Las pinzas del cangrejo malévolo
El impacto de ver a los ñus devorados por los cocodrilos en el río Mara y otras experiencias intensas e irrepetibles
Angustia y plenitud en una docena de lugares. Allí donde las impresiones tantas veces devastadoras de la historia, la crueldad o el esplendor de la naturaleza y el atisbo de la pura felicidad aventurera se entrecruzan.
01. Leones en la otra orilla
El Serengueti es de esos sitios que te tienes que pellizcar para creerte que realmente estás allí. Una vez acampé en la entrada del parque Masai Mara y pasé la noche del loro porque se nos ocurrió hacer una barbacoa (!) y el olor congregó a una manada de hienas. Son muy grandes las hienas cuando las tienes al lado: surgen de la oscuridad como sombras con ojos como brasas y vienen con hambre. A la mañana siguiente viví un mal encuentro con un viejo búfalo. La ventaja de esas ocasiones es que son aterradoras, pero luego tienes mucho que contar. Pero mi sitio favorito de la gran sabana es un vado en el río Mara en el que estuve apostado con esos grandes expertos en leones que son el matrimonio Jouvert para ver el multitudinario cruce de los ñus y cebras en el marco de su gran migración anual. Es el espectáculo más salvaje que quepa imaginar —aunque lo hayas visto en los documentales de National Geographic—. Nada te puede preparar para ese drama en directo bajo el inmenso cielo africano. Literalmente, millares de animales que de repente deciden cruzar en una carrera a vida o muerte. Son muchos los que pierden pie y son arrastrados por la corriente, los atrapan los enormes cocodrilos que puedes ver por todas partes o van a dar de bruces en la otra orilla con los leones que los esperan. ¡Qué duro y fascinante puede ser el mundo!
02. El castillo de Almásy
En pocos lugares he sido tan feliz. Fetichistamente feliz. El bonito castillo de la familia Almásy se encuentra en la población de Bernstein (Austria), en el Burgenland tocando la frontera con Hungría, a la que pertenecía. Era el hogar del célebre aventurero y explorador Lászlo Almásy —el personaje real que inspiró El paciente inglés— cuando no estaba en el desierto Líbico. Hoy funciona como hotel, con 21 habitaciones tan encantadoras como llenas de historia y leyenda. Es fama que en el castillo puedes toparte con el Caballero Rojo o la Dama Blanca, los espectros oficiales. Pero la presencia que lo impregna todo —al menos para los que le idolatramos— es la del conde aviador, al que le está dedicada una habitación-museo en la que se exhiben algunas de sus pertenencias, incluidas su chaqueta de vuelo y su máscara de esgrima. Una noche me levanté de la cama, atravesé los pasillos silenciosos (solo nos alojábamos dos personas en todo el castillo) tratando de no toparme con ningún fantasma y me colé en la vieja habitación de Lászlo para probarme sus cosas: me estaban bien.
03. En casa del dragón
Tuve que pegar una buena caminata y me arriesgué a perder el avión. Pero no quería irme sin visitar al viejo monstruo. El dragón de Komodo del zoo de Washington es toda una institución, y sobre todo es muy pero que muy grande. Pasmado ante él, no puedes dejar de pensar que Dios lo creó para castigarnos por tantas lagartijas a las que les arrancamos la cola de niños. Como todos los animales que te pueden comer o al menos hacerte mucho daño, produce fascinación mirarlo. Pasé un buen rato ante el cristal de su instalación. La vida suele hacerte regalos cuando te sales de los planes y caminos marcados. La visita al zoo me reportó ver también a los pandas que conservan allí y una buena colección de serpientes venenosas, y observar un precioso pájaro carpintero tecleando en un abedul (¡los zoos son un magnífico lugar para hacer birdwatching!).
04. La primera gota del sagrado Ganges
Ahí estuve yo. En el glaciar encima de Tapovan, a 4.450 metros de altura, del que brota, sostienen, la primera gota del sagrado río Ganges. No diré que sea uno de mis sitios favoritos porque lo pasé condenadamente mal a causa de una hemorragia nasal, pero no creo que en la vida vea un paisaje semejante: el Himalaya del Garhwal, la morada de los dioses. Un poco más abajo está Gangotri, con su concurrido santuario. Pero era allá arriba, a la sombra de los empinados Baghiratis, donde nacía el río, atrapado como un genio en la pureza estremecedora del hielo que crujía bajo nuestros pasos. Ver el inicio de algo tan grande, tumultuoso y santo te marca aunque tengas un fondo pusilánime. Una foto del lugar descansa en mi mesita de noche, para recordarme que estuve allí.
