Felices en Dinamarca
Un apacible viaje por carretera de Copenhague a la isla de Fano, entre pueblos pesqueros, acantilados, praderas para un ‘pic-nic’ y noches en antiguas granjas
En la novela Per el afortunado, escrita por el danés Henrik Pontoppidan (1857-1943), premio Nobel de Literatura en 1917, uno de los temas fundamentales es la llegada de la modernidad. De un modo tan racional que a nosotros nos podría parecer marciano, los nuevos capitalistas daneses de finales del siglo XIX se dieron cuenta de que Dinamarca era un país muy pequeño, y de que su único modo de sobrevivir entre tiburones no era otro que ponerse al día y convertirse en una nación rica. Así de simple. Eso sí, se trataría de obtener una riqueza compartida por (casi) todos los daneses, una suerte de riqueza sabia cimentada en una sociedad civil fuerte. Ha pasado más de un siglo, y se puede decir que lograron lo que se propusieron.
Dinamarca, el ejemplo más meridional del milagro escandinavo, es un país rico, seguro, moderno sin dejar de ser tradicional, amable y bien educado. También es caro, pero es que ya sabemos que nada es gratis. Viajar por sus carreteras, hacer pic-nics en sus praderas y dormir en sus bed & breakfasts es tan tranquilizador como entrar en un buen sueño.
Allí, las carreteras pintorescas vienen señaladas por el símbolo de una margarita. Cuando llevas recorriendo el país durante varios días, te das cuenta de que casi todas sus carreteras lucen el símbolo de la margarita. Podría parecer un ataque de orgullo nacionalista, pero es que tienen razón: casi todas sus carreteras son pintorescas. Vayas donde vayas, el orden y la belleza van de la mano, y si se te ocurre buscar defectos, algo muy nuestro, tienes por delante un trabajo bastante arduo y aburrido. Mejor dejarse llevar y disfrutar de las vacaciones.
Selandia y Mon
Selandia es la isla más grande de Dinamarca, y está situada al este. Allí se encuentra la capital, Copenhague, unida a Suecia —la enemiga íntima de los daneses— por un puente que cruza el estrecho de Sund y la conecta con Malmö.
Copenhague, donde comencé el viaje, es una ciudad de tamaño medio —tiene algo más de un millón de habitantes—, cosmopolita y fácil de recorrer. Lo mejor es alquilar bicicletas e imitar a los lugareños, que vuelan por los carriles bici de sus calles sin cuestas. Si tienes tan mala suerte como yo y no lo logras porque no quedan bicis libres, no es tan grave, también es agradable pasear a pie.
La ciudad ofrece muchos planes recomendables. El centro más turístico está en la zona comprendida entre los lagos y el mar, e incluye la ciudad medieval y Christanshavn, el barrio marítimo donde se encuentran el renombrado y costoso restaurante Noma y Christiania, la arcadia hippy y libertaria creada en los años setenta que hoy atrae a turistas con ganas de fumar marihuana. Si eres, como yo, algo torpe y despistado, y no sueles mirar la guía, ni las señales, ni los carteles, no se te ocurra hacer una foto allí, porque conocerás sin quererlo a los guardianes del negocio alternativo.
El centro neurálgico de la ciudad podría ser la calle comercial y peatonal de Stroget, pero allí las tiendas son las mismas que en cualquier otra ciudad. En cambio, en la señorial Bredgade, por ejemplo, hay tiendas de muebles y anticuarios donde se muestra el excelente diseño danés.
En Copenhague puedes desayunar una hamburguesa en cafés de lo más trendy, tomar una cerveza rodeado de turistas en las terrazas del canal de Nyhavn —una postal con casas de colores—, comer smorrebrod —especie de tapas sobre pan de centeno con mantequilla—, visitar museos como la Ny Carlsberg Glyptotek o el Museo del Diseño, admirarte por la enorme estatura de los daneses o ir a un concierto de jazz. Hay muchas cosas que hacer. Pero, entre todas, destacaría pasear por los antiguos suburbios de la ciudad, ahora totalmente integrados en barrios muy dinámicos —Osterbro, Norrebro y Vesterbro— entre lagos artificiales. Merece la pena acercarse al Meat Packing District y conocer el cementerio Assistens Kirkegard, un parque maravilloso donde los daneses hacen pic-nic entre las tumbas de insignes ciudadanos como el propio filósofo danés o Andersen, el gran cuentista infantil. Y, ya de noche, Copenhague ofrece divertidas coctelerías que harán las delicias de los borrachines más exigentes. Ruby, Madame Chu’s o Fugu, con su patio ajardinado, son algunas de las mejores.
Cuando decidimos alquilar un coche y abandonar la capital dejamos asombrados a los daneses. Se sienten orgullosos de Copenhague, pero no están acostumbrados a que los turistas se aventuren más allá. ¿Qué se nos había perdido fuera de la capital? La decisión fue acertada, y es que el reducido tamaño de Dinamarca —su superficie es la mitad de la de Andalucía— permite recorrerla en etapas cortas, y resulta fácil encontrar alojamiento a buen precio en estupendos bed & breakfasts situados en cuidadas granjas.
