Ochenta
Convendría recordar que, en ocasiones, los asesinos necesitan cómplices, o un estado de cosas en el que sus crímenes puedan tomarse como una forma de la justicia.
A veces no pasa nada. Otras, pasa demasiado. Se incendió Notre Dame y, mientras muchos sobreactuaban el cinismo con metáforas antioccidentales, yo me preguntaba si era reprobable que el incendio me impresionara tanto como ver quemarse vivo a un dinosaurio. Un día después, el expresidente de Perú, Alan García, se pegó un tiro cuando estaban por detenerlo en el marco de la causa Odebrecht, y me pregunté si el hecho de que cinco expresidentes peruanos tengan causas judiciales —dos están presos, otro pasó nueve meses en la cárcel— habla precisamente mal de Perú. Pero antes de todo eso, en Río de Janeiro el ejército disparó 80 tiros sobre el auto en que Evaldo Rosa dos Santos viajaba junto a su familia. Dos Santos murió. Era músico, guardia de seguridad, y no pesaba sobre él acusación alguna. Iba a un bautismo. El ejército justificó el asesinato diciendo que “los militares confundieron el auto con el de unos criminales”. El vicepresidente del país dijo que los disparos “fueron pésimos, porque si hubieran sido hechos con precisión no hubiera quedado nadie vivo y la tragedia sería peor”. De eso se desprende que: a) el ejército de Brasil considera correcto disparar 80 tiros sobre un auto, siempre y cuando en él viajen criminales (traducción: considera que los criminales no deben ir a juicio sino ser fusilados); b) el ejército de Brasil está formado por ineptos —80 tiros contra un blanco fijo, un solo muerto, el muerto equivocado— con licencia para fusilar. El presidente Bolsonaro habló de esa masacre llamándola “incidente”. Dijo: “El ejército no mató a nadie. El ejército es del pueblo. No podemos acusar al pueblo de ser asesino”. El silogismo es deforme, pero convendría recordar que, en ocasiones, los asesinos necesitan cómplices, o un estado de cosas en el que sus crímenes puedan tomarse como una forma de la justicia.
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