05. El lugar donde fusilaron a Stauffenberg
Mira que tiene sitios interesantes Berlín, pero a mí me puede el muro donde fusilaron a Von Stauffenberg el día que fracasó la Operación Valkiria. El edificio militar del Bendlerblock fue el centro neurálgico de la conjura del 20 de julio de 1944 cuyo momento culminante era el atentado con bomba contra Hitler perpetrado por el mutilado Stauffenberg en el cuartel general de la Guarida del Lobo. El valiente coronel regresó a toda prisa a la capital tras la explosión para tomar las riendas del golpe convencido, erróneamente, de haber matado al tirano. En el Bendlerblock se desarrollaron las tensas horas en las que pendió de un hilo la suerte de Alemania. Algo de ese ambiente sigue prendido de sus muros. En el patio fueron fusilados inmediatamente tras el fracaso, a la luz de los faros de vehículos militares, varios de los responsables de la conjura, entre ellos Stauffenberg. Una estatua y una placa recuerdan el sacrificio de esos hombres que trataron de lavar los pecados de su país. En un árbol del patio hay instalada una casita de pájaros, un detalle de ternura entre el horror de la historia. El edificio acoge el interesantísimo museo de la resistencia alemana contra el nazismo, lleno de sobrecogedores ejemplos de coraje.
06. Las columnas rosadas de Palmira
He visto el amanecer entre las ruinas de Palmira, la reina del desierto. No me digan que no es bonito escribir algo que podría haber dicho Lawrence de Arabia. Observar cómo las columnas de la gran avenida principal de la vieja Tadmor despiertan con la mañana y la aurora, homérica ella, pone con sus dedos tintes rosados en la piedra es de las experiencias más extraordinarias del mundo. Las columnas adquieren una calidad de delicada piel entre la bruma que se disuelve con la luz y el calor, una visión digna de Las mil y una noches. Para acabar de disfrutar de lo lindo, en la zona hay tumbas y momias. Redondea mi gran recuerdo que estuve entre buenos amigos y que vimos un dromedario blanco. ¡Qué pena Siria!
07. El Holocausto a orillas del Danubio
He visitado numerosos lugares relacionados con el Holocausto. Auschwitz, Ravensbrück, Dachau. Sin embargo, en ninguno me ha golpeado tanto la historia, seguramente por lo imprevisto, como en el somero monumento a las víctimas de los nazis húngaros en Budapest junto al Danubio. Consiste solo en una serie de realistas zapatos de la época, de mujer, de niño, botas de obrero, calzado elegante, todos en bronce, incrustados en el muelle al lado del gran río. Pasé un largo rato recordando las terribles escenas de los judíos torturados y arrojados al agua atados con alambre de espino por los brutales y feroces guardias de la Cruz Flechada. El contraste entre la belleza del lugar, la visión de los puentes, el castillo de Buda, el Parlamento, el ancho Danubio rutilante bajo un cielo esplendorosamente azul, los sueños de húsares... y el salvajismo y la crueldad perpetrados en la orilla resultaba tan terrible como aleccionador. Observé cómo algunos paseantes colocaban pequeñas velitas en el interior de los zapatos, o flores, y se me llenaron de lágrimas los ojos.
08. Junto al ángel mortífero: El Me-262
En pocos sitios soy tan feliz como en el Museo del Aire y del Espacio del Smithsonian, en Washington. La colección de aviones y otros artefactos aéreos, cohetes, cápsulas, etcétera, es espectacular. Te reencuentras allí con las apasionantes historias de los pioneros de la aviación en un ambiente de luminosa gloria que te hace pensar que incluso tú podrías ser piloto. Mi espacio favorito es junto al ángel mortífero, el caza a reacción Messerschmitt Me-262, de la ingente colección del centro. Siempre quise ver uno de esos aparatos, los primeros reactores, que surcaron como una exhalación los cielos a finales de la II Guerra Mundial, tarde para cambiar el resultado a Dios gracias, pilotados por hombres audaces como Galland, el abrasado Steinhoff o Nowotny. El del museo de Washington es un ejemplar espléndido. Capturado por Estados Unidos, duerme en una sala como un tiburón verde y gris con todas sus insignias puestas como si ayer mismo hubiera abatido varios bombarderos aliados, estremeciendo a su rugiente paso el cielo.
