Rilke en la ciénaga del Diablo
Desde finales del siglo XIX, el extraño paisaje de Worpswede, al norte de Alemania, atrae a los artistas
La niebla lo transfigura todo. Pone evidencias donde no las hay, y de realidades de bulto hace quimeras. Un paisaje con niebla es algo de lo más raro. Visité por vez primera la Ciénaga del Diablo un día invernal, con una bruma densa que acumulaba el frío en tu cogote y te obligaba a caminar arrugado. Mi recuerdo de aquel primer viaje está tan velado como lo estaba la inabarcable llanura de tierra pantanosa aquella tarde de diciembre. Me quedó un resto de desconcierto. No entendí por qué más de un siglo atrás unos cuantos pintores habían decidido afincarse en semejante tremedal en el norte de Alemania, y fundar, en una aldea conocida con el nombre de Worpswede, una comunidad artística que ha pervivido hasta hoy.
He vuelto a Worpswede en primavera. Y el paisaje ha aparecido repleto de sus perfiles, un esplendor de colores, gracias al día soleado. En el camino desde Bremen, a través de Lilienthal, vas cruzando regatos que conducen a ninguna parte un agua color acero. En los desperdigados caseríos se crían caballos, y cañas truncadas recuerdan que en otra estación los maizales crecen en esta tierra, negra de tanto sufrir agua. Worpswede se acuesta un poco en la falda de lo que era el único terreno más o menos firme de los alrededores antes de que la Ciénaga del Diablo (Teufelsmoor) fuera desecada. Se trata de un alto, el Weyerberg, que los alemanes llaman monte, pero que realmente es un montículo de 54 metros y medio de altura. Cuando el pantano existía, el Weyerberg era una isla dentro de él. Un tal Findorff desecó el cenagal en treinta años, entre 1720 y 1750, y la isla, en realidad una duna tan poco estable como el fango del pantano, quedó incorporada a la orografía general. Mitad en el barro, mitad en la arena movediza de la tendida ladera, Worpswede era un poblado de pobrísimos campesinos y trabajadores de la turba en medio de la inabarcable llanura de humedades. Hasta que Fritz Mackensen, Otto Modersohn y Hans am Ende decidieron que aquel era un lugar ideal para pintar y vivir su concepto del arte.
En suelo precario
En poco tiempo llamó la atención el arte asentado en la tierra movediza de Worpswede. Pero ¿acaso no es el arte, como la poesía, algo que crece siempre en las orillas, que voltea en el suelo precario? ¿No es la posición sentimental del artista el habitar ese margen vacilante? Tanto llamó la atención la comuna de Worpswede que al mismísimo Rainer Maria Rilke le encargaron en 1902 escribir una monografía sobre los artistas del pantano. Y Rilke no solo escribió la monografía, una hermosa y profunda reflexión sobre el arte en general, ejecutada con la genial inspiración del poeta (Worpswede, se titula, y existe una excelente traducción española realizada por Ibon Zubiaur), sino que se quedó a vivir una temporada en la zona y se casó con una integrante del grupo, la escultora Clara Westhoff, con la que tuvo un hijo.
El librito de Rilke enfrenta al arte con la naturaleza, al paisaje con la humanidad de cada uno de los artistas. Es, en su pequeñez, una obra trascendental, aunque sus protagonistas no tengan nombres tan sonoros en la historial del arte como Rodin, sobre el que Rilke escribiría también después un famoso estudio. Y lo relevante en él es, precisamente, el paisaje de Worpswede, el espectáculo inmutable, y al mismo tiempo mil veces cambiante, de la Ciénaga del Diablo, que aparece como referencia una y otra vez del panteísmo alemán resuelto en la naturaleza, aquel paisaje que yo recordaba brumoso, luego de mi primer viaje, cuando los pálidos abedules y los grávidos tejados de caña de las casas puntiagudas, los oscuros canales o los caminos tímidamente dibujados en el inmenso baldío pugnaban por asomar sus contornos entre la gasa lechosa que los sofocaba.
“Confesémoslo”, escribe Rilke muy al principio de Worpswede, “el paisaje nos es algo extraño y uno está terriblemente solo entre árboles que florecen y entre arroyos que pasan. A solas con una persona muerta, uno no está ni de lejos tan abandonado como a solas con los árboles”. Aunque el poeta lo predicara de todo paisaje, lo cierto es que a ninguno se acomodan mejor estas palabras que a este espacio alrededor de Worpswede. Esa extrañeza, la soledad, se diría que se levanta de los brezales y toma posesión del paseante, lo individualiza en una experiencia única de confrontación con una realidad trascendente.
Imagino lo que puede ser llegar hasta el corazón de la Ciénaga en barca por el río Hamme, travesía que se puede hacer en verano desde Vegesack hasta Neu Helgoland, muy cerca del pueblo de los artistas, y merendar luego al lado del desembarcadero. O tomar, también en verano, el tren en Bremen y descender en Worpswede; pasear por el pueblito, hoy lleno de tiendas de souvenirs, galerías de arte, cafés y algunos estudios de artistas; visitar la modesta casa de madera de Otto Modersohn o la espectacular villa de otro pintor del grupo, Heinrich Vogeler; ver algunos de sus cuadros en la Kunsthalle y, si quedan fuerzas, dar un paseo hasta la cumbre del Weyerberg. Se toma la Bergstrasse y, sin solución de continuidad, pisa uno un sendero de robles y hayas que lo adentra en el montículo. Pocos minutos después alcanza lo más alto, un espacio muy abierto cruzado por un camino que lleva a un bosquecillo. En un claro de ese bosque de pinos ralos y abedules se levanta un gigantesco monumento de ladrillos realizado por el arquitecto Bernhard Hoetger, el autor de la calle más famosa de Bremen, la Boettcherstrasse. Todos los bancos colocados en los caminos del Weyerberg para descanso del paseante están orientados a poniente, así como el monumento de Hoetger. Contemplar el crepúsculo desde alguno de esos puntos es asistir a un espectáculo raro, como el paisaje en la niebla, como la naturaleza misma del pantano.
» Carlos Ortega es el director del Instituto Cervantes de Bremen.
Guía
Cómo ir:
» Worpswede pertenece a Baja Sajonia. Se encuentra a 30 kilómetros en coche al noreste de la ciudad de Bremen y a 115 de Hamburgo, ambas con aeropuerto.
Visitas:
» Worpsweder Kunsthalle (0049 4792 12 77). Bergstraße, 17. Abre de 10.00 a 18.00. Entrada, 4 euros.
» Barkenhoff Museo Heinrich-Vogeler (www.barkenhoff-stiftung.de; 0049 4792 39 68). Ostendorfer Straße, 10. 6 euros.
» Museos de Worpswede: /www.worpswede-museen.de. Existe una tarjeta de museos que sale por 15 euros.
Información:
» Oficina de Turismo de Worpswede (www.worpswede.de; 0049 4792 93 58 20).
» www.freunde-worpswedes.de.
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