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Columna
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El centro vaciado

Este debilitamiento del centro político coincide con la creciente erosión de la dimensión liberal de la democracia

Fernando Vallespín
Inés Arrimadas, durante un acto en Málaga.
Inés Arrimadas, durante un acto en Málaga.Álex Zea (Europa Press)

Con el ya casi asegurado acceso de Arrimadas al liderazgo de Ciudadanos podemos dar por finiquitado al centro político en España. Solo nos queda ver cómo vaya a ser engullido por el PP. Una mayoría de sus miembros parece haber encontrado en esta opción una mayor garantía para su potencial acceso a cargos que el presentarse con sus siglas desnudas en pleno descalabro electoral. El pragmatismo ha podido sobre el gravoso esfuerzo de la reinvención. Y la inercia. De hecho, y su evolución política habla por sí misma, nunca actuó como si fuera un verdadero partido de centro. Decidió pelear casi exclusivamente en el eje de las disputas territoriales y, como es obvio, su dimensión más liberal y centrista acabó resintiéndose. O sea, que nunca, salvo en lo declarativo, tuvimos realmente un partido de centro-centro a lo largo de los últimos años.

Como Ivan Krastev contaba aquí hace unas semanas, eso es lo que parece estar ocurriendo también otros países europeos, como Alemania, y aunque él no lo especificara, sí anunció que esto tendría importantes consecuencias políticas para el continente. Y, cabría decir, para la democracia misma. Si antes todos los partidos relevantes competían por ver cómo apelotonarse mejor en esta dimensión apartada de los polos ideológicos, ahora estamos asistiendo a lo contrario: la disputa se ha desplazado a los extremos. Recuerden, por ejemplo, cuando el SPD de Schröder, siguiendo al laborismo de Blair, se presentaba como el “nuevo centro”. Esto es con lo que ha acabado el fulgurante resurgir de los populismos, que ha tenido consecuencias importantes. Primero, porque ha calado su acusación a los partidos sistémicos de haber caído en el pragmatismo tecnocrático y de no presentar auténticas diferencias entre sí. Luego, porque obligó al centro-derecha a inclinarse más hacia su extremo para recuperar los votos perdidos en esa dirección. Y, por último, porque acabaron imponiendo una política más schmittiana, polarizada e identitaria, que tuvo también un impacto sobre la correlativa radicalización del centro-izquierda.

El hecho es que el centro, como la España interior, se ha vaciado. En principio no hay nada dramático en esto. Una reideologización y repolitización del sistema hasta es saludable. Y el centro político, en todo caso, no es más que una metáfora espacial sin contenidos claramente definidos. Lo preocupante, a mi juicio, es que este debilitamiento del centro coincide con la creciente erosión de la dimensión liberal de la democracia, entendida más como una cultura que como una ideología. Es más, como la cultura central de la democracia: la del respeto de las instituciones frente a su utilización partidista, del pluralismo y la tolerancia frente a las guerras culturales de suma cero; la del elogio del disidente en vez del sectario; la que aboga por el control del poder frente a las imposiciones mayoritarias; la que promueve el debate y la argumentación en vez de los dogmas apriorísticos; la que prioriza la dignidad y autonomía del individuo frente a los grupos sacralizados; la que no concibe la libertad sin la suficiente igualdad para poder ejercerla. En fin, aquello sin lo cual una democracia pierde su oxígeno y que ahora muestra signos de erosión preocupantes. Este sí que es el centro del que no podemos prescindir.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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