09. El último puerto de la ‘Kon-Tiki’
Un lugar único para meditar sobre la aventura y homenajear a aquellos valientes navegantes escandinavos encabezados por Thor Heyerdahl que tanto nos han hecho soñar. Ante la Kon-Tiki, la madre de todas las balsas, me resulta imposible guardar la compostura y dos veces incluso he tratado de subirme a ella cuando nadie me veía. Me anima pensar que si llevaron un loro, también podrían haberme llevado a mí. El Museo Kon-Tiki, en Oslo, alberga la legendaria embarcación que viajó de Perú a la Polinesia en 1947, entre otros muchísimos atractivos. Se encuentra en la península de Bygdoy, a la que llegas por carretera a pocos minutos del centro de la ciudad o por ferri desde el puerto, también muy rápidamente. Arribar por agua parece lo suyo. Para hacer aún más interesante el sitio, junto al Museo Kon-Tiki se encuentra el Museo del Fram, consagrado al no menos famoso barco señero de la exploración polar (está entero metido dentro del museo) y a la memoria de Nansen. Y también está al lado el museo marítimo, y solo un poco más allá, el museo de los barcos vikingos. Los drakkars, el Fram, la Kon-Tiki… ¡quién da más!
10. La tumba de Tutankamón
Las hay mucho más esplendorosas. En realidad, la de Tut es pequeñita y decepciona a mucha gente. Pero yo entro y es como estar en casa. El lugar de los primeros sueños, la síntesis de todo el amor por Egipto. Podría recorrerla con los ojos cerrados, he pasado horas ante cada rincón, cada pintura. Rememoro la gran aventura de su descubrimiento. Las voces de Carter y Carnarvon, su asombro iluminado por el oro. El gran sarcófago exterior de la crisálida del faraón sigue ahí como testimonio mudo de las muchas maravillas. Ahora la momia del joven rey ha sido colocada en una urna de cristal monitorizada y puede verse en la antecámara. ¿Hay lugar más fabuloso en el mundo? La última visita, tras hablarle bajito a Tutankamón de todo el lío de afuera y darle noticias de Zahi Hawass, me dediqué a estudiar la escalera de entrada. Bajo la metálica están los viejos escalones que fueron apareciendo uno a uno al ir retirando los escombros que ocultaban la tumba. Espero volver pronto. Por supuesto, la visita a la tumba (KV 62) debe complementarse con la de las salas de los tesoros del rey en el Museo Egipcio de El Cairo y, a ser posible, con la de la tumba de los Monos —la de Ay (KV 23)— en el Valle Occidental y la de la casa de Carter frente a Al Tarif, sobre la carretera que conduce al valle de los Reyes.
11. A oscuras con ‘La Dama y el unicornio’
Siempre que voy a París, desde que una amiga me desveló el Museo de Cluny, junto a la Sorbona, me cito con La dama y el unicornio. En su compañía me siento como Lanzarote del Lago; en realidad creo que me he enamorado. Enamorarse de un tapiz —en puridad de una serie de seis tapices— parecerá algo excéntrico, pero hay pocas experiencias tan conmovedoras como sentarse en medio de ese fascinante conjunto en la penumbra y dejarte embargar por su magia, su misterioso simbolismo y su inigualable belleza. El tiempo no parece pasar en su compañía y me siento como esos paladines de los libros de caballería atrapados en las redes mágicas de una hermosa hechicera. He leído que el recoleto museo —que tiene muchos otros atractivos— está renovando la sala (mi sala) de La dame à la licorne. ¡Rezo para que no me la estropeen!
12. No me comió el tiburón
Los cayos de Venezuela tienen para mí el indudable atractivo de haber sido el sitio donde no me comió un tiburón. Fue cerca de Cayo Sombrero, nadando. Vi al escualo y batí todos mis récords de crol. Otro día, en Tucacas, me enfrenté corajudamente a un enorme cangrejo que me cerraba el paso en una callejuela. Rían, rían: tendrían que haber visto aquella bestia y sus pinzas, que entrechocaba malévolamente. Pese a todo, cuando sueño que regreso a algún sitio es a los cayos venezolanos, el parque nacional de Morrocoy, con sus islotes de playas blancas a los que te llevan los pescadores en barca, sus corales, sus manglares llenos de pájaros (allí, cerca de Chichiriviche, vi por primera vez la ibis escarlata, a la que llaman corocoro colorado). Un enorme mulato te suministraba en la playa ostras, coco, arepas y pepsicola. Y todo aquello no podía ser más que la pura felicidad.
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