Extranjeros, pero no tanto
Frente al discurso eurófobo conviene fijarse en los pequeños detalles de la buena cimentación del proyecto europeo
Construir siempre lleva más tiempo y requiere más paciencia que destruir. En tiempos donde la paciencia ya no es vista tanto como una virtud, sino más bien como una debilidad, los beneficios de la construcción, los logros de lo ejecutado a lo largo del tiempo de forma constante, resultan menos atractivos que las voces de denuncia —fundamentadas o no— que proponen desechar lo alcanzado y zambullirse en un recomienzo nuevo donde, por supuesto, no se repetirán los fallos y vicios denunciados.
Eso es lo que hace el discurso nacionalista eurófobo. Rechaza como viejo un proyecto de construcción pacífica que comenzó hace 60 años, se centra en señalar sus fallos, le atribuye responsabilidades que nunca tuvo, le niega cualquier posibilidad de mejora o reforma y termina por proclamar su extinción como única posibilidad de supervivencia para las naciones que se han visto arrastradas a esta aventura.
Lo curioso es cómo el nacionalismo ha logrado invertir los términos y presentar el proyecto europeo —algo auténticamente novedoso y revolucionario en términos históricos— como una estructura caduca al tiempo que propone como una solución nueva —la vuelta al Estado-nación fuerte, encastillado y ultraprotegido— lo que en realidad no es sino una viejísima solución a una cuestión surgida a finales del siglo XVIII cuando la Revolución Francesa hizo caer por primera vez las estructuras del Antiguo Régimen. Una solución que además ha provocado, entre otras consecuencias, hacer correr ríos de sangre en Europa durante todo el siglo XIX y prácticamente hasta finales del XX, como bien pueden atestiguar en la península balcánica.
Presentar lo viejo como nuevo, lo que no ha funcionado como lo único capaz de funcionar y utilizar un discurso sentimentalista asegurando que es puramente racional está resultando muy eficaz en función de resultados electorales en todo el continente. Pero no es tan original. De hecho, es una vieja estrategia de ventas; algunas marcas de detergente llevan casi medio siglo añadiendo la palabra “nuevo” al mismo producto.
Pero, aunque no sean espectaculares ni ocupen debates, en nuestra Europa se están produciendo cada vez más a menudo situaciones diarias que son reflejo del éxito del proyecto común y que hace 80 años habrían sido consideradas fantasías voluntaristas. Algunas de esas situaciones son evidentes, como que estudiantes cuyos bisabuelos trataron de matarse en la última gran guerra europea compartan aula, y a veces cama, como atestiguan el millón de europeos nacidos gracias al programa Erasmus. Otras son menos patentes, pero igualmente trascendentales, porque afectan a lo que podríamos denominar el subconsciente del europeísmo, esto es, la aceptación como algo normal de efectos de la integración que, observados detenidamente, son extraordinarios.
Un buen ejemplo está sucediendo en España con el proceso de negociación para lograr acuerdos de gobierno tanto en municipios, como en regiones y, en última instancia, en el Ejecutivo central. Un asunto, en principio, puramente interno, pero donde ha tomado un inesperado protagonismo —y, lo más interesante, prácticamente incuestionado— el presidente de Francia, Emmanuel Macron.
El fraccionamiento del panorama político español ha dado paso a formaciones nuevas que han puesto sobre la mesa dos figuras poco habituales en la política nacional: el diálogo y la coalición. Mientras en la izquierda el juego queda para dos actores —socialistas e izquierda populista—, en la derecha el abanico se ha abierto a tres: liberales, conservadores y extrema derecha. El primero de ellos, Ciudadanos, comparte en el Parlamento Europeo bancada con En Marche, liderado por Macron. Ambas formaciones están integradas en la Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa y esta circunstancia no ha pasado inadvertida cuando Ciudadanos ha alcanzado —en el ámbito local o regional— acuerdos de gobierno en los que ha estado involucrada la extrema derecha. El líder de Ciudadanos, Albert Rivera, ha sido cuestionado con argumentos que en el fondo venían a decir: ¿Y qué piensa Macron de esto? El mismo Rivera llegó a afirmar que el presidente francés le había manifestado su aprobación ante la política de pactos que había realizado Ciudadanos. Momentos después, fuentes del Elíseo desmentían que Macron se hubiera expresado sobre el asunto.
Lo importante desde el punto de vista europeísta es que prácticamente nadie hizo una pregunta que hubiera sido normal hace unos pocos años: ¿Qué pinta el presidente de Francia en un asunto interno español? Al contrario. Macron fue incorporado —independientemente de su voluntad— con absoluta naturalidad al debate político español. Hubo una notable excepción: la extrema derecha, que ha hablado de injerencia e incluso ha tratado de llevar el tema al Parlamento.
La conclusión es que, hoy en día, el presidente de Francia no es español, pero tampoco es un extranjero. Y de eso trata Europa.
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