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Columna
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‘Sal’s famous pizzeria’

Actores como Danny Aiello saben representar personajes complejos y contradictorios. Les das un malvado y te devuelven un ser humano

David Trueba
Danny Aiello en una imagen de archivo en el restaurante Gigino, en Nueva York.
Danny Aiello en una imagen de archivo en el restaurante Gigino, en Nueva York.Jim Cooper (AP)

Las necrológicas a la muerte de Danny Aiello fueron llegando tarde y mal, porque como actor era un submarino. No lo ves, tapado por un bosque de protagonistas guapos, jóvenes y algo vacuos, pero resurge con una potencia increíble cuando pones atención. Pertenecía a una escuela inédita de actores y en su caso se le notaba que debutó en escena con 37 años y su primer papel en cine le llegó con más de 40. Después de una vida de trabajos y penalidades que arrancó como limpiabotas y terminó en el sindicato de camioneros, tomó la decisión aterradora para un padre de familia con hijos de intentar una carrera en el espectáculo. Su máxima experiencia consistía en cantar a voz en grito las ciudades donde tendría parada el autobús para el que trabajaba de maletero. Sostenía que ahí se preparó la voz, esa voz. El resto lo logró con su personalidad potente, divertida y de inteligencia intuitiva. Woody Allen lo hizo visible con un papel de marido abusador en La rosa púrpura de El Cairo, pero su consagración le llegó a los 56 años con Haz lo que debas, en la que dio con un personaje mayúsculo frente a las caricaturas de Spike Lee. Su interpretación de Sal, el dueño de una pizzería italiana en el barrio negro neoyorquino de Bedford Stuyvesant, sirve aún para entender algunas claves del conflicto que vivimos y enriquecer las lecturas banales sobre el ascenso del espíritu reaccionario y el populismo.

Actores así saben representar personajes complejos y contradictorios. Les das un malvado y te devuelven un ser humano. Hay muy pocos capaces de expresar físicamente la ley de oro de la construcción narrativa: todo el mundo tiene sus razones. Yo lo conocí en calzoncillos. Entré a saludarlo en su roulotte durante el rodaje de Two Much en Miami, y a partir de ahí no dejé de reírme a su lado ni un instante. La fortuna hizo que cinco años después, en 2000, volviera a coincidir con él en París y Madrid durante su segunda producción española dirigida por Gómez Pereira. En aquellas conversaciones mostraba una visión sobre el mundo de Hollywood muy precisa. Para él, muchas estrellas eran solo juguetitos de la industria, a los que usan y tiran, niños asustados que se protegen tras barreras infranqueables porque tienen miedo. No están seguros de tener talento pues han visto que sus carreras son meras fabricaciones mediáticas, mentiras elaboradas que ellos asumen y defienden a veces a costa de hacer miserables a todos a su alrededor.

Él, en cambio, se veía a sí mismo libre de fragilidades de ese tipo. Sabía que lo que tenía lo había conseguido a golpe de riñón. Era confianzudo y expansivo, cercano y dotado para cargar el ambiente de risas y anécdotas. Una noche, mientras cenábamos en un restaurante en Miami con mi hermano Fernando, nos señaló a un tipo frente a una mujer que bebía y hablaba en una mesa del fondo. “Mira”, dijo, “la muerte le ronda y él no se da cuenta”. Veinte minutos después, el rostro del tipo se congestionó y se desplomó sobre el plato de pasta mientras sufría un infarto del que le salvaron los equipos médicos de urgencia. Danny Aiello tenía ese conocimiento de calle, esa lectura del alma desde el extremo opuesto a la impostura, a la mentira, a la cosmética. Debería estudiarse en las escuelas de interpretación. Y por si eso fuera poco, también veía a la muerte llegar.

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