Tomamos hacia el norte por la carretera del litoral, y la primera parada fue el Museo Louisiana de Humlebaek, que alberga la colección de arte de su fundador, Knud W. Jensen. El Louisiana es una de las joyas museísticas europeas. La colección, con obras de Louise Bourgeois, Giacometti, Picasso o Kiefer, es interesante, pero lo es más el propio museo y la relación con el lugar que ocupa, un parque arbolado frente al mar. A partir de una casa de campo clásica, los arquitectos Jorgen Bro y Wilhelm Wohlert proyectaron una ampliación mediante un edificio alargado y a escala humana que se convierte para el visitante en un recorrido de una elegancia y sencillez sublimes. No es una arquitectura de estrellas, sino de reflexión y silencio, y su sola visita merece un viaje. Tumbarse en una de sus praderas, rodeado de esculturas y árboles, sobre el mar grisáceo, es una experiencia inolvidable.
Más al norte se encuentra Helsingor, que mira de reojo y por encima de las aguas a su vecina sueca, Helsingborg. Allí está el castillo de Kronborg, famoso al considerarse que se trata del de Elsinore en Hamlet. Difícil imaginarse al príncipe Hamlet paseando por las murallas de esta mole renacentista, pero lo cierto es que atrae a muchos turistas.
Desde allí, por la carretera de la costa norte, se suceden pueblos pesqueros y centros vacacionales con cabañas de madera de todos los tamaños y colores. Hay puertos recoletos y playas de arena y de guijarros en lo que sería el remedo nórdico de St. Tropez.
En Tisvildeleje —premio al que pronuncie correctamente su nombre— se encuentra Harlandsgarden, un magnífico bed & breakfast. Ubicado en una granja del siglo XVIII con techo de bálago, se encuentra al borde de un frondoso bosque, ideal para hacer senderismo o montar en bicicleta.
Guía
Información
» Oficina de Turismo de Dinamarca (www.visitdenmark.com; http://denmark.dk).
» Turismo de Copenhague (+45 33 25 74 00).
» Louisiana Museum of Modern Art. En Humlebaek.
Saltando al extremo sur de Selandia se accede por un puente a Mon, una pequeña isla de unos treinta kilómetros de longitud. Su máxima atracción la conforman los blancos acantilados de Mons Klint, que se derraman cubiertos de bosques sobre un mar de sorprendente color turquesa, gracias al suelo de creta blanca. Es un lugar precioso, pero quizá sea el último en el que a uno le apetezca quedarse un rato, porque está lleno de visitantes.
Mon es mucho más que Mons Klint. Tiene playas extensas, túmulos neolíticos, suaves colinas, llanuras roturadas, bosques e iglesias románico-góticas que albergan frescos impresionantes. La Elmelunde Kirke es una de ellas. Los frescos, del siglo XV, representan escenas de la Biblia, y su autor expandió su estilo naif y directo a las iglesias de las cercanas islas de Lolland y Falster. Las paredes están cubiertas de figuras inexpresivas y adornos pintados en tonos siena, ocres y verde azulado. Hay mucho blanco entre las pinturas, y transmiten una sensación de calma e inocencia, por mucho que aparezca algún demonio.
En la población principal de la isla, Stege, se encuentra el restaurante Gourmet Gaarden, una buena oportunidad para probar la alta cocina danesa sin arruinarse. Aparte de la comida, que ya sé que es lo más importante, lo que más me gustó es que la dueña se bastaba para ocuparse de la sala ella sola, y hasta le daba tiempo para charlar.
Fionia
Fionia es la segunda isla más grande del país, y está situada al sur, entre la península de Jutlandia y Selandia. Desde esta última se accede por un puente de 16 kilómetros que cruza el estrecho del Gran Belt. Tiene un tramo colgante que es de los más largos del mundo, y es otra muestra de la maestría danesa en obras de ingeniería, motivada por una relación intensa con el mar, fuente de sustento y penurias.
En Fionia encuentras prácticamente todo lo que puede ofrecer Dinamarca. Las granjas, los campos de cereales y los silos, las iglesias blancas; los palacios y castillos —como el elegantísimo de Egeskov—; las playas y los bosques. Odense, su ciudad más importante, es el territorio de Hans Christian Andersen, y su centro histórico tiene algo de cuento, como todo el país.
En la costa noroeste se encuentra Kerteminde, un pequeño pueblo de pescadores. Más allá, en la península de Hindsholm el litoral es accidentado, y el viento ruge; uno sospecha que el invierno debe de ser duro, y comprende por qué los daneses te hablan de Ibiza y Mallorca con los ojos enrojecidos. Cualquier lugar es bueno para hacer un pic-nic, ya sea en los merenderos que salpican todo el paisaje o en cualquiera de los caminos que salen hacia la costa desde las carreteras comarcales. Los panes son excelentes, y con los quesos, los embutidos, los arenques, el salmón que se deshace en la boca, los pepinillos, las alcaparras, la mantequilla y las salsas, uno no echa de menos los restaurantes.
