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RUTA DE LOS EXPLORADORES OLVIDADOS / 10

De Gokarna a Madrás: ciudades sagradas y conductores suicidas

Templos y atascos inverosímiles. Una ruta en moto hasta el corazón de La India.

En La India los atascos son tan densos que resultarían hilarantes si no fuera tu propia vida la que está en juego. Las carreteras son humor negro, pero las ciudades resultan puro sarcasmo. Casi imposible atravesarlas. Un millón de pequeñas motos tapona cualquier aliviadero. Ningún conductor lleva casco. ¿Para qué? Esta gente sin duda cree en la reencarnación.

Garnaka es un pueblo sagrado. Aunque esto no lo convierte en algo realmente especial porque en, de cada dos pueblos, uno es sagrado y el otro casi. Lo que de verdad vale aquí la pena es la poco conocida playa de Om, uno de esos paraísos de postal con los cocoteros al borde del agua y las puestas de sol más asombrosas.

La carretera es estrecha, revirada, llena de baches, pero revela un litoral mágico, abrupto de calas y rincones. Tras un portalón de chapa hay unas escaleras que bajan al mar. Aparezco en el milagro. Una coqueta bahía de arena, concurrida terraza con mochileros de todo el mundo y aceptable habitación.

Me dirijo a Belur por la ruta de la costa hasta Mangalore. De ahí hacia el interior. Apenas 300 kilómetros. Sobre el papel no parece demasiado. Pero planes y horarios abstractos encajan en el platónico universo de la realidad virtual de un mapa. La realidad real de las carreteras bacheadas y los conductores homicidas es otra cosa.

Esculturas y basura

Cruzo los Ghats Occidentales, la cadena montañosa que atraviesa India de norte a sur a lo largo de 1600 kilómetros, desde el río Tapti hasta Cabo Cormorín. La ruta asciende unas colinas selváticas, frondosas, exuberantes de lianas, palmeras y robles. El camino se retuerce. Sería delicioso sino fuera porque son las cuatro de la tarde: en dos horas se hará de noche. El tráfico aumenta. Todos tienen prisa y encima el asfalto desaparece revelando un firme pedregoso.

El templo Chennakaesva, en Belur, es rico, alto, magnífico. La fachada es asombrosa, no queda un hueco libre entre tanta escultura de fascinante detalle. Es una obra maestra. Construido en el siglo XI por el rey Vishnuvardhana para glorificar la victoria de la dinastía Hoysala sobre el enemigo Tamil. Mirándolo parece imposible que los mismos que levantaron esta maravilla sean los que empuercan su propio país sin ningún remordimiento. Si hay una causa planetaria digna de apoyo es convencer a la humanidad de que la basura no es objeto decorativo.

Prosigo hacia el Este y entro en el Estado de Tamil Nadu. Se extiende ante mí una planicie de cocoteros, arrozales y vacas sueltas. Algunos bueyes tiran de carros. Tienen unos largos cuernos pintados de colores.

La entrada en Chennai es devastadora. Plena hora punta, calor y desorientación. Sigo la línea costera hacia el sur. La playa es inmensa. Larguísima, plana y ancha. Espectacular pero llena de basura. Busco en el GPS y me aparece un Gran Hotel. Siempre hay un Gran Hotel, hasta en los peores agujeros. Este es algo cutre, antiguo y de empleados antipáticos, pero estoy agotado y decido no seguir buscando.

Callejeando me pierdo por la Armenian Street, pequeña calle perpendicular a los grandiosos juzgados de la capital del estado de Tamil Nadu. El primer número de esta callejuela es una sencilla edificación blanca con un rótulo que reza: Armenian Church, 1772. Al cruzar el portalón aparece un patio tapizado de lápidas, un campanario no muy alto y un pequeño templo blanco de sencilla factura. En su interior, una serie de bancos de madera sobre un suelo de losas bicolor y un modesto altar dedicado a la Virgen María. Hay flores frescas y velas encendidas en ese altar. Estoy en la Iglesia Armenia de la Santísima Virgen de Madrás. El Cristianismo se asentó en India incluso antes que en Europa y fue precisamente aquí, en Madrás, donde la tradición sitúa el establecimiento de la nueva fe gracias a la visita que en el año 52 hiciera Santo Tomás, ese apóstol incrédulo que hubo de meter los dedos en las llagas para convencerse de la resurrección. Sería asesinado en un monte cercano y su cuerpo trasladado a una playa a orillas del Golfo de Bengala. Madrás es, junto a Roma y Santiago de Compostela, la tercera ciudad del mundo con templo que aloja reliquias de un apóstol. A este templo se le atribuyen milagros, como el que impidiera una completa devastación de la zona durante el tsunami del 2007 que arrasó la costa del Coromandel.

Nuevos nombres

Paseo por los jardines algo descuidados acompañado del cuidador. Dice ser también católico. Añade que es descendiente de los británicos que colonizaron el país hasta 1947. "La mayoría de angloindios han emigrado", dice. "Los hindúes nos consideran ciudadanos de segunda fila". He escuchado muchas veces la misma historia. Egipto, Sudán, Jordania, Siria, Israel... Cualquier revolución corta cabezas. Observo una placa que conmemora la visita del Gran Patriarca en los años sesenta.

"¿Cuántos armenios viven en Madrás?", pregunto. "No hay armenios en India. Se fueron después de la independencia. Tampoco había sitio para ellos en el nuevo país". Me acerco hasta el campanario, refulge bajo este sol furioso. Una escalerilla lleva hasta el piso superior. Allí hay un grupo de campanas de bronce, fabricadas para la Armenian Church por la Thomas Mears of London Foundation en 1835. Las palomas han anidado sobre ellas. Desde la torre diviso a través del portalón abierto el formidable bullicio, la suciedad, el calor y el color de Chennai. El Gobierno ha cambiado los nombres ingleses de las ciudades por los primitivos topónimos indios. Ya no es Bombay sino Mumbai. Tampoco existe Calcuta sino Kolkata. Todas las revoluciones comienzan con nuevos nombres y bellas palabras.

Miquel Silvestre (Twitter: @miquelsilvestre) acaba de publicar el libro de viajes en moto 'Europa Lowcost sin dejar de trabajar' (Editorial Comanegra) y es autor del blog La ruta de los exploradores olvidados.

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