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Columna
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‘Lesboterrorista’

Hay que tomar precauciones. Yo, por lo pronto, aprendo bailes típicos, corte y confección, hago arreglos florales, vainica, rezo y preparo perfectas canastillas

Marta Sanz
Alicia Rubio, diputada de Vox de la Asamblea de Madrid.
Alicia Rubio, diputada de Vox de la Asamblea de Madrid.Marcos del Mazo (Getty Images)

Cae la noche y, con los últimos rayos de sol, como las vampiras de Jess Franco, salen de sus guaridas las lesboterroristas. Ratas negras, cacatúas que infectan nuestros árboles, dedos del diablo… Conocemos los peligros de las especies no autóctonas. Su capacidad de depredación. La lesboterrorista —nunca una verdadera española— está catalogada y puede procederse a su identificación y captura. Insistimos en los beneficios ecológicos de la caza. La lesboterrorista sale del agujero y se disfraza de mujer de bien para captar doncellas que ignoran los riesgos de compartir conversación con esa alimaña que le traspasará la contagiosa ameba-alien del lesboterrorismo a través de su lengua bífida. El lesboterrorismo, a diferencia de la homosexualidad, no se contrae por vía anal ni se cura con supositorios. La lesboterrorista, muy violenta, muerde si no lleva bozal, condena a muerte a millones de fetos, odia al hombre al que siempre recibe con un collar de ajos. Es insaciable y a veces parasita el cuerpo de mujeres de bien. Finge amar a las personas de su entorno, ser trabajadora, y no renuncia a la posibilidad de ser madre. Parpadea seductoramente. Se disfraza de verdadera hembra. Se lava, se pone colonia. En su interior, la lesboterrorista hedionda está esperando su oportunidad para destruir familias cristianas y convertir todas las prácticas sexuales en un maligno sesenta y nueve, salivado y digital, que solo se sustenta en el vicio y en la fornicación por la fornicación.

La lesboterrorista puede ser pornofeminista o no serlo. Las que se incluyen dentro de esa categoría son las más peligrosas porque extreman su lubricidad exhibiendo sus pechos en capillas y obligando a las adolescentes a hacer un uso abusivo de los succionadores de clítoris. Les colocan espejitos en la vagina —a menudo dentadas, siempre mentirosas— para que introduzcan las cabezas por su propia vulva en un ejercicio de masturbación y egoísmo que no tiene nombre. Las pornofeministas abandonan a sus crías para irse con pancartas moradas a manifestaciones sin sentido donde reclaman derechos de los que, por supuesto, ya gozan. Lo hacen por pura maldad. La pornofeminista es promiscua, se caga de risa y blasfema. No cree en la virginidad de María. Se queja cuando la matan —a ella o a cualquiera de su género—. Lesboterroristas y pornofeministas proliferan en un hábitat donde se retiran inversiones internacionales y los grandes capitales se marchan a países vecinos horrorizados ante la amenaza de coaliciones de izquierdas que harán crecer el paro en más de un millón de personas. Lo dicen las televisiones. Lesboterroristas, pornofeministas, criptocomunistas, zurdas y zurdos contrariados, paladines de la memoria democrática, hombres lobo y mujeres pantera obligarán a la gente de bien —banqueros, monopolistas, portadores de banderas de España con pollo e incluso vegetales— a abandonar este país nocturno en el que personas de todos los colores van a nuestros centros de salud para contagiarnos enfermedades extrañas. Hay que tomar precauciones. Yo, por lo pronto, aprendo bailes típicos, corte y confección, hago arreglos florales, vainica, rezo y preparo perfectas canastillas. Identifico al verdadero monstruo. Disimulo. No quiero que me coloquen frente a la mira telescópica de un buen cazador.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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