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La reina Elisenda en su convento

Monasterio de Pedralbes Una de las joyas del gótico catalán espera en Barcelona con su enorme claustro y sus tesoros medievales

Anchas escalinatas pétreas conducen a la que hoy es la entrada principal del monasterio de Pedralbes, una de las grandes joyas del gótico catalán cuya existencia no ha estado exenta de vicisitudes. Fue el sueño y el hogar de una reina, de una comunidad de monjas clarisas durante siete siglos hasta el año 1983; vivió la desamortización, y fue prisión y refugio para salvaguardar el patrimonio cultural de Cataluña en los últimos meses de la Guerra Civil.

Nada más entrar en el recinto, a la derecha, se erige la fachada románica procedente en algunas de sus piezas de la iglesia de Santa María de Besalú (Girona), un anacronismo no exento de anécdotas, ya que fue transportada piedra a piedra desde su emplazamiento original y el recinto albergó durante años la Fundación Godia. Una plazoleta y un par de casas flanquean el monasterio desde que en 1950 se realizó el reordenamiento urbanístico de sus alrededores. Tras salvar una breve escalera, se penetra en un vestíbulo desde el que ya se vislumbra la magnificencia del claustro, uno de los más grandes del mundo de estilo gótico, que consta de dos galerías sobrepuestas y un tercer piso a modo de buhardilla.

La fundación del monasterio se remonta a principios del siglo XIV. La reina Elisenda de Montcada, casada con el rey Jaume II, encontró la ubicación ideal para construir un gran cenobio en lo alto de una colina de piedra blanca, desde la que se contemplaba la amurallada Barcelona, la montaña de Montjuïc y el mar a lo lejos. En 1327 se inauguró y, a pesar de que quedaban detalles por terminar, las primeras 14 religiosas se establecieron en él. A principios de 1328, la reina Elisenda enviudó y se instaló en un palacio anexo, que fue su hogar hasta su muerte en 1364. La sepultura de la monarca es una de las joyas más especiales del monasterio, una obra de arte con dos caras: una da a la iglesia y la otra al claustro. Ambas esculturas son una maravilla de mármol policromado. En la primera, la reina luce ropas reales, y en la que da al claustro es representada como una religiosa.

La visión actual del monasterio procede de la interpretación que hizo Joan Martorell en el siglo XIX, siguiendo las pautas medievalistas y goticistas de Viollet-le-Duc, artífice de la restauración de Notre Dame de París y de la ciudadela de Carcasona. El paseo alrededor del claustro descubre capiteles con motivos vegetales y los escudos de la casa real y de la familia de los Montcada, así como el bellísimo techo de madera, que originalmente estaba pintado. A su alrededor se distribuyen las estancias más importantes del monasterio: joyas arquitectónicas como la sala capitular, del siglo XV, y testimonios de la cotidianeidad monástica como la cocina y la enfermería, el refectorio, el dormitorio y las celdas de día. Las religiosas de clausura se refugiaban en estas pequeñas estancias en sus horas libres. Sin duda la más valiosa y singular es la que perteneció a la abadesa Francesca ça Portella, quien en el año 1343 hizo construir una capilla para su uso particular que decoró con pinturas murales. Encargó el trabajo al pintor Ferrer Bassa (uno de los grandes maestros de la época, muy influenciado por las corrientes italianas y por artistas como Giotto), que cubrió las paredes de la capilla con pinturas al fresco y al seco de delicadas imágenes bíblicas. Los murales son de tal belleza que le han valido el título de “Capilla Sixtina del gótico catalán” por su riqueza de imágenes y el virtuosismo de su factura. Hoy, tras 10 años de trabajos de restauración, se exhiben como una de las grandes joyas del monasterio, cuya visita se complementa con la exposición Murales bajo la lupa.

Hornos y fogones

Los pasos se pierden alrededor del claustro, envueltos en silencio monástico y en el aroma de las plantas medicinales que crecen en el antiguo jardín recreado en su interior. El recorrido salta de una sala a otra y permite observar importantísimas muestras de la arquitectura religiosa medieval. La sala capitular, donde la congregación de clarisas tomaba sus grandes decisiones entre las altísimas paredes y bóvedas de crucería y bajo la luz filtrada a través de tres magníficas vidrieras policromadas del siglo XV. La cocina, testimonio de cinco siglos de quehaceres, en la que todavía quedan vestigios de la arquitectura original y de los cambios sufridos a tenor de los tiempos, desde los antiguos hornos de leña o los posteriores fogones de carbón. En la parte norte del monasterio se abre el que fuera el dormitorio de las religiosas, enorme y de líneas esbeltas, con un techo a dos aguas. Uno no puede imaginar mejor emplazamiento para exponer las obras de arte que a lo largo de los siglos ha guardado el monasterio que esta sala acondicionada previamente para albergar la colección de arte religioso de los Thyssen-Bornemisza entre los años 1993 y 2005. En la exposición Los tesoros del monasterio hay que prestar especial atención a un delicado pesebre gótico y a santa Clara, una bellísima pintura flamenca.

Y, por último, la iglesia, otro de los hitos del monasterio, cuya edificación se inició en 1327 y se culminó un año más tarde. De una sola nave, en su ábside se abren siete espectaculares vitrales de nueve metros de altura que, tras años de restauración, hoy brillan en este templo sobrio y de líneas depuradas. El presbiterio alberga la tumba de la reina Elisenda, aquí ataviada con sus ropajes reales, guardada por leones. Con esta imagen serena de la monarca que imaginó un lugar sagrado cerca de su ciudad regresamos a la entrada del recinto para observar cómo Barcelona se difumina a sus pies.

Las pinturas murales del siglo XIV, obra de Ferrer Bassa, destacan por la riqueza de las imágenes y su virtuosismo

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