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Columna
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Nostalgia del censor

El gestor público está obligado a renunciar a sus vicios particulares y someterse a una generosa diversidad

David Trueba
El cantautor Pedro Pastor en una imagen publicada en su perfil de Facebook en junio.
El cantautor Pedro Pastor en una imagen publicada en su perfil de Facebook en junio.

El lenguaje a veces corrige el azar. Que la responsable política que ha vetado a unos músicos en las fiestas de Aravaca se apellide Sordo es una ironía tan fina que debemos rendirnos a su encanto. Lo suyo es una sordera selectiva. Consiste en eliminar de los turnos de palabra a quienes no quieres escuchar. Mal ha empezado el Ayuntamiento de Madrid, asentado sobre tres partidos que parecen haberse puesto a competir por quién es más intransigente. Suele suceder en las coaliciones, que funcionan a veces como las pandillas de chavales, donde se confunde la valentía con la imprudencia y la lealtad con la indignidad. Ya con la actitud cerril de todos ellos ante las medidas de Madrid Central delataron sus ganas no tanto de corregir errores del pasado, sino de refutar los aciertos. Exactamente lo que menos necesita una ciudad por parte de sus dirigentes. Puestos a mostrar esa intolerancia, pareciera que nada más llegar han pedido las listas de conciertos programados para las verbenas populares y se han puesto a tachar a quienes no les caen bien. Los músicos son piezas débiles de ese desafío, porque sobreviven en muchas ocasiones gracias al contrato público en actos de Ayuntamientos y comunidades. Lo que la ecología nos exige es equilibrio, en todos los campos.

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Por desgracia, nuestro país esconde una nostalgia del censor. Es curioso, porque muchos ni lo han conocido. Quizá por eso les parece que la censura no es tan mala y que allá cada uno si pone a pasear sus fobias y sus filias. Algunos hasta te justifican esas acciones como si fueran nada más que debilidades humanas muy comprensibles. Oye, que censurar es un derecho, parecen pensar algunos. Es habitual que te hablen de listas negras, de personas vetadas, de líneas rojas y de nombres tachados sin que a nadie le resulte indigno. La libertad de empresa, la libertad de elección y la libertad personal se confunden en demasiadas ocasiones con la libertad para censurar. Pero existe una pequeña dimensión donde es aún peor esta deriva irracionalista. Es aquella que afecta a los cargos de servicio público que tienen a su disposición un presupuesto concreto. Cuando ellos reclaman para sí el capricho de decisión ensucian el concepto de democracia. El gestor público está obligado a renunciar a sus vicios particulares y someterse a una generosa diversidad.

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Lo contrario es entender la gestión como una fiesta en tu propio honor. Una vez me contaron que un directivo de los ferrocarriles nacionales decidió que no se pondrían películas en sus trenes de un actor que le caía mal. Tengo unos amigos de una compañía de teatro a quienes les cerraron las contrataciones públicas en varias comunidades porque su obra, un alegato antinacionalista, podría perjudicar la estrategia de Gobierno en coalición. Y cuando te interesas por ello, la lista de ejemplos es interminable. Por la sencilla razón de que muy pocos parecen querer entender que a un gestor público no le corresponde decidir quién merece existir y quién no. Como si el director de un zoo decidiera que se acabaron las cebras porque le irritan las pieles rayadas. Por supuesto que todos llevamos un censor dentro, un ser siniestro, indecente y abusivo que prefiere estar sordo a la voz de los demás. Pero cuando cobramos del erario público o gestionamos fondos colectivos, en el sueldo va dejar a ese tipo encerrado en casa.

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