En Ladby, cerca de Kerteminde, se encuentra la tumba de un rey vikingo bajo un túmulo. Se conserva el casco del drakkar en el que fue enterrado junto a animales y sirvientes. Afuera, unos artesanos avanzan con calma en la construcción de una copia del barco, y la fiereza de sus antepasados contrasta con la campechanía de sus descendientes.
Jutlandia y Fano
La península de Jutlandia se encuentra al oeste, es la única zona de Dinamarca conectada por tierra con el continente europeo, y tiene frontera con Alemania, ese vecino tan poderoso.
Hay colinas, lagos y landas, al norte está la famosa lengua de arena de Skagen; la costa oeste es más tranquila que la del este, en el centro se encuentra la ciudad portuaria de Arhus, y el interior acoge Legoland, el paraíso para los más pequeños y los adultos con memoria.
En el suroeste se encuentra Ribe, la ciudad más antigua del país, una sucesión de postales que nos recuerda a la ciudad belga de Brujas, con un riachuelo que discurre entre callejuelas de piedra. Fue residencia de la dinastía Valdemar, y las campanas de su catedral cantaron su poder hasta que, a finales del siglo XVI, un incendio y el abandono de la corte con destino a Copenhague marcaron el comienzo de su prolongado declive. Como suele ocurrir, esa decadencia y un acertado plan de conservación permitieron que sus estrechas calles y sus antiguas casas de piedra se conservaran hasta hoy, convirtiendo Ribe en una joya histórica que vive del turismo.
Viajar en coche por Dinamarca sin haber cogido al menos un ferry se hace difícil, sobre todo si tenemos en cuenta que su territorio comprende más de 400 islas. Lo tomamos en Esbjerg, un puerto que da servicio a las plantas petrolíferas del mar del Norte, y en el corto trayecto hasta la isla de Fano casi salimos volando por culpa del viento.
Fano —como Aero, frente a Fionia— es una de esas islas que los daneses te recomiendan con una sonrisa de felicidad. Tendrá unos veinte kilómetros de longitud, y ofrece toda clase de planes si tu objetivo es relajarte y no hacer nada.
La población principal es Nordby, que mira a Esbjerg y tiene la combinación perfecta de casitas bien cuidadas, restaurantes, tiendas y galerías. En su iglesia tuvimos la suerte de poder asistir a un concierto del Fano Sommerkoncerter, su festival de música. Escuchamos al cuarteto para oboe y cuerdas del alemán Henrik Goldschmidt, con piezas de Britten y Mozart. La iglesia estaba llena de ancianos melómanos de ojos claros, y del techo colgaban maquetas de barcos, algo que ya habíamos visto en algún otro templo costero. Al salir, anocheciendo, quisimos tomar unas cervezas para celebrar el concierto, pero todo estaba cerrado, así que ya pueden imaginarse hasta qué punto los daneses te obligan a relajarte.
Otro plan estrella de Fano consiste en ir a la otra vertiente de la isla, que es una alargada playa. Sorprendentemente, permiten entrar con el coche hasta la arena, algo que choca con la idea de la protección del ambiente que se presupone a un país serio, aunque supongo que lo habrán estudiado bien. El espectáculo está garantizado. Los fuertes vientos levantan la arena, y te da la sensación de que una bruma baja cubre la playa. Como nos habían dicho que ningún español se había bañado allí jamás —lo cual dudo—, nos bañamos, y es que es una de las pocas cosas que no ha hecho un español que me sentía capaz de hacer. Hacía un frío que pelaba, digno del mar del Norte, y resultaba muy curioso comprobar cómo las olas y la espuma las producía casi por completo el viento. También corrimos, porque no creo que vayamos a tener nunca más la sensación de correr como Aquiles el de los pies ligeros, y el viento de cola ayudaba bastante.
En el extremo sur de la isla se encuentra la población de Sonderho, con todas las casas rodeadas de arena y dando la espalda al mismo lugar. Pueden deducir la razón. Allí, desde la playa, con marea baja, se puede caminar algo más de un kilómetro sobre una arena que parece más bien lodo hasta llegar a un canalillo que tiene al otro lado un banco de arena lleno de focas retozando.
Otra atracción de Fano son sus trampas para patos, actualmente en desuso, y es que hay que recordar que por Dinamarca pasan miles de aves migratorias todos los años. Hay una historia muy bonita de un señor danés que anilló un centenar de patos, para conocer el destino de su migración, y de uno de aquellos anillos, que llegó hasta el cañón de una escopeta de caza de un rey español. Pero no se la voy a contar, porque la conocerán cuando viajen a esta isla tan agradable.
Fano es un buen lugar para acabar el relato del viaje. Sales de allí con la misma sonrisa de felicidad con la que te la recomendaron, y tras su visita te da la sensación de que ahora conoces un poco mejor Dinamarca, un país que no es solo Copenhague.
» Nicolás Casariego es autor de las novelas Antón Mallick quiere ser feliz y Carahueca.
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