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Columna
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Las fuentes del odio

La única salida consiste aquí en evitar la contaminación, en aislar a quienes se constituyen en vanguardia supremacista

Antonio Elorza
La abogada Nasrin Sotoudeh, en Teherán en diciembre de 2014.
La abogada Nasrin Sotoudeh, en Teherán en diciembre de 2014. Kaveh Kazemi (Getty Images)

La conmemoración del 11-M pone nuevamente sobre la mesa el tema del yihadismo, sofocado después de la derrota del Estado Islámico, pero presente aun como amenaza en las sociedades occidentales. Pocos días después, el salvaje atentado de Nueva Zelanda nos recuerda que la islamofobia no solo es el supuesto patrimonio de quienes adoptan posiciones críticas ante el Islam, sino que es una corriente ideológica, en muchos casos una mentalidad, susceptible de practicar del terrorismo, y vinculada por su parte al auge mundial de las posiciones de extrema derecha. A la vista de la extrema gravedad de ese movimiento en pinza, resulta necesario ir más allá de la simple constatación y plantearse la exigencia de buscar las causas de ambas radicalizaciones para actuar sobre las mismas. Su extinción parece imposible, pero por lo menos cabrá reducir su influencia, y para ello no existe otra salida que intervenir sobre los procesos de formación de semejante deriva criminal.

Reinares prueba que España no es una excepción respecto de otros países europeos: la adopción de posiciones orientadas hacia el terrorismo ha pasado de la primera a la segunda generación de inmigrantes musulmanes. No vienen de Argelia o Siria; surgen y actúan en nuestra sociedad.

Por fortuna, la desaparición del Daesh interrumpe una comunicación circular, donde la expectativa de islamización a escala mundial generaba un terrorismo del mismo alcance. Queda el problema de la traducción en terror del malestar de las crecientes minorías musulmanas, favorecido por una escasa atención al proceso educativo. Cuestión esencial. Dejar que el agua siga su curso nada resuelve. El Islam como doctrina tiene muchas aristas, las cuales requieren una atención rigurosa para que no generen una actitud maniquea frente a la conciencia democrática. Hoy obligada a protestar, a gritar contra infamias tales como la aterradora condena de la abogada Nasrin Setoudeh en Irán por rechazar el velo. (Anotemos: culpable silencio feminista).

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Esta es la coartada que utiliza la islamofobia para legitimar su ataque. Lo vemos en el programa de Vox, dando por hecha una imposible integración musulmana, con la consiguiente actitud discriminatoria frente a la inmigración. Se trata de difundir la falsa idea de que todo musulmán es un terrorista en potencia. Y como ha sucedido en Nueva Zelanda, la agresividad resultante se envuelve en lo que hace tiempo se llamó ya una ideología blanca, fundada sobre la presunta superioridad del colectivo racialmente dominante en una sociedad plural. Con una audiencia cada vez mayor, que encuentra en personajes como Trump o Salvini —en nuestro caso con gotas joseantonianas— los patrones para un nacionalismo identitario. La única salida consiste aquí en evitar la contaminación, en aislar a quienes se constituyen en vanguardia supremacista. Deseo más que realidad.

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