Pantoja se tiñe
Donde unos ven dengues de diva, yo veo debilidad humana
Uno de los privilegios de este oficio es que cada día conoces a alguien nuevo. Claro que hay rutina y hastío en el trabajo de preguntarles por su vida a desconocidos, pero el espectáculo de tener a un semejante a ojo de buena miope y oído de mejor cotilla no tiene precio. Aunque el otro no quiera contarte nada, siempre te cuenta algo. Da igual lo guapos que sean, el tipo que tengan, el número de pelotas que compongan su séquito, o la cilindrada de la moto que quieran venderte. Iris a iris están, estamos, desnudos. Tan acostumbrados andan a que les doren la píldora y les digan que sí a todo, o, al revés, a que nadie les escuche y les pongan de vuelta y media sin conocerlos, que muchos supuestos intocables se te abren en canal ellos solitos en cuanto les tratas como a iguales. Es entonces cuando compruebas que los complejos, el pudor, el amor propio y la autoestima, que no son lo mismo, nos miden por el mismo rasero.
Me ha enternecido leer que Isabel Pantoja exigió por contrato poder teñirse en la isla para ir a Supervivientes. A ella, a quien hemos visto llorar al marido muerto, bregar con hijos díscolos y entrar y salir de la cárcel sin ruborizarse, le da vergüenza que le veamos las canas. Como si a una señora de 62 años le tuviera que brotar el pelo negro zaíno por ser famosa. En eso, Pantoja me representa. Donde unos ven dengues de diva, yo veo debilidad humana. Ella se lleva la fama y otros cardamos la lana. Sé de presidentes de bancos, comunidades autónomas y de Gobiernos que negarían bajo tortura recurrir a la química para que les luzca el pelo. No los culpo. El pudor es libre. Pero, dicho esto, está feo señalar a otros. Estos días, por cierto, a Pantoja le asoma un dedo de nívea raíz bajo la melena azabache. O no llegó a un acuerdo o, a estas alturas de despelote en Honduras, le da igual ocho que ochenta. Se lo preguntaré en la próxima entrevista, soñar es gratis. Ahora, aquí no pagamos.
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