Casa de cristal y selva
Excursión a dos lugares en plena naturaleza cerca de Río de Janeiro: las viviendas de Oscar Niemeyer y de Burle Marx
Al llegar a Río, el Morro de los Dos Hermanos y la impresionante Pedra da Gávea parecen una barricada gigante que cuesta franquear. Con tanto para ver del lado de acá, lo que queda del otro lado suena a tierra incógnita: la favela de Rocinha, que por fin se va integrando como un barrio más, y las zonas burguesas de São Conrado y Barra, condominios construidos en los ochenta para una clase media que prefería recluirse en mini-Miamis fortificados y cerrar los ojos a la violencia y la depauperación de la ciudad.
"Deus premia aos corajosos", dicen los brasileños. Aunque ya no es ninguna proeza animarse a cruzar esas barreras naturales, el premio al esfuerzo por arrancarse a la vida-muelle de Ipanema o Copacabana compensa con creces. Merece la pena investigar un poco y hacerse con un coche para visitar del otro lado dos de las más hermosas casas de artista del siglo XX: la legendaria Casa das Canoas de Oscar Niemeyer y el espectacular Sítio Burle Marx, con la casa, los jardines y los viveros del paisajista Roberto Burle Marx.
Monos y tucanes
Es mejor hacerlo por la antigua carretera que atravesaba la selva de la Tijuca hasta la construcción del túnel costero. El camino sube bruscamente desde el jardín botánico a base de curvas muy cerradas, y en cinco minutos uno está en pleno parque nacional: una mancha de la mata atlántica que en su día cubrió toda la costa carioca hace olvidar que a los pies queda una ciudad de 12 millones de habitantes. Hay monos y tucanes en los árboles musgosos y cascadas para darse una ducha rápida y bienvenida.
El olvido precario de la civilización se suspende con el gran golpe de efecto de la misteriosa Vista Chinesa. Una pagoda sui generis construida durante la chinomanía decorativa que recorrió el mundo en el XIX. Brasil no iba a ser menos, y este mirador de bambú falso se asoma a la mejor vista de todo Río.
La Estrada das Canoas se aleja luego bajo los árboles, y la sombra de la totémica Pedra da Gávea deja a un lado el colonial Alto da Boavista -el nombre lo dice todo- y baja hacia las playas de São Conrado. Hay que fijarse mucho para no saltarse la entrada discreta y antipretenciosa de la Casa das Canoas. En realidad, ese es el tono de todo el lugar: Niemeyer se construyó en 1953 este refugio secreto y entonces apartadísimo para poder descansar del bullicio de Río. Es una de las obras maestras de su mejor periodo, antes de Brasilia, y se suma con honores a la lista de arquitectos ilustres -de Mies a Bruno Taut- que durante todo el XX ensayaron un tema fundamental de la arquitectura moderna: la casa de cristal. La idea era aprovechar la libertad de los encargos privados para probar modelos de vivienda ligeros, casi aéreos, donde muros de carga y medianeras se redujeran a la mínima expresión. El famoso "techo sobre nuestras cabezas" sostenido por nada o casi nada.
La Casa das Canoas triunfó en ese ejercicio de estilo. Niemeyer aprovechó las bellísimas vistas, preservó la selva original de la parcela en pendiente y hasta la gran piedra en medio del solar: en lugar de reventarla, la convirtió en eje de toda la composición. La roca entra en la casa y enlaza con la elegante piscina curvada. Las paredes son de cristal, sí, pero un piso inferior excavado en la roca con dormitorios y despachos y ventanas aprovechando la inclinación de la ladera resuelve los dos grandes problemas de su caso: el efecto invernadero letal del sol tras el vidrio y la inquietud de las noches rodeadas de tinieblas (seguramente, la herencia atávica de nuestros antepasados cavernícolas).
Acero, vidrio y hormigón
Niemeyer no tuvo la tentación kitsch de camuflar la casa. Fue un moderno convencido, y se sirvió del acero, el hormigón, moldeado como solo él sabía hacerlo, y el vidrio para crear formas que no se mimetizan con el entorno, pero armonizan con él en una síntesis deslumbrante.
La casa es a la vez espléndida y modesta, inteligente y más: razonable y alérgica a la ostentación. A cualquier ricachón carioca le desconcertaría que sus únicos lujos sean las proporciones justas, el aire, la luz, el ruido del agua. Ni más ni menos. Inmediatamente, claro, dan ganas de quedarse a vivir. Y más porque es un sitio vivido: el arquitecto y su familia aún la usan a veces, y son los guardeses de más de 30 años quienes la enseñan y cuentan historias. Hay algo de placer culpable en fisgar, sin cordones ni audioguías, los libros con sus marcapáginas, los dormitorios y baños, y hasta las tazas de café recién usadas en la cocina luminosa. Quizá no por mucho tiempo, porque dicen que pronto pasará a ser un museo al uso, con sus horarios, taquillas y quizá, ay, la tienda de souvenirs preceptiva.
Una media hora más al sur, recorriendo la costa espectacular y pasadas las torres de pisos liofilizados de Barra, está el bonito pueblo de Barra de Guaratiba, colgado sobre la desembocadura de un brazo de mar. Allí compró Roberto Burle Marx en 1949 la antigua Fazenda de Santo Antônio da Bica. Necesitaba ya entonces mucho terreno para los viveros de plantas que recogía en sus expediciones por todo Brasil. Un muestrario vivo que abrió los ojos a la vegetación autóctona de un país que hasta entonces ajardinaba con rosales y petunias y despreciaba como hierbajos la deslumbrante flora local. Desde 1973 y hasta su muerte en 1994, Burle Marx vivió allí y restauró con talento el viejo caserón colonial. De nuevo una casa austera y nada ostentosa, pero que rezuma gusto y originalidad: Burle Marx recicló los elementos de derribo del Río antiguo que iba cayendo bajo la piqueta para construir fuentes, pérgolas y cenadores. Tienen un aire casi de ruina precolombina, y más cuando trepan por ellas las fastuosas glicinias de jade, con flores de un verde translúcido y mineral que sólo él supo conseguir.
Su colección particular de arte es buena, pero solo es el aperitivo de una de las mejores colecciones de plantas tropicales del mundo, con casi 4.000 especies. Merece la pena concertar la visita guiada -no se puede ir por libre- para recorrer la casa, los jardines, la selva y las bellísimas praderas donde Burle Marx obraba el milagro y pintaba con diferentes matices y tonos de verde hierba. Uno se sentaría a verla crecer durante años.
» Javier Montes es autor de la novela La vida de hotel (Anagrama).
Guía
Información
» Fundación Oscar Niemeyer (www.niemeyer.org.br).
» Sítio Burle Marx (www.burlemarx.com.br). Teléfono 0055 21 24 10 14 12.
» Río 2016 (www.rio2016.org).
» Turismo de Río de Janeiro (www.rioguiaoficial.com.br).
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