagonia, una vuelta a la capital y sus alrededores y al carácter de la isla italiana
Sicilia siempre ha mirado con recelo al visitante. Probablemente, cuantos más pueblos te invaden, más te cierras: griegos, normandos, bizantinos, musulmanes y españoles la dominaron sucesivamente. Celosa de su intimidad, montañosa y árida, en esta maravillosa isla italiana, la mayor del Mediterráneo, hay guerreros y monstruos. Guerreros fueron los normandos, que dejaron una destacada arquitectura, y guerreros representan las marionetas que encontramos en los mercadillos. Monstruos, aparte de los menos visibles —los mafiosos retratados por la célebre fotógrafa Letizia Battaglia—, hay en catacumbas y jardines.
A partir de unos brochazos entre Palermo y sus alrededores se puede tratar de esbozar el escurridizo espíritu de este lugar en el que me encontré como en casa. Aconsejo la lectura de Medianoche en Sicilia (1996), de Peter Robb. Que el mejor libro sobre la isla lo haya escrito un australiano da otra pista de su singularidad.
Muecas eternas
Lo primero que hice en Palermo fue comer caponata, ese delicioso pisto agridulce al que el apio y las alcaparras dan un toque especial. Lo tomé en la Trattoria ai Cascinari, donde también probé una riquísima pasta con berenjenas y pez espada, rodeado de clientes locales. Después fue el momento de ir a las catacumbas, uno de los lugares más impactantes que se pueden visitar.
Se encuentran en unas galerías excavadas por frailes capuchinos bajo su convento. Silvestro de Gubbio, en 1599, fue el primero en ser depositado allí. Le seguirían otros miembros de su orden y, después, con el paso de los siglos, familias palermitanas de bien, desde médicos hasta coroneles. Los cuerpos eran conservados siguiendo diferentes métodos, vestidos de nuevo y colocados en sus nichos.
La visión de pasillos llenos de momias de todas las edades, con más o menos pelo y jirones de cuero sobre los huesos, vestidos con variados ropajes, cada una con una expresión o mueca distinta grabada en el rostro, resulta terrorífica, morbosa e hilarante a la vez. Sí, hilarante. Quizá fuera una defensa, pero pasé toda la visita riendo a mandíbula batiente y por suerte no hubo testigos de mi despiporre, aparte de dos de mis hermanos. La risa se cortó de cuajo al ver la momia más famosa de todas, una de las últimas en llegar, la de la niña Rosalía Lombardo, muerta en 1920 y todavía prácticamente intacta gracias a un embalsamamiento magnífico.
Para descomprimir, unas compritas. Cogimos el coche para ir al mercado de antigüedades de la plaza Domenico Peranni. El modo de conducir de los sicilianos, ese ir metiendo el morro en las intersecciones hasta salir de súbito para incorporarse al tráfico, me cautivó. Parecen agresivos, pero no lo son; parece un caos, pero no lo es. Apenas pitan y cuando gritan, como observé en una trifulca, es más bien una calculada farsa. Uno de sus protagonistas, tan enfurecido que parecía al borde del ataque cardiaco, estaba un minuto después riendo, como si nada. El mercado consiste en una serie de pobres naves con fachada y cubierta de uralita repletas de tesoros o baratijas, según se mire, atendidas por hombres circunspectos. Entre lámparas de cristal, relicarios, piñas de cerámica, vajillas, figuritas, muebles y demás objetos, me fijé en unas marionetas que habían visto tiempos mejores. Dos caballeros articulados, vestidos con ropas de tela y enfundados en armaduras de metal, protagonistas de la opera dei pupi, el teatro que vio su apogeo durante la primera mitad del siglo pasado, en el que se representaban romances medievales o historias de santos y bandidos. Los dos estilos de pupi más destacados son los de Palermo y Catania, con figuras de diferentes tamaños. Todavía quedan talleres artesanos y hay funciones.
Normandos y un jardín bestial
Monreale se encuentra a unos 10 kilómetros de Palermo, en lo alto. Es una mole de dos torres con catedral y claustro que incluyó en su origen un recinto monástico enorme. Se erigió en el siglo XII, bajo el reinado del normando Guillermo II, enterrado allí, y es un ejemplo de arquitectura normanda con influencia árabe. La fachada muestra una rítmica decoración de arcos entrelazados y discos y bandas de colores, pero son los mosaicos del interior los que la convierten en majestuosa. Hay imágenes en las paredes, como el enorme Cristo Pantocrátor del ábside, y múltiples motivos geométricos en paredes y techos. También encontramos mosaicos con dibujos similares en los fustes de las columnas del claustro, bajo arcos árabes, en una pieza que resulta alegre, con una palmera de varios brazos en el centro. Cerca de la catedral se encuentra un taller de mosaicos artesanales en el que venden copias de lo que se ha visto.
El mercado de antigüedades de la plaza Domenico Peranni está repleto de tesoros o baratijas
Nuestro último destino fue la Villa Palagonia, en Bagheria, a una media hora en coche de la capital siciliana. Al igual que las catacumbas, aparece en La larga vida de Marianna Ucrìa (1990), novela de Dacia Maraini protagonizada por una aristócrata sordomuda. Construida a principios del siglo XVIII, la fachada está formada por dos cuerpos curvos que se unen en una gran entrada. De color ocre y con grandes ventanas, la preside la estatua de un águila con las alas abiertas. Es una construcción regordeta y recargada, simpática. Interesantes son también los salones interiores, pero el reclamo de la villa está en el jardín. Allí se encuentra una serie de estatuas que representan figuras grotescas y fantásticas, el resultado del delirio de quien las encargó, el príncipe Francesco Ferdinando Gravina e Alliata. Estos monstruos —como los de los jardines del castillo de los Orsini, en Bomarzo— inquietaron o atrajeron por igual a artistas y pintores, desde Goethe hasta los surrealistas. Escandalizó lo que se consideraba la ofensiva representación de una locura, su degradación moral, pero quizá hoy solo escandalice su fealdad puramente estética.
Eso sí, en Sicilia, más que en otros lugares, lo que ves, ya sean monstruos o guerreros, siempre te plantea interrogantes.
Nicolás Casariego es autor de ‘ Antón Mallick quiere ser feliz’ (Destino).
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