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VIAJEROS URBANOS

El jardín japonés de La Haya cumple cien años

Está en el corazón del parque de Clingendael, uno de los más bellos de la ciudad

Isabel Ferrer
Empedrado de un jardín cuidado hasta el último detalle.
Empedrado de un jardín cuidado hasta el último detalle.Mandie Danielski (flickr)

El jardín japonés de La Haya, el mayor y mejor cuidado del país, cumple cien años. Mandado plantar a principios del siglo XX por la baronesa Margarite Mary van Brienen, llamada coloquialmente Lady Daisy, suma 6.800 metros cuadrados de puentes rojos, estanques con carpas, linternas de piedra, un altar y un pabellón de puertas correderas dispuesto para la ceremonia del té. Sembrado de musgo, árboles y nenúfares, fue declarado Monumento Nacional en 2001. No en vano es el único jardín de su época conservado en Holanda, y el Ayuntamiento, su actual dueño, lo cuida con mimo.

El jardín fue el proyecto vital de Lady Daisy. Está metido en el corazón del parque de Clingendael, uno de los más bellos de la ciudad, que mezcla la arquitectura paisajística del barroco francés (y espectaculares rododendros) con el edificio del Instituto de Relaciones Internacionales del mismo nombre, ubicado en su interior. En el siglo XVI, el terreno del parque lo ocupaba una granja a la que sus primeros dueños le fueron añadiendo parcelas. Luego llegó la gran casa que alberga hoy el centro de pensamiento. A partir de 1860, cuando los nipones se abrieron al mundo tras la ratificación del Tratado de Amistad y Comercio con Estados Unidos -y la firma de otros similares con Rusia, Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos- la fama de sus jardines se extendió por el mundo. Dispuesta a darle su toque al modelo, la aristócrata holandesa, cuya familia había comprado Clingendael en 1818, viajó a Japón en dos ocasiones. Allí fue eligiendo con cuidado los motivos decorativos que adornan el recinto, cercado por una valla de bambú. Las flores, en tonos rojos, rosas, fucsia y amarillo, han cambiado con los años, pero el espacio conserva intacta la estructura original de 1913. Incluida una pequeña isla en forma de tortuga de larga cola, símbolo de una vida prolongada, en el estanque central.

El pabellón del té, situado al fondo, se ha convertido en el mirador perfecto para contemplar, sentado en el suelo de madera, la obra de la baronesa seducida por oriente. Ella lo disfrutó hasta su muerte, en 1939. El cuidado con que pasean los visitantes, autóctonos y extranjeros, refleja el buen trabajo que hizo. La entrada está regulada para que no haya aglomeraciones, y un guarda recibe al paseante. La fragilidad de lo plantado hace que solo pueda verse dos veces al año: de abril a junio y en octubre. Un detalle que no impide que sea el más visitado del